miércoles, 16 de mayo de 2007

Apuré las últimas pinceladas mientras el sudor recorría mi rostro, recordándome que llevaba horas sin moverme del mismo lugar.
La luz era insuficiente, pero yo seguía. Seguía mi estómago rugiendo y seguía yo mordiéndome el labio inferior, aún enervándome para buscar el punto exacto.
Destrocé con ansiedad los tubos de pintura, los ahogué, les quité vilmente la vida.
Clavé mis desgastadas uñas en los pinceles. Llenos de colores dispares, acabé descoloriéndolos.
Mi mirada seguía fija en el lienzo, atenta a cualquier cambio indeseado, felina.
Por un momento, voló al espejo que adornaba la burda pared.
Y me vi. Sin evitarlo, me vi reflejada en el cristal.
Aparté la mirada y lancé el maletín de madera contra él.
El ruido de los cristales al caer, muriendo en pedazos homicidas, se mezcló con mis carcajadas.
Y seguí pintando.
Con cada pincelada, descargaba sentimientos enterrados en mi subconsciente durante muchas lunas; se agolpaban unos contra otros para ver cuál salía primero. Cuál huía de mí. Pero yo los ignoraba. Ahora, sólo me importaba el lienzo que reposaba en mis narices, burlón, retándome a dejarme la vida si era necesario.
¡No, no, no! Algo le faltaba.
Exasperada, recorrí toda la estancia. ¿El qué? ¿Qué le faltaba?
Me paré en seco cuando me di cuenta y sonreí.
Era tan sencillo...
Me agaché, y la bata rozó el suelo. Cogí un pedazo de cristal.

Y, ahora sí, pinté el toque borgoña que le faltaba a tus labios.
Sonreíste.
Y la sangre se mezcló con mis carcajadas.



[·Delirios espontáneos·]

1 comentario:

Anónimo dijo...

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