sábado, 27 de octubre de 2007

Tal vez es envidiado por sus cabellos, sin asomo de cana alguna aun teniendo en cuenta su edad, cercana ya al medio siglo, y de un negro azabache que se mantiene ahí, impasible, por muchos años que pasen.
Aunque su curiosidad sea desemesurada, sólo él sabe cómo de grande es. Jamás lo verás interesándose por algo de la vida de los que le rodean, de los que comparten su sangre, y que cataloga como ajeno. No obstante, sonreirá correspondiendo a tu relato cuando seas tú el que decida contarle lo que sea. Porque te apetece, porque hoy te sientes así, porque sí. Pero nunca va a intentar sacarlo con sacacorchos. Es un respetador nato del silencio y, a veces, que no supere esa barrera de intimidad que tiembla cada vez que alguien te lanza una oración interrogativa es algo digno de agradecimiento.
Porque le dices Me voy, que tengo que ayudar a un amigo, y se contenta. Ni sus palabras trepan para saber el nombre de aquel amigo, ni te lanza una mirada acusatoria por las pocas frases que has dedicado para informarle. Confía en ti y, por tanto, no necesita exigirte horas de llegada, puesto que él sabe que estás bien enterado de tu toque de queda y que, aunque te pases unos minutos, sabrás respetarlo.
Te respeta. Y respeta tu criterio, tus andanzas, tus equivocaciones.
Y sabe tomarte de la mano en el momento exacto en que lo necesitas, aunque muchas veces tu sangre hierva ante sus impresiones y no puedas musitar un Estoy de acuerdo. Aunque choquéis. Aunque pienses que es curioso que vuestras ideas hayan llegado a ser tan diferentes.
La mayoría de tus recuerdos tienen su nombre. No puede decirse que todos sean buenos o fructuosos, pero tienen esa chispa que reside en sus ojos oscuros y que tanto envidias.
¿Por qué no me he llevado sus ojos y su color de pelo?, te preguntas de vez en cuando, cuando te sientes pletórico y te apetece darte una vuelta por tu anatomía.
Y gozas de su testarudez, casi siempre. Y de esa aparente fuerza que por tus entrañas se torna en debilidades, en macizos polares desquebrajándose.
A veces sonríes porque piensas que toda su paciencia te la has llevado tú en determinadas ocasiones. Que, a parte de este don transferido, sin él no devorarías más libros que alimentos sólidos y que, probablemente, no estarías escribiendo aquí y ahora. Porque guardas celosamente la primera vez que te llevó de la mano al magnífico laberinto de estanterías que contenían, sencilla y complejamente, libros. Y la sensación de orgullo que sentiste cuando acabaste el primero, el primer libro entero en una sola tarde. Agradeces extremadamente que este recuerdo se mantenga intacto en tu mente, a pesar de que hayan pasado ya unos años que se llevaron tu infancia.
Imitarlo en su costumbre de apuntar todos, todos, los amigos de papel que vas conociendo. Lamentablemente, naciste más despistado que él y olvidas muchos. Y sonreír cuando lees los datos del primero, aquel que va de la mano del inicio de una pasión que sigue creciendo.
Porque adoptas su misma posición cuando algo te hiere por dentro. En silencios se envuelve pero habla por su mirada, que a pesar de no aparecer empañada duele mucho más que si lo estuviera. Porque cuando se enfada se enfada con el mundo. Como tú. Porque, en la mayoría de las veces, no puede evitar que la sinceridad se adueñe de él y soltar todo lo que le reconcome su estabilidad. Como tú. Y porque también te ha legado esa manía de, por cada cuatro palabras, incluir una malsonante.
Sigue presentándose muy a menudo como un desconocido, por muchos años de vida que lleves cabalgando a su lado, y viceversa. A veces sientes que no os conozcáis más, pero estallas a reír cuando tiene una ocurrencia o te cierras en banda cuando sus palabras ácidas te ofenden y, entonces, comprendes que no hay tanta distancia entre vosotros.
Te sigue pareciendo curioso que su mente vuele muy lejos cuando observa en esa caja de fantasías a once jugadores contra otros once usurpar un manto verde y perseguir una pelota. Eso que suele llamarse fútbol. O cuando está inmerso en esa lectura que a ti se te antoja a años luz de lo que te gusta pero, sin embargo, intuyes que acabará seduciéndote.
Y que en esos momentos se desconecte del mundo y te sorprendas hablándole sin que te escuche. Tan solo oyendo una voz que ya forma parte de su existencia. Y es cuando compartes una mirada cómplice con otra persona que se sienta a tu lado y le dices, elevando ligeramente la voz e inclinándote hacia él, sabiendo la respuesta pero usando la pregunta como llamada de atención...
-Papá, ¿me estás escuchando?

jueves, 25 de octubre de 2007

Ha sido un efímero instante. Pero tan intenso. Tan cálido. Me ha dejado descolocada. Y, es que, cuando la tarde se me presentaba como un alto pico que debía escalar cargando con tantas aprensiones, me he visto allí. Allí. Ante una atardecer de tonos naranjas que iba confundiéndose con un mar en calma que me provocaba a mezclarme con sus aguas, a ser una ola más, a desaparecer entre sus sueños.
El Sol iba muriendo poco a poco, sin saber que volvería a nacer sin tardanzas. La paz era absoluta. He podido sentir el calor en mi cara, invadiéndome y tirando de las comisuras de mis labios para que sonriera. No me ha hecho falta cerrar los ojos. Estaba allí, a punto de rozar con las puntas de los dedos una arena blanca que no podía ser real.
Y, por un momento, un fugaz momento, he podido sentir un lazo que se cerraba en torno a mi cintura. Un lazo que no era otra cosa sino un par de brazos que derrochaban ternura en un gesto tan sencillo. Ha sido extraño sentirlo, verme allí. Pero estaba allí. Allí.
Y ha sido entonces cuando la acogedora luz ha parpadeado y me he visto sentada en el brazo del sofá de mi salón, ribeteado de tonos naranja y teja. Con una pila de libros a mi izquierda, susurrando mi nombre con malicia, sabiendo que iba a caer en su trampa tarde o temprano. Creo que han sido un par de minutos los que he permanecido allí inmóvil, agradeciendo la soledad y el silencio que sólo en mis momentos consigue reinar en la casa. Echando de menos ese atardecer extraño. Ese allí.
Y me he dado un poco de libertad clandestina metiéndome bajo el agua hirviendo de la ducha, disfrutando de los arañazos candentes que dejaba en mi piel. Sintiendo el agua acariciándo mi rostro en su totalidad, mientras el cabello se adhería al cuerpo.
Horas. Hubiera estado horas.
Pero al final me he visto obligada a salir con las yemas de los dedos arrugadas y el alma ancha, muy ancha. Me he permitido el último suspiro borrando en formas caprichosas el vaho del espejo y ya.
Terminado el allí y el agua hirviendo. Y empezando de nuevo el haz, haz, haz. Empieza, termina. Respira... ahora. Para. Ahora. Quéjate del dolor de espalda, pero sigue. Muérdete el labio inferior si gustas, pero no pares. Añora el silencio, pero no te tapes los oídos.
Ni rías.
Ni llores.
No seas tú.

miércoles, 24 de octubre de 2007

-Parece que está dormida.


El silencio fue el único que corroboró en un primer momento la afirmación. Él y el viento que golpeaba con fuerza en la ventana, retándolos a descorrer la cortina y que la pálida luz de la luna irrumpiera en la habitación. Un silencio de esos que encogen el estómago mientras deseas con fervor que alguien lo rompa, pero de una forma conciliadora. Romper el silencio para dar paz. Alguien tosió fuera de la habitación, mezclándose la sonora espectoración con mil murmullos de esperanza y tristeza. Fuera, se vivía un frenesí constante. Dentro, el silencio seguía oprimiendo pechos y acariciando lágrimas mudas. Un silencio que, al fin, se vio manchado por, tal vez, la verdad, el dolor o el desconsuelo.

-No está dormida, mamá. Está muriéndose. ¿No la ves? ¡Mírala! ¡Se va a morir! Se va a morir, joder, se va a morir...

La amargura agitó las almas de todos los allí presentes, mientras la boca que había pronunciado la primera frase se convulsionaba entre sollozos. Su llanto enturbió el ambiente, cincelado de hipocresía y ceguera. Y esas lágrimas fueron susurrando en los oídos de todos la realidad, lágrimas de una madre a la que la vida se le escapaba por el pecho casi inmóvil de una de sus pupilos. De pequeña su abuela, entre pastilla y pastilla, siempre repetía que lo peor que puede pasarle a una persona es enterrar a un hijo. Una y otra vez, hasta que se la llevaban diciéndole palabras envenenadas de mentira que, en realidad, encerraban un Estás loca.

Y ahora comprendía a su abuela. Ahora, que la muerte estaba de pie ante la cama de su hija. Ahora, cuando todos estaban esperando si La Dama de Negro decidía si sentarse a los pies o en el cabecero del lecho.

-Aún no lo sabemos. Nos han... dicho que tenemos que esperar-tartamudeó alguien, con los ojos anegados de lágrimas y amor.

-Esperar. ¿A qué? ¡A qué! ¿A que vaya dejando de respirar? ¿A que tengan que enchufarla a un montón de aparatos? Deséngañate: puedes estar muy enamorado de ella, pero no creo que quieras guardarle el celibato estando así. No cabría en cabeza alguna.

-Cállate. Te puede estar escuchando.
-¡Oh, Dios! ¡Por supuesto! Está esperando a que le soltemos un "Begoña, levántate y anda". De esta no va a salir. Y todos créeis que...
-¡Nuria! Vale ya. Puede que esté muriendo, sí, pero deja de matarme a mí. Para ya o vas a conseguir que, desde ahora, cuando te mire a los ojos sólo vea a la asesina de mi hija.

La sangre de Nuria se heló al escuchar las palabras de su madre. Su rostro irónico se contrajo en una mueca de dolor que intentó esconder, pero que no escapó a la percepción de su cuñado. Notó sus propias uñas clavándose en las palmas de sus manos, mientras la rabia le recorría. Begoña estaba así y, ahora... Su madre. Su madre acababa de agujerear su corazón y le daba la impresión de que iba a meter el puño para que el orificio creciera.

-Pero, mamá, yo... Mamá.

-Ilusión, Nuria. Esperanza. ¡Lo que sea! Todo menos eso. Lo que estás haciendo tú. ¿Qué nos queda si damos todo por perdido? Diantres, mírala a ella pero míranos también a nosotros. ¿Qué pretendes?

Ya no hubo contestación audible. Pero sí se sintió el golpe y el estruendo que causó la máscara de miedos de Nuria al romperse contra el suelo. Y, tras ella, pudo observarse un rostro pálido asediado por lágrimas que provenían directamente del nudo de su garganta. Su mundo se desmoronaba, de nuevo. Había vuelto a tropezar con la misma piedra, solo que esta vez todo era muy distinto. Su hermana...
Quiso confesar. Ser sincera, por una vez. Decir todo lo que la envidiaba. Que todos se enteraran de que cada noche se imaginaba desnudando a su cuñado con lujuria. Que quería ser ella. Y no Nuria.
Y que últimamente sólo se alimentaba de su odio, el cual volcaba en la única persona a la que idolatraba de verdad. Su hermana.
Quiso decir la verdad y echarse a correr cuando las culpabilidades la persiguieran con paso de acero.
Se dejó caer en el sillón y suspiró.
-¿Eh? ¿Qué pretendes? - repitió su madre, con una determinación pasmosa.
Miró a los ojos a su madre y a su cuñado. Pero evitó echar un vistazo a la cama donde reposaba su hermana a golpe de pip, pip, pip.
¿Era mejor librarse del peso de las cadenas de su vida?
-Nada, nada. Pa-parece que esté dormida, fijaos.

sábado, 20 de octubre de 2007

¿Nunca habéis sentido que vuestros párpados se sublevan y se cierran, aunque luches porque permanezcan abiertos?
Bien, esta era la sensación que yo añoraba tanto que, cada vez que entre mis recuerdos se colaba el cansancio y la somnolencia que sentía en esos momentos, era como si mil dagas empozoñadas se clavaran en mis adentros.
Desde hace tanto tiempo que no lo recuerdo exactamente, mis párpados no han conseguido cerrarse. Siempre están abiertos, quiera o no. Y nunca tengo sueño. Jamás me siento cansado porque no duerma.
Estoy condenado a la vigilia eterna.
Y, por ello, mi cuerpo se niega a dormir. Pero anhelo tanto esa dulce sensación... Sobre todo, los sueños. Hace tanto tiempo que no se cuelan en mi mente llevándome por mundos que me atrapan y me mecen... Recuerdo que cuando lo hacía, mis sueños llegaban a influenciarme en la vida real, manipulando mis sentimientos, guiándome cuando me encontraba perdido. Era tan mágico sumergirme en esos mares desconocidos, sin saber qué me iba a deparar esa noche.
Y creedme cuando os digo que es lo que más echo de menos desde que me marcó esta estúpida maldición.
Las horas se me adhieren al cuerpo haciéndome más pesado. No sé qué soy exactamente. Supe que no era humano hace mucho. Aunque, ¿qué es exactamente ser humano? Siento y padezco. No obstante, no duermo. No puedo. Pero, oh, me siento tan pesado... Es todo tan inverosímil.
Como esas viejas historias que nos contaban en el pueblo.
Me dijeron que este iba a ser mi destino. Que iba a vivir más por ello.Pero, la verdad, es que no lo quiero para nada. ¿Vigilar? A qué. ¡Ni yo mismo lo sé! Todo es tan confuso que me asusta.
Vivir más. Vivir para siempre tal vez. Pero siento esta inmortalidad como un castigo recorriendo mi piel. No quiero lo eterno. Ya no. Quiero lo que todo el mundo quiere, a sabiendas de que sería imposible. Desear. En mis sueños siempre deseaba.
Y sigo sin poder dormir. Sin dejarme ir, dejar que el sueño me posea.
Nada.
Seguiré vagando, hasta que pueda encontrar el descanso que sé que nunca tendré.
23·o8·o9
...
Textos recuperados. Y otros que se quedan de camino. No sé qué pasa por mi cabeza.

lunes, 15 de octubre de 2007

Las palabras revolotean a su antojo por mi mente, mi cuerpo, mis secretos. Quiero transmitirlas pero el miedo de no estar a la altura de mis adentros me atenaza. Sería tan fácil cerrar los ojos y que quedaran impresas en papel, sin necesidad de movimiento de dedos, de bolígrafos o de pestañas.

Tan fácil tal vez como devolverme días atrás y sonreír sin proponérmelo. Rememorar ese par de arrugas acompañantes de una sonrisa maliciosa, naciendo en una nariz que llevo impresa en mi memoria a pesar de que quiera resistirse, para terminar en la comisura de unos labios amigos y mudos que no paraban de hablarme. Quizás entre silencios, pero puedo incluso jurar que me hablaban en ese lenguaje de la fascinación, del deseo, de aventurarse en un territorio que te tienta y te abstrae.

O acercarme de nuevo, sin poder evitarlo, a aquel hombro que me sirvió de refugio mientras mis pesamientos iban fluyendo hasta callar totalmente, hasta que todo el ruido exterior e interior se apagó para darle más amplitud a mis suspiros y a los latidos de ese corazón, que se aceleraban con cada respingo, mientras unas manos que asustan de un modo que me incita otra vez a sonreír se cerraban en torno a las mías, presentes. Estando ahí. En contacto con las propias, con mi piel. Enterrar el rostro en su pecho y que se apaguen las estrellas y me envuelvan sus chispas encendidas y punzantes, pues voy a agradecer el impacto si es que llego a sentirlo.

Cometer el posible error de volver a esos ojos sin licencia. De cerrar los míos y que ahí estén, mirándome desde arriba, tendiéndome una mano insivible que sé que puedo coger cuando quiera, cuando recuerde.
Que mi estómago dé un triple salto mortal cuando mis pies dejaban de sentir el suelo y se elevaban, me elevaba. Rendirse a esos impulsos y que se me descontrolen, como cuando de pequeña se me rompía un collar en mil cuentas que trataba de reunir en vano. Pasar un minuto tras otro con la barbilla apoyada en mi mano izquierda, sintiendo a las palabras revoloteando sin cesar, no estando segura de estar plasmándolas como deseo. Pero poder sentirlo aún, anudado a estas palabras aladas que surgen del momento que me brindó, del que me alimento en este mismo instante.

Un momento que no debo guardar en el desván de mis sueños rotos, puesto que, aunque a veces así me lo siga pareciendo, no lo fue. Correr a mi mesa de noche, abrir el primer cajón, ése que siempre sé que va a estar ahí, y cerrarlo de nuevo girando la llave, sabiendo que está seguro con los demás recuerdos que con la dulzura de una sonrisa me arropan por las noches.

martes, 9 de octubre de 2007

Giro la llave y el calor penetra en mis sentidos, derrochándose por mis adentros y subiendo hasta mis mejillas donde rompe en una imperceptible sonrisa.
Perfecto, no hay nadie.
Doy un paso y parece que el peso de mi espalda se hace más doloroso, así que suspiro largamente y cierro la puerta para que el frío que me ha venido acompañando no entre y haga explotar la cálida burbuja.
Este frío helado que frecuenta la ciudad me sienta verdaderamente bien.
Recorro el pasillo en penumbra sin accionar el interruptor de la luz y me guío por el instinto y la prudencia de mis manos que palpan el estucado, aun habiendo recorrido aquel camino innumerables veces.
Ya estoy. Ya estoy.
El silencio se va adueñando de mis inquietudes y cada golpe de respiración me deja en calma. Es una sensación atrayente esa de sentirse parte del entorno, sin más. Tomo asiento en el borde de la cama y observo la silueta difuminada que me devuelve el espejo.
Y cómo la luz que se cuela por mi persiana se refleja en él y me brinda sombras fantasmagóricas que me acompañan.
Me deshago de cargar y suspiro de nuevo. De nuevo. Abro la ventana y el frío vuelve a recorrerme con su gélida garra, adueñándose de mi alma. De mi cuerpo. Entrecierro los ojos y observo mi pedacito de mundo.
Me siento afortunada por poder charlar conmigo misma en palabras mudas.
Me desvisto en silencio mientras el calor y el frío se mezclan arañándome la piel que va quedando, poco a poco, desnuda. Pongo en orden el día que me queda y me preparo.
Puedo sentir que ya se acaba.
Y, en efecto, oigo la cerradura que chilla de nuevo.
La puerta se abre y la burbuja explota sin salpicar a nadie, excepto a mi paz.

Sonrío, a mi pesar.
Me acaricio la nariz y me pongo en marcha. Vamos allá.

El tic tac me supera. Y las palabras amenazantes.


Y dejo de notar el sabor del viento debajo de mi paladar.

domingo, 7 de octubre de 2007

Su boca dibujó el contorno de una despedida.

Tan hermosa como siempre. Más dolorosa que nunca.

No quería ver como aquella persona se alejaba sin volver la vista, llevándose mi alegría, los momentos dulcemente guardados en mi pecho, el cual ahora se agitaba violentamente.
Pero seguía allí, con la impotencia recorriéndome la garganta sin cesar. Quise echarme a correr y alejarme de aquella persona. ¡Huir!
Sin más.
Dejarla en paz. Dejarla ir.
Pero, en lugar de eso, mis piernas cobraron vida de nuevo y empecé a caminar detrás de la silueta que se alejaba entre reproches y besos amargos.

-¡Espera!

Pero esa persona aceleró el paso y la bruma se cernió sobre ella, camuflándola de mi mirada empañada.
Estábamos solos. Pero una gran fuerza me alejaba de su sombra. Eché a correr, dejándome el alma mucho atrás. No era lo adecuado, pero tenía que intentarlo.

-¡Por favor, espera!

Nada.
Siguió alejándose más y más, por mucho que mi aliento se cortara del gran esfuerzo de correr. Las lágrimas se unieron al suicidio de mis suspiros y las dejé irse libres. No me importaba que me viera así.
Por fin, parecía que iba ganándole terreno. La vista se me nublaba de la frenética carrera pero alargué el brazo y rocé el suyo. Me estremecí. Ambos nos paramos.
Me daba la espalda. Y yo lo entendía. Recobré algo de aliento y quise volver su cuerpo hacia mí. Pero no se movió. En realidad, sí lo hizo.
Pero, por más que rodeara su figura, no podía verle la cara. Su espalda me persiguió durante unos minutos en los que la angustia se adueñó de mi ser.
La silueta fue desvaneciéndose ante mí a medida que el viento soplaba.
Y se la llevó.
Y se me llevó.
Con ella.

Me derrumbé y me dejé caer al suelo.
Ya nada... Ya nada...
Cerré los ojos.


Y me desperté.
Tiritaba de terror y el calor era agobiante. El sudor se pegaba a mi cuerpo y estaba totalmente turbada. Me levanté y mi vista fue acostumbrándose a la habitación blanca. Me pisé el camisón y caí al suelo, lastimándome la pierna izquierda.Alguien entró cuando yo empezaba a llorar de nuevo. Eran varios, y me estremecí otra vez, esta vez en la realidad.

-Tranquila... Tranquila. Ya estamos aquí. Tómate eso y te sentirás mejor.

Me puso una pastilla debajo de la lengua y bebí el agua que me ofrecía. Me sentí mejor, en efecto. Noté como el cuerpo se me iba yendo.
Lo último que recuerdo es que los vi alejarse empujando un carrito metálico.





(24·o8·o7 - Casualidades reecontrarlo justo hoy)
Podría pasarme horas muertas preguntándome cosas que jamás van a ser contestadas.

Tal vez si esa pareja de rostro arrugado que ahora camina por la calle de la mano ajenos a todos los años que han repetido esa misma escena hizo el amor en su luna de miel después de salir de la ducha para quitarse la arena que se había colado por sus trajes de baño en la playa. Si ríeron y se sintieron enérgicos como pueden sentirse ahora mientras ella posaba sus dedos en los labios de él para que no elevara la voz. Si se olvidaron de que tenían que bajar antes de las dos a comer y prefirieron alimentarse de besos, arañazos y felicidad entre laberintos de sábanas.

Si la opresión que nace en mi pecho y trepa hasta mi lengua para anudarla cesará algún momento envolviéndome en calma, como si estuviera tendida en el oleaje de algún mar en medio de ninguna parte, y el balanceo me meciera hasta caer dormida.



Si voy a conseguir escribir algo después de tanto tiempo con la sensación de que no hago más que patinar una y otra vez sin sacar algo que me deje satisfecha.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Revestirse del deseo de volver a sentir esos bigotes de gato alojados en tu estómago.
Abrir los ojos y ver un cielo estrellado que te resulta eternamente ajeno mientras notas tus latidos y la hierba acariciándote la nuca.
Conseguir llegar a un punto de calma en el que dejes de convulsionarte, si puedes.
Vacíar en esa mirada todas las palabras que trepan por tu garganta y se atascan, buscando después otro camino para salir al exterior aunque sea entre silencio.
Pensar que nada más existe. Que puede partirse en dos el universo y no vas a sentir nada. Ni escuchar el viento, ni los gritos lejanos. Abstracción.
Observar el horizonte de sus mejillas sin miedo a que te descubra entre la concentración de su rostro, el cual no te cansas de recorrer con manos y ojos. Con manos y ojos.
No darle ninguna importancia a la falta de palabras. Fascinarte del silencio que te llena.
Darte cuenta de repente que acabas de conocer esos labios y que ya han empezado su magia en ti.
Sonreír hacia dentro y volver a encontrarte con ellos.

Sorprenderte en otros mundos poco cercanos a la silla donde tu cuerpo reposa.
Morderte el labio al recordar, para evitar que otra sonrisa estúpida se escape de tu boca y acabe mezclándose con deseos.
Ansiar volver a recorrer ese camino.
Disfrutar de un embelesamiento en el que no hay ni tic tac ni impaciencia.
Mecerte en recuerdos mientras los susurros regresan a tus oídos sin cesar.


Y las mejillas encendidas.
Con más bigotes de gato perturbando tu estómago.

Y listas. Hacer listas.