miércoles, 16 de julio de 2008

La tormenta era sobrecogedora. Como siempre, maravillosa en ese punto de la noche en el que no hay sueño ni energía, simplemente una naturaleza tan brutal que se escapa hasta colarse en cada rincón de tu ser. Esa noche, no obstante, era distinto. Me encontraba aguardando, a la espera de algo que me retorcía el estómago desde dentro, subiendo por mi pecho hasta llegar a mi mente y agitar los recuerdos.

"¿Estás en casa? ¿Puedo pasarme? Por favor... No sé adónde acudir".

Esa última frase otorgó un matiz amargo a la dulzura de las primeras. Me necesitaba, como último recurso, pero mi nombre también bailaba con su alma de vez en cuando.

Cuando por fin llegó la encontré peligrosamente hermosa. La lluvia había marcado regueros de furia por su ropa vieja. La ropa que siempre se ponía cuando no tenía ganas de hacer nada en especial, cuando no quería sentirse guapa. Sin embargo estaba deslumbrante. Desde sus ojos también se asomaba ese líquido que en sus mejillas se me antojó agua de luna. La única luna que podía alumbrarme. Nos quedamos parados un instante, un minuto, una vida, un mundo, hasta que la invité a entrar. Le vi la piel pálida, demasiado pálida, y cómo temblaba por dentro.

-¿Te acuerdas de nuestros sueños?-me preguntó. Me pilló con la guardia baja, mirándole las pestañas, así que parpadeé para sacudirme la sorpresa.

-Claro-alcancé a responder. Reconocí en sus palabras cuando volví a tragarlas la que nos unía a los dos en un vínculo más fuerte que un par de sílabas. Nuestros-. Nuestro "no querer despertar".

Me miró como temerosa mientras comenzaba a llorar de nuevo. No supe qué hacer. Sí sabía lo que quería hacer, pero no sabía si iba a ser adecuado.

-Quiero despertar-me dijo-. Porque esto ya no es un sueño, ¿comprendes? Es una pesadilla. Siempre me lo decías, siempre... "No te dejes, no te dejes, despierta y levántate"-rememoró mis palabras de hacía tanto tiempo-. Lo he intentado, ¿vale? Y no he despertado. Esto es una puta pesadilla, joder...

Me hablaban sus lágrimas. No ella. Su mención a la frase que tanto le había repetido cuando compartíamos más nuestros me turbó el ánimo. Me trajo aromas grises de los tiempos que habíamos vivido. El querer ayudarla y no poder. Dios mío...

-¿Qué ha pasado?-le pregunté. Pero no obtuve la respuesta que buscaba.

-Me estaba matando. Ya no me dejaba vivir. No he podido más. Entiéndeme, ¡no me dejaba vivir! Y, no sé... No sé por qué estoy aquí, contigo, pero me acordé de ti, de nuestros sueños constantes, tus ánimos... Me voy a volver loca. No puedo, no puedo...

Ahora sí, di un paso decidido y la abracé aunque al principio se quedó muy quieta, en tensión, hasta terminar por relajar su cuerpo y vencerse. La noté a punto de romperse. No comprendía o no quería comprender, pero quería volver a mirar sus ojos sin barreras de cristal líquido. Qué más daba lo que hubiera pasado... Ella estaba ahí. Con sus manos en mi espalda cansada, sollozando en un silencio que me bramaba demasiado. Se separó de mí.

-La he matado, joder, la he matado...- y cerró los ojos, como queriendo despertar, mientras yo volvía a abrazarla para evitar que se quebrara y los pedazos de su alma se desparramaran por el suelo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Justo antes de escribir una historia divertida cuyos personajes están inspirados en mis amigos, me he pasado por tu blog y grata sorpresa encontrar esta maravillosa historia.

Casi se podría poner una cámara en un rincón de la habitació y dejar que lo captara todo. Emociones intensas.

Te sigo leyendo...

¡Un saludo!