sábado, 29 de noviembre de 2008

Acabo siempre en la misma pregunta. ¿Por qué, si antes me calmaba el llanto, me lo desata ahora? Creo que es precisamente por sentirme nada ante su capacidad destructora. Por tener la impresión de que consigue lo que quiere y, lo más importante, que yo me dejo.

Hay batallas que no se pueden vencer, igual que hay luchas que no acaban nunca y que terminan por desplazarse sigilosas de un sitio a otro del campo de batalla, librándose en distintos momentos pero siempre, siempre, dejando tras de sí un rastro de furia y resignación que crece.

No voy a conseguir nada siendo yo la que se arrastra en aguas pantanosas de un lado a otro secándose los ojos, torciendo la cabeza para que nadie la vea. Conseguiré mucho más si me construyo una cabaña a su orilla, y me espero ahí, definitivamente, a que la suciedad vaya bajando. No quiero despertarme dentro de mucho tiempo y sentir punzadas de dolor si pienso, si recuerdo. Prefiero no sentir nada.

Me quedo con mis canciones infinitamente tristes, las miradas de complicidad con mi hermano, las conversaciones que no me importan en absoluto y el temor a que ese sentimiento repugnante que me aflora en determinados momentos se apacigüé, poco a poco, con mi alma erizada. Saber que afuera tengo algo, también, ese rayo de luz que parpadea, las risas sin destapar.

Al fin y al cabo la rabia se calma con la sal de las lágrimas, y cada vez nace más débil. Me voy dando cuenta de que ya queda poco, que si ella acaba escuchando siempre lo que quiere escuchar, me va a dar igual pronunciarme que no. Así que, mi silencio aquí, mis ganas de gritar allá. Donde sé que se me puede calmar y desatar el llanto a partes iguales, sin reproches y sin frases que se repiten en la más absurda de las travesías. Dos no discuten si uno no quiere.

jueves, 27 de noviembre de 2008

La razón que me llevó ayer por la noche a pensar en el aliento cercano de la muerte ha venido a clase cabizbajo y con los ojos nublados de pena. Tal vez fue casualidad que ayer, justo ayer, me empezara a hablar para interesarse por el examen de matemáticas, y acabara contándome que no podía dejar de llorar y de pensar en ella. Me preguntó que por qué. Que por qué pasaba eso. Y no supe más que contestarle que ese porqué no existe, pues si lo averiguáramos el mundo se convertiría en un caos constante y superficial que acabaría por volvernos locos a todos.

Cuando he querido buscarlo, con esa incomodidad extraña en el estómago, no he podido encontrarlo y ha sido saliendo de clase cuando lo he visto. Apoyado en el marco de una puerta. "Hago el examen y me voy. No... no digas nada a los profesores si preguntan, ¿vale?", me dice de repente. Le he preguntado que qué tal estaba y he visto en sus ojos titilar la respuesta. No sabía muy bien cómo actuar... Sentía un vínculo frío que me unía a él porque explotó su monstruo interno en mi cara. Me ha parecido ver a los brazos buscándose, pero no he llegado a abrazarlo. Sintiéndolo casi como un desconocido, no me he atrevido, aunque ya hubiera pasado antes, pero siempre bromeando. "Hago el examen y me voy al entierro... De mi mejor amiga".

martes, 25 de noviembre de 2008

Estoy muerta de sueño. Los párpados me piden un poco de tregua y me exponen su deseo de cubrir de negro a mis negras pupilas. Pero yo, sin embargo, me empeño en darles largas accionando el botón de mis pensamientos.

Y no pienso en el examen de mañana, ni en si podré o no dormir siesta para aguantar mejor la tarde; tampoco pienso siquiera en a qué se debe el silencio esta vez de papá, por qué se ha vuelto a encerrar en sí mismo y no deja entrar a nadie. Me ha dado por pensar en las huellas, y en cómo el mar acaba borrándolas por mucho que se empeñen en ser profundas. En que él, con su lengua salada, borra el camino.

Y otra vez estoy aquí. Hablando de caminos. Con la mesa llena de bolígrafos y apuntes dispares que se me antojan ahora el lenguaje de la esquizofrenia. Si estaré haciendo bien, y por qué estoy tan segura de que me estoy equivocando a cada paso. No obstante, me queda agarrarme a que si hay equivocación habrá lección, algo aprenderé, algo se adherirá a mi piel para tenerlo en cuenta más tarde.

Inmediatamente otro pensamiento clarea entre la negrura de este otro que pesa tanto en el dolor que tengo desde hace dos días en la parte derecha de la cabeza. Y es el de seguir, seguir con las pequeñas cosas, seguir escribiendo palabras que no me atrevo a enseñar y se quedan en los cuadernos viejos y que casi siempre hablan de él. Pensar en cuánto me gusta el polisíndeton y el asíndeton y en que abuso demasiado de ellos. Lo mismo que la adjetivación seductora. Reír de vez en cuando y reírme de mí misma.

Quedarme con esa luz, que a veces bizquea, pero que otras irrumpe con fuerza y me ayuda a no seguir andando a tientas y con el corazón amordazado. Ese rayo de luz que me da los buenos días, y está aquí conmigo ahora en la noche, y me llena de historias. De besos, de nervios, de miedo, de risas, de aliento.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Me temblaban las rodillas. Porque me he sentido vibrar a cada verso. Con ellos. Me temblaban las rodillas después del mayor espectáculo que estremece mi alma, pero esta vez desde fuera, no desde dentro.

Me he sentido cansada, como si se hubiera desarrollado un frenesí dentro de mí cuando las luces se apagaban, y se iluminaban los torsos de ellos, sintiendo la luz caliente de los focos, la valía confiada a la memoria, volar sin alas siendo otro.

Uno de ellos tenía siempre los ojos llenos de lágrimas. En su voz desgarrada he sentido esas mismas fugas de agua y sal en mis mejillas, y aún las siento, mientras su cuerpo se estremecía, desnudándose para nosotros. Que soy amor, que soy naturaleza. La voz grave del otro te revolvía los cabellos, los míos, de punta a lo largo de los brazos. He sentido la cercanía de ambos, ese beso que moría en el aire antes de llegar a nacer, la impotencia de la pasión cortada. Los he sentido libres y lastrados al mismo tiempo, a los dos, mientras hacían de los tablones de ese escenario su hábitat natural.

Y se me ha ocurrido la locura infinita de ser como ellos. Me he asustado al pensar que quizá no esté siendo sincera conmigo misma, que me dé miedo, precisamente, ser libre. Tremendas ganas de gritar que quiero quedarme sorda de aplausos, y llorar cuando caiga y volverme a levantar mil veces ayudada del escalón que me separa de la realidad cuando me dejo ir con quien me toque en ese momento. Es otro mundo totalmente distinto.

Aunque nadie me escuche y crean que es una ilusión que se desvanecerá con mi alma de niña, a pesar de que piensen que el arte es secundario, que no forma parte de mí. Si nadie quiere escucharme, no importa, tengo la voz entrenada para atronar patios de butacas enteros. Pero no quiero pensar qué será de mí si la desazón se me apodera, si pienso que tienen razón, si no me lanzo como se lanzaron ellos.


De momento tengo el agotador deseo de no ser finita. De mezclarme con ellos, y no ser una más. De que sean ellos, vosotros, los que vibren, vibréis, conmigo. Y no yo la que vibre con ellos a cada verso, a cada frase subrayada en amarillo en el texto. Hoy oigo al teatro, que me llama, que me dice que si creo en él no estaré sola.

Oye mi voz rota en los violines.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Es inmensamente distinto recorrerlo sola. Puede hacer el mismo frío, que se me cuela por la nuca ahora indefensa y me produce cosquilleos en la espalda, o el mismo calor asfixiante, la ropa pegada al cuerpo, la sed en la lengua. La distancia es la misma, igual que el tiempo a consumir, así como los edificios que adornan el tramo.

Parece que todo está más en calma, si voy yo sola. Siento el tiritar de los árboles en mi piel misma, y escucho el crujir de las hojas bajo mis pasos. Es lo mismo, si lo miras desde fuera, pero yo sé que hay algo que cambia.

Tampoco la noche es la misma si nadie me acompaña. A decir verdad, me encanta que ahora anochezca tan pronto. La oscuridad que enseguida se cierne sobre mi escritorio me da un aliento gélido pero esperanzador, como un soplo de intimidad, y sé que en la oscuridad mi mano se va a cerrar más en torno a la suya. Sobre todo si hace frío, si las mías están frías, si niega ya mis ganas de excursionarlas por las laderas de su vientre con una mirada de aviso. Rompe el juego, pero mis dedos siguen planeando recorrer su espalda un día de éstos.

No es el mismo cruce sin semáforo, ni la misma farmacia que hace esquina, ni el mismo banco donde estaba sentado aquel día, con su mochila roja y negra, desorientada yo, también de rojo y negro mis emociones.

Es distinto recorrer el trecho de su casa a la mía sola, sin el objetivo de mis planes y excursiones futuras, sin que le hable a Mirca, ni sonría con esas arrugas en los ojos... Sin que me bese en mi portal, y volverme, arriesgando mi integridad física, un segundo antes de subir las escaleras. Y verlo, casi siempre, al otro lado del cristal. Recordándome por qué es tan distinto llegar a casa si me coge él de la mano...

viernes, 14 de noviembre de 2008

No pensaba en nada en concreto. Se concentraba en la canción que sonaba en sus oídos, en cómo la identificaba con esa persona. Sonreía, pero en realidad seguía notando esa tristeza que se le pegaba en las mejillas, la misma que la hacía estallar y romper a llorar los viernes por la noche. Cuando más sola se sentía.

Llegaba tarde, como siempre que tenía que acudir a su academia de dibujo. Ya casi iba a dejar las piscinas atrás cuando vio a aquel pelirrojo y su novia, sonrió con más intensidad al ver cómo estaban agarrados. Casi sintió las ganas de verse que habrían guardado durante toda la semana de clases. Se dijo que no los iba a molestar, que en una hora los iba a ver, así que siguió caminando. Pasó el primer tramo del paso de cebra doble y el semáforo se puso en rojo asaltándola en la mitad. Bufó, fastidiada, porque siempre le pasaba lo mismo. Miró su reloj digital. Las 17:07. Como siempre.

Se sintió ridícula, odiando esa estúpida rutina, queriendo algo que no sabía qué era. O tal vez sí, y lo ocultaba.

Mientras esperaba a que recuperara su supremacía el hombrecillo verde del semáforo, alguien le tocó en el brazo y se quitó un casco. No lo conocía, y se asustó. La calle está llena de gente, tranquila, no puede pasar nada, pensó.

-Todo lo que has vivido hasta este momento ha sido mentira. Así que párate y ponte en marcha de nuevo. Estáte preparada.

No entendió sus palabras y su mirada sonó recelosa. ¿Qué estaba pasando? Las 17:08. ¿Y el semáforo?

-No has sentido, no has hablado, no has descubierto nada. Todo una ilusión.

Y el sujeto en cuestión se fue, soplando levemente hacia el semáforo al mismo tiempo que se ponía en verde. Desconcertada, siguió su camino. Una ilusión... Sin saber por qué sintió un calor extraño. Como un sabor a esperanza.

Llegó a su academia y se centró en el lápiz de carbón y su dibujo. Pensó que esa máscara de mármol la estaba motivando de veras y que debía contárselo a alguien, pero por unas cosas o por otras comprendió que no llegaría a pronunciarlo en voz alta. Una intuición, mientras volvía a notar ese gris en la mirada. No pensó demasiado en aquel hombre, y en sus palabras. Tenía la mente centrada en lo de siempre, en lo que no quería hacer pero iba a hacer, en las obligaciones, en la amargura debajo de la lengua. Siguió dibujando. Intentando no pensar en nada.

Más tarde, en el refugio hirviendo de la ducha, volvió a recordar el hombre de aquella tarde y lo que le había dicho. Se enjabonó, poco a poco, con el ceño medio fruncido. Cuando volvió a poner en marcha el agua y empezó a pasar sus manos por todo su cuerpo, como siempre hacía, se paró en su tripa.

Ese día no pensó en ella como algo desagradable, ni se la estiró hacia arriba para ver cómo quedaría atractivamente plana. No, ese día no. La palpó con suavidad y algo extraño le rozó las yemas de los dos. ¿Qué pasaba? Se llenó la boca con un poco de agua y la escupió un par de veces, aunque le habían dicho que eso era una guarrada. Solía hacerlo.

Y se dio cuenta. En ese momento, acariciando su tripa de nuevo, se percató. Antes, ahí mismo, en el centro, tenía un ombligo. Un ombligo. Pasó sus manos una vez más por ahí y, sintiéndose en paz, pensó en sus clases de religión del colegio, y en Adán y en Eva, y si tendrían ombligo ellos, en ese viernes, en los que vendrían, en los que vinieron pero en realidad no hicieron acto de presencia. Pensó en qué venía ahora, en lo maravillosa que estaba la vida sin empezar, en el sueño tan desequilibrado que había tenido durante dieciséis años... En que, ahora que podía, al despertar, elegiría ser otra persona que no fuera ella.

domingo, 9 de noviembre de 2008

-Eh, ¡espera! ¿Adónde vas, si se puede saber?

Cierto era... Hacia dónde dirigía sus pasos. La última vez que se marchó con el petate al hombro ansiaba encontrarse a sí misma y volvío habiéndose perdido por completo. Y ahora, mientras el Domingo la desarmaba una semana más, no sabía qué contestar. Adónde iba.

-No... no lo sé.

Evitó mirar a nadie, pues odiaba las miradas contemplativas en ese momento. En el momento en que no tenía piel, ni huesos; simplemente era una sombra como cualquier otra, que alimentándose del recuerdo se hacía cada vez más y más etérea. No supo contestar, ya que no sabía adónde iba. Ni siquiera se había marcado un destino. Estuvo meditándolo durante unos minutos, hasta que comprendió que lo que ocurría en realidad era que solamente quería huir. Huir. Y para huir no necesitaba destinos, tan solo dejar de ser una sombra semitransparente.

Cerró los ojos y se miró hacia adentro. Vio muchos deseos, muchas lamentaciones, pocas ganas de ser lo que le habían dicho que fuera. Más perdida que nunca, no sabía a qué agarrarse. Sólo disponía de la soledad que le helaba el alma ahora mismo, sola como estaba, colándose contundente por los pliegues de su pijama.

Sabía que tenía que seguir hacia adelante, pero era la añoranza gris la que la ataba aún aquí. Porque añoraba, y mucho, y añorar solamente conseguía que aumentara esa sensación de vacío, de ser dolorosamente única, y prescindible.

Finalmente, no le contestó. Echó a andar despacio sin petate y sin destino. Aceptó que quería huir y aceptó también que no iba a volver a encontrarse consigo misma. Y, mientras andaba, pequeñita como era, pensaba en esas palabras, esa pregunta, ese frío, esas ganas que se enquistan, arrugadas, debajo de la cama.

martes, 4 de noviembre de 2008

Es estar divagando un buen rato. Y acabar borrando todo lo que habías escrito. Porque si estás triste estás triste, días malos tenemos todos. Y no quiero escribir que la monstruosidad está tapiando las ventanas de mi alma -o eso intenta-, y que mira a las demás antojándoseles hermosas todas y metiéndose con mis ojeras y mi pelo despeinado.

Para qué construir oscuros laberintos de palabras que acaben diciendo lo mismo, lo de tantos otros días. Pero, eso sí, añadiendo el puntito de luz veraz. El que te dan ellos con sus abrazos temerosos. El que te da él, aunque ya no quieras ni decírselo, porque crees que al final se acabará cansando. Ese puntito de luz. Y la canción. La canción. Esa que dice que ha visto días grises en días soleados.