lunes, 30 de junio de 2008

Dicen que ha estirado las horas, peligrando en el abismo entre la petición y la exigencia. Cree que ha estirado la esfera del reloj para que le mienta e intentar suavizar la situación. Lo que no ha podido estirar es su semblante; es difícil para ella camuflarlo y presentarlo seco, sin ninguna tormenta bailando detrás del cristal transparente de sus ojos.

Se le han enquistado los gritos y las miradas dentro, muy pegados al alma, y ha intentado esconderlo tiñéndose de rojo y dejándose arder. Palabras impregnadas de veneno que retumban en las paredes. De vez en cuando le sigue doliendo, pero no hay pomadas ni operación común y realizable.

Ha roto la cerradura de su boca para así no tener que tragarse la llave. Engullirla significaría seguir teniéndola abierta. Antes de ello se ha relamido los labios y ha murmurado un par de juramentos entre agua y sal. Ha intentado evitar formularse las mismas preguntas que se acumulan en el bulto incómodo de su garganta. En vano, porque la han golpeado con violencia hasta que la duda se ha adueñado de todo el lado derecho de la cama.

Se ha equivocado y los labios le han sangrado por dentro de palabras que tendría que haber liberado, en lugar de escupirlas a duras penas, de desear unas gafas oscuras que la escusaran de esa chispa en sus pupilas. Ha temido dañar la puerta del mundo que le sirve de refugio, incansable, de duras manos y abrazos que invitan a pasar la noche allí y no volver a pisar este otro mundo. Evita tener que poner la palabra su delante de uno de los dos. Aunque sabe la respuesta.

Ha recogido en silencio los pedazos de la percha que ha roto al colgar su falda. La rabia quiso colgar el rostro serio, las ganas de que esto cambie, su infancia. Pero no pudo.

martes, 24 de junio de 2008

Una de las cosas por las que no me gusta poner orden en mi habitación es porque sé lo que me puedo encontrar. Es una especie de amor extraño... Saber que estoy atada a los vestigios de mi vida que encuentre, porque no son más que partes de mí, y querer reencontrarlos, pero al mismo tiempo evitar ese choque. Ese choque que probablemente desequilibrará mis pasos, arrebatándome los frenos entre tanto estruendo de imágenes pasadas.

He tenido parte de mis dibujos en las manos. Dibujos en páginas sueltas, desde hace unos cuatro años hasta hoy mismo. Me han dolido y no sé por qué. No salen de mi cajón, y no me parece justo. He sentido que en cada uno había volcado una parte de mí que esperaba ver el sol y que los he dejado a oscuras sin más, propiciando que yo me fuera quedando, a su vez, inquietantemente vacía. Me han entrado ganas de ayudarles un poco más a respirar... Y no he sabido cómo.

He pensado en por qué los hice. En todos los viernes desde hace diez años, por qué esa imagen, por qué esos ojos, qué esperaba encontrar en ellos. Me he preguntado si esperaba que alguien me dijera lo bonito que era, que se parecía a la persona en cuestión... Pero no quería eso. No sabía, ni sé, lo que quiero. Y me han dolido, sin saber de nuevo por qué. Me ha dolido observarlos en silencio y ordenarlos para volver a guardarlos en el cajón.

Los he sentido huérfanos, nada míos. Y me han producido una confusión extrema. ¿Qué hago con ellos? ¿Los condeno a ser recuerdos, sin más? ¿Por qué parece que lloran desde sus ojos de carbón, de tinta azulada o polvo de sanguina? Cortándoles las alas, llevando a cabo un asesinato que atenta, a mi juicio, contra el breve fulgor de arte que pudiera albergar dentro. Tal vez era eso. Que ya no siento el arte, salvo en contadas ocasiones. Que los tengo a centenares, viejos o nuevos, en color o en blanco y negro o tonos sepias, unos contra otros, guardados, sin luz.

Sin luz... Quizás he sentido miedo de ser como ellos. De que unas manos gigantescas me guarden sin pedirme permiso, de no salir de entre las sombras. De ser recuerdo y brisa lejana en mentes ajenas, de traer tonos grisáceos a los paisajes de atardeceres o los rostros juveniles... Sólo con mirarlos un instante.

domingo, 22 de junio de 2008

-Necesito salir de aquí.

-Pues nos vamos a dar una vuelta, ¿eh? Tranquila, anda, que ahora nos vamos...

Ella sonríe, a su pesar. No la entiende. No entiende que lo que de verdad necesita no es abandonar la habitación, ni salir a ver si los árboles de la calle se han acercado más al sol o no. Lo que necesita es irse, ser ella más que nunca, irse de todo, sin preocuparse en volver a la hora que sea, en mirar el reloj. Se deja caer en el sofá y suspira. ¿Tan difícil es? Evita mirarse en el espejo que le queda delante porque justamente es eso lo que quiere evitar. No quiere verse. Quiere dejar sus ojos en esa butaca y volar lejos. Quiere dejarse toda ella, y no depender de su imagen, de las formas que adivina en el cristal del baño cuando va de madrugada a la cocina y pasa por delante. Siente una punzada de dolor en los pies y se enfrenta con el cansancio. Otro motivo para olvidar también sus pies y marcharse. Desea probar las nubes por fin. Algo tan sencillo como volar...

Pero está allí. Y todos creen que lo que quiere es ir a caminar. No comprenden que ya no quiere caminar, ni hablar, ni saborear, ni tocar con las manos. Quiere vencer la jaula de piel y huesos en la que se siente encerrada e irse. Ojalá pudiera dejar su cuerpo ahí sentado y marcharse, toda ella, hermosa, hacia ninguna parte.

miércoles, 18 de junio de 2008

De repente te ves obligado a hacer hoy lo que siempre dejas para mañana. Y no tienes otra opción a la que agarrarte: sin guantes, ni ganas, ni nada, comienzas a escarbar en el pasado.

Vas descubriendo espinitas que siguen arañando la piel desde la distancia, y te sorprendes de que su sabor agrio siga allí. Continúas intentando dejar todo limpio, pero ya vaticinas que te va a vencer la paciencia y no vas a poder. Te topas con el aroma inconfundible del recuerdo, y sus reproches, por mantener una parte de él escondido. ¿A qué juegas?, parece decirte mientras te llenas de gris y polvo de imágenes gastadas. Preparas los puños por si viene, siguiendo maliciosamente a la nostalgia, la melancolía. A esa hoy no la vas a dejar pasar, porque sabes que tu ánimo anda con la guardia bajada, así que te preparas.


Sigues empeñándote en hacer las cosas a derechas, pero cada vez más cansada, con más turbulencias por dentro causadas por la regresión inminente. Acabas por dejarlo todo torcido y no importarte. Te tumbas a la sombra de la desgana y procuras que el recuerdo no te haga demasiado daño cuando pasa por encima tuyo.


Has decidido que te da igual. Que te quedas con el ahora y con lo que venga. Que hay que echarle demasiadas ganas y demasiado empeño para querer entenderse con el recuerdo sin levantar la voz... Al fin y al cabo, os tenéis atrapados, los dos, porque os necesitáis. Los dos. Enrevesado y simple círculo vicioso...

La humedad que encharca ligeramente mis ojos va resbalando poco a poco por las mejillas, yendo a morir en el primer obstáculo, dividiéndose en cachitos apenas visibles que hacen honor al tema del día, al agua. Voy a mancharle la camiseta, pienso. Pero se está tan bien allí metida que no quiero separarme. Y noto que me abraza más fuerte -o tal vez es mi imaginación, que lo desea- y permanezco allí lejos del mundo.

Porque me va transmitiendo la luz que emana, dándome calor por dentro y secándome el rostro, lentamente, desdoblando con dulzura las puntas malheridas de mis alas.

De tanto desconcierto de primeras, impotencia y decepción; para que luego vengan sus brazos que me reconfortan, sus labios posados suavemente en mi pelo que me mantienen de pie, el horizonte cercano de su sonrisa, que está ahí, irradiando luz... Me va a explotar el alma, pienso. Pero sé que si eso ocurre estarán sus manos, grandes y trabajadoras, dispuestas a recoger los fragmentos y recomponerme si hiciera falta.

martes, 10 de junio de 2008

Permanece aún el sabor que el libro le ha dejado rondándole los labios. Se ha cansado de fórmulas físicas y se ha dejado seducir por el placer de la lectura. Apretándose bien el cinturón, se ha dejado ir lejos de las cuatro paredes naranjas de su habitación y se le ha escapado la tarde entre los dedos. Lo más delicioso es que no se arrepiente.

Ha sentido un torrente turbulento de sentimientos al acabarlo, al terminar de devorarlo. Se ha sentido dichosa, y feliz, ha querido irse de allí y echar a volar, se ha creído capaz de todo simplemente por contar con alguien que le espera. Ha leído sobre amor y siguen resonando las voces de los protagonistas en su mente. Ellos se han ido a llenarle el alma a otro, el rostro que ha presidido sus ojos sigue ahí, dándole calor.

Piensa en el vacío que se le queda, frío y amigo, muy dentro cada vez que se terminan las palabras. Esta vez ha sido distinto. Esta vez llevaba un nombre, un destello ambarino y travieso, un anhelo y una necesidad imperiosa de abandonarse a él rompiendo las esferas de todos los relojes a su alcance. Siente los corazones adolescentes de la realidad irreal de aquel libro como el suyo propio. Quiere dejarse llevar.

Siente unas ganas terriblemente reparadoras de besarle. De irse en zapatillas de estar por casa a buscarlo y encaramarse bien a sus brazos, contándole con su silencio tan habitual lo que acaba de leer. Quiere sentirse de nuevo una niña con sus bromas, perdiéndose entre la sonrisa contagiosa que intenta mirar impasible, odiando con amor esa risa que es capaz de poner en marcha la energía mecánica de sus sentidos.

Ha decidido que en cuanto cierre los ojos irá a buscarlo. Que va a salvar la distancia física que los separa y va a cumplir esas ganas de besarle. Y así poder escribir con la tinta de su lengua una historia para los dos. Y usarla en momentos como éste, en los que sus pies tiemblan rebeldes y su muñeca se voltea una y otra vez para poder ver qué hora es y preguntarse por qué aún es tan pronto.

sábado, 7 de junio de 2008

Es el miedo haciéndose un hueco en mi cama, provocando que quiera ser capaz de levantarme pero, por otro lado, él mismo me haya anclado al colchón con fuerza. Son las palabras que me desordenan el alma por dentro. Como un huracán que me pilla de improviso, aunque en el fondo supiera que tarde o temprano iba a llegar.

Este miedo a que se arranque de raíz la rutina, y cambien las cosas que constituyen los cimientos de mi día a día. No sé si sería capaz de andar sin tropezarme siempre si algo así ocurriera, creo que mi desorientación sería tal que acabaría dando vueltas sin sentido, hacia ninguna parte. Pero en sus semblantes veo la huella implacable de los años, y el cansancio, tan mal compañero de lo que se repite sin descanso una y otra vez y no trae nada bueno...

Y sentirme impotente. Con el agua escurriéndose entre mis dedos, sin poder atraparla para calmar la sed. Y es que este miedo me sigue dejando paralizada, aferrándose con fiereza a mis articulaciones. Lo peor es cuando se mezcla con el aliento de las promesas rotas y ambos se compinchan para erigir castillos en el aire, para envolverme en el qué pasará, en el cómo va a acabar esto.

Son los ojos hinchados y la voz que escucho amortiguada. Fingiendo que no he escuchado nada, mordiéndome los carrillos a ver si así pasa esta sensación de inutilidad. Y el sonido de los pañuelos de papel... Y la puerta cerrada desde dentro mientras los sollozos se intentan apagar en vano desde el baño, también cerrado. Tabiques separados por abismos a miles de kilómetros. El peor silencio que puede habitar esta estancia.

Y todo ello acaba conmigo, acurrucada, arañando el edredón, sintiendo el inconfundible sabor de la sangre que sale sigilosa por mis carrillos, sin creerme con ningún derecho de volcar esto en llanto. Soñando, despierta y con las manos en los oídos, con tiempos de dragones y princesas que olían distinto, no como el olor de esta mañana de sábado que escuece mucho después de haberse quedado tatuada en mi piel.

domingo, 1 de junio de 2008

La encontró contando los cristales rotos que había recogido del suelo. No quería dejarse ni uno, para que nadie se diera cuenta de que había vuelto a ocurrir. A primera vista, el suelo aparecía liso, sin nada que llamara la atención. La observó más detenidamente y se percató de que iba descalza. Le asombró esa manera que tenía siempre de confiarse cuando se rompía, como si quisiera decir que sentía que, después de eso, ya no tenía nada que perder.

-Te has dejado uno. Allí-. Y le señaló con su dedo, fino y elegante, el pedacito de cristal que había pasado desapercibido.

Ella no dijo nada, como siempre. Se limitó a recoger con manos temblorosas el trozo de cristal indicado, andando hasta allí de puntillas, y envolverse en el silencio que se pega a la piel después de las tormentas. La siguió mirando sin pretender parecer sigilosa, sabiendo que ella sabía que estaba fijándose en lo que hacía a cada instante. Como siempre hacía en esos instantes de turbación y agonía.

Cuando creyó que ya tenía todos los trozos reunidos de nuevo, miró al frente efímeramente y suspiró, tragándose las ganas de esparcirlos de nuevo por el suelo abaldosado. Los acarició con dulzura mientras la tristeza le estiraba la sonrisa.

Mientras ella se disponía a construirlo de nuevo, su alma se marchó sabiendo que iba a volver a verla muy pronto. En cuanto el cristal de sus ojos volviera a quebrarse.