jueves, 31 de julio de 2008

La cabina acristalada hizo que me diera cuenta de que no quería barreras. Sonreí cuando casi pasé de largo y pensé si era cierto lo que dice, que le gusta tanto mi sonrisa. A mí no me entusiasma; resalta mis pómulos y no es algo que me agrade demasiado. Sin embargo, sí sé que me encanta la sensación de estar sonriendo de verdad, sentir cómo se cae a pedazos la capa de monotonía que había cubierto mis labios cuando los estiro en esos momentos. Cuando sonrío de verdad siento que me lleno de luz, y esas sonrisas son siempre las que toman la luz prestada de otras almas, otros dientes, otras voces.

Él sonrió también. Efímeramente, porque estaba atendiendo a un hombre en un asunto que al uno, por lo que oí, se le antojaba grave. Y debía mantener el rostro serio. No obstante se le escapó esa sonrisa fugaz y supe que me hacía falta.

Cuando por fin pudo desembarazarse de su puesto me encontró con la cara rozando el tono de los tomates de huerta maduros, el sofoco del calor tan horrible que no había añorado nada y la sonrisa enfocada al sol que ya le iba dando un poquito de luz a mi polvorienta noche. Y ya mis mejillas le susurraron a la comodidad de su pecho, y acabé cerrando los ojos y accionando la parada de emergencia de mi tren.

Los reproches y ver en otros ojos que creen que les estás mintiendo, el sabor a rabia y la impotencia de ser eternamente diminuta se quedaron en él. Rumbo a la siguiente parada estipulada.

Me pregunté para qué quería siempre viajar al percatarme de que estaba en un viaje constante. Grité interiormente y comprendí que lo que de verdad quiero siempre es parar, parar, parar. Bajarme de este tren caluroso y frío al mismo tiempo, romper los billetes, acampar en sus ojos y esperar a que me sujeten sus brazos cuando salto en marcha. Lo demás que siga su curso; puede que tenga que aceptar que este es mi tren pero mis paradas no son las mismas que las suyas.

domingo, 20 de julio de 2008

De repente, inerme, me han asaltado mientras leía textos ya conocidos que me han dejado un regusto amargo. Y desde entonces no han dejado de sangrar las transparentes y saladas heridas de mis ojos. Tal vez haya sido el temor. Un miedo tan brutal como desconcertante que me ha empujado de lleno contra la realidad.

Creo que todos tenemos el derecho de elegir. El mismo derecho que lleva implícito el riesgo a equivocarse y el deber de aceptar nuestros propios errores. Los mismos errores que nos conducirán por un camino u otro y pintarán de distintos colores nuestras noches de insomnio. Y por ello creo que me ataca tan de frente esta soledad especial, la que duele con picardía, la que enseña los dientes cuando estás rodeado de personas. Porque este camino que me estoy construyendo poco a poco se está desviando demasiado.

No sé por qué me está carcomiendo tan dolorosamente el alma este viaje. Si todavía no ha empezado. Quizás porque siento que comenzó hace semanas. Un tránsito tembloroso hacia otra etapa, una etapa de pasos decididos y cada vez más alejados por el que empiezo a llamar mi camino. Me asusta. Esta sensación de vacío que me espera al doblar cada esquina de esta casa que se me viene encima, el sentirme una desconocida, el evitar los espejos de madrugada porque me devuelven una mirada que brilla demasiado. No voy a rehuirlo; espero afrontarlo a pesar de todo, a pesar de que ya no sienta que puedo llamarle a esto hogar. Si me equivoco el riesgo estará cumplido. Si no me arriesgo nunca podré escarbar más allá de la monotonía gris y llana que me aplana los sentidos.

Sin embargo ahora no deseo otra cosa que apartarme de todos los caminos, del que intento seguir y del que intentan que siga. Ahora sólo quiero que cuando despierte dentro de unas horas no lo haga en mi cama sino en la suya. No quedarme dormida abrazando un libro sino apoyada en su pecho y atrapando los sueños que se le escapan. Estar atenta a los temblores que lo agitan y delatan que ya está profundamente dormido. Dejarme nutrir por su aliento, y nada más. Que se acerque y tapone mi mirada herida, mientras me besa para deshacer el nudo que aprieta inclemente el centro de mi garganta.

miércoles, 16 de julio de 2008

La tormenta era sobrecogedora. Como siempre, maravillosa en ese punto de la noche en el que no hay sueño ni energía, simplemente una naturaleza tan brutal que se escapa hasta colarse en cada rincón de tu ser. Esa noche, no obstante, era distinto. Me encontraba aguardando, a la espera de algo que me retorcía el estómago desde dentro, subiendo por mi pecho hasta llegar a mi mente y agitar los recuerdos.

"¿Estás en casa? ¿Puedo pasarme? Por favor... No sé adónde acudir".

Esa última frase otorgó un matiz amargo a la dulzura de las primeras. Me necesitaba, como último recurso, pero mi nombre también bailaba con su alma de vez en cuando.

Cuando por fin llegó la encontré peligrosamente hermosa. La lluvia había marcado regueros de furia por su ropa vieja. La ropa que siempre se ponía cuando no tenía ganas de hacer nada en especial, cuando no quería sentirse guapa. Sin embargo estaba deslumbrante. Desde sus ojos también se asomaba ese líquido que en sus mejillas se me antojó agua de luna. La única luna que podía alumbrarme. Nos quedamos parados un instante, un minuto, una vida, un mundo, hasta que la invité a entrar. Le vi la piel pálida, demasiado pálida, y cómo temblaba por dentro.

-¿Te acuerdas de nuestros sueños?-me preguntó. Me pilló con la guardia baja, mirándole las pestañas, así que parpadeé para sacudirme la sorpresa.

-Claro-alcancé a responder. Reconocí en sus palabras cuando volví a tragarlas la que nos unía a los dos en un vínculo más fuerte que un par de sílabas. Nuestros-. Nuestro "no querer despertar".

Me miró como temerosa mientras comenzaba a llorar de nuevo. No supe qué hacer. Sí sabía lo que quería hacer, pero no sabía si iba a ser adecuado.

-Quiero despertar-me dijo-. Porque esto ya no es un sueño, ¿comprendes? Es una pesadilla. Siempre me lo decías, siempre... "No te dejes, no te dejes, despierta y levántate"-rememoró mis palabras de hacía tanto tiempo-. Lo he intentado, ¿vale? Y no he despertado. Esto es una puta pesadilla, joder...

Me hablaban sus lágrimas. No ella. Su mención a la frase que tanto le había repetido cuando compartíamos más nuestros me turbó el ánimo. Me trajo aromas grises de los tiempos que habíamos vivido. El querer ayudarla y no poder. Dios mío...

-¿Qué ha pasado?-le pregunté. Pero no obtuve la respuesta que buscaba.

-Me estaba matando. Ya no me dejaba vivir. No he podido más. Entiéndeme, ¡no me dejaba vivir! Y, no sé... No sé por qué estoy aquí, contigo, pero me acordé de ti, de nuestros sueños constantes, tus ánimos... Me voy a volver loca. No puedo, no puedo...

Ahora sí, di un paso decidido y la abracé aunque al principio se quedó muy quieta, en tensión, hasta terminar por relajar su cuerpo y vencerse. La noté a punto de romperse. No comprendía o no quería comprender, pero quería volver a mirar sus ojos sin barreras de cristal líquido. Qué más daba lo que hubiera pasado... Ella estaba ahí. Con sus manos en mi espalda cansada, sollozando en un silencio que me bramaba demasiado. Se separó de mí.

-La he matado, joder, la he matado...- y cerró los ojos, como queriendo despertar, mientras yo volvía a abrazarla para evitar que se quebrara y los pedazos de su alma se desparramaran por el suelo.

lunes, 14 de julio de 2008

Si me miro estás tú ahí. Aferrado a mis pupilas, siempre sonriendo esté o no enojada, siempre brillando ligeramente para que yo pueda ver que sigue sin apagarse la luz de mis ojos, luz que no es otra que la tuya. La que me llegas a dar.

Cuando me tropiezo sigues estando y me atuso como puedo los cabellos mientras sé que me sujetan tus brazos. Es extraño sentir que me miras constantemente, aunque no sea así; sentirte ahora mismo posando las yemas de tus dedos en mis muñecas para darle fuelle a mis manos y vencerme al intento de terminar las frases con un punto que no es sino tu rostro.

Porque si me dejas sigo jugando, con el peligroso aliento de fuego que se me enreda en la mirada si te veo, si me rozo la herida que acaban de hacer tus dientes y noto cómo se frunce mi ceño. No sé cómo, pero a veces me es imposible dejar de reír. Otras, en cambio, siento que abro un abismo porque mi expresión cambia, porque quiero pensar que entonces no te deseo, y me arde electricidad bajo la piel. Hasta que me calmas si me tomas de la mano.

Ahora mismo me estoy viendo mientras escribo y puedo asegurar que te siento, esperando, aguardando a que cierre los ojos y mi respiración se ralentice para colarte bajo mis sábanas y susurrarme los sueños que llevan tu nombre. Yo también te espero, dispuesta para jugar, arriesgándome a enfadarme, a fingir odiarte y después dibujar tus labios con mi lengua si me dejas. Los sueños están aquí, avanzando al lado de la noche; ahora falta la chispa que los haga ser dulces.

jueves, 10 de julio de 2008

El chirrido de la escalera que portaba en su hombro derecho interrumpía la siniestra quietud de todos los principios de noche. Caminaba apresurada porque sabía que ya llegaba tarde, para variar, y no quería desatar la tormenta cuando llegara a su destino. Observó a una chica rubia que caminaba, deprisa también, por delante y echaba inquietas miradas de vez en cuando al lugar de donde provenía el desagradable sonido. La que llevaba la escalera pensó que, en la situación de la chica rubia, también se hubiera sentido incómoda, como acechada por una especie de peligro insalvable. La joven rubia aminoró el paso para que la otra la sobrepasara. Así las dos respiraron, sencillamente, más tranquilas.

Más tarde, ya en casa, bajo el agua fría de la ducha, volvió a recordar a la muchacha de pelo claro que la había visto como una posible amenaza. Mientras el agua le limpiaba la suciedad, la del alma, pensó en los gritos y en las miradas hoscas. En las palabras malintencionadas y en las preguntas que son lanzadas con cerbatana justo a donde duele. Se paró un minuto en rememorar las pocas ganas de abrazos y las muchas ganas de marcharse y encontrar un sitio donde estar a gusto. Le encantaba la ducha porque siempre pensaba, y estaba solamente ella; a veces, en cambio, la odiaba. Demasiada sinceridad.

Se preguntó también si tal vez un día saldría de la ducha con verdaderas ganas de salir de la ducha. Una tregua. Una regresión. Lamentó tener que dejar la fuente helada de pensamientos y que aquella chica rubia no se volviera para decirle algo, o incluso le gritara, retrasándole. Provocando que tuviera que interrumpir el camino que siempre la dejaba en casa, lejos del hogar y de chirridos de escaleras viejas que molestan.

jueves, 3 de julio de 2008

-Me da igual lo que hagas porque el tiro voy a pegármelo igual. Que te quede claro.

La miré brevemente antes de escupirle a la cara en mis adentros. Bueno, vale, pegátelo y déjanos a todos tranquilos de una puta vez. No soportaba esa absurda manía que había adquirido de dramatizar más y más, tanto que había acabado por no causarme preocupación alguna. Siempre igual, joder. Siempre igual.

-¿Sabes una cosa? Haz lo que te dé la gana.

Esta vez fue ella la que me miró protegida en su máscara de indignación y pavor, segura de que volvería a convencerla dulcemente de que no lo hiciera, de que la necesitaba. De cojón, ya estaba hasta las narices del numerito de siempre. De que amenazara con poner en peligro su integridad de una manera experta en cargarnos a los demás de culpabilidad y buenas intenciones. Que no, hombre, que no. Esta vez no.

-¿Qué?-me espetó. - ¿No te importa una mierda lo que me pase? ¿Es eso? Ah, el egoísmo... Estás bien ahí, ¿eh? Y mientras yo que me jodo de dolor y no te importa una mierda. ¡Mírame, joder! ¿Te crees que va en broma? ¿Eh?

Venga ya... La palabra mágica. Broma.

-Pues no es ninguna puta broma-siguió. - Esta vez te juro que cojo la pistola y...

No pudo seguir. Un estruendo siniestramente maravilloso me llenó los oídos ahogando sus palabras y a ella le llenó todo su ser, un estruendo con sabor a calor y metal. La pistola por fin se había disparado, después de tantas amenazas... Ya era hora. Sentí una tranquilidad extraña. No obstante, lamenté que ella no hubiera tenido las agallas suficientes para suicidarse. Tuve que mancharme yo las manos, pero ya estaba hecho. Ya no volvería a llorar de más, a no atreverse, a reírse de los que de verdad habían perdido el camino.