domingo, 26 de julio de 2009

Después de dos años me estremezco de igual manera. Recuerdo las frases, los nervios de cada momento, el miedo y las palabras de aliento que nos dedicábamos porque existía aquello que podemos designar como compañerismo. Se desintegraban entre mis dedos las ganas de más, de más veces, muchas más, pero el fruto era mordido cada vez menos a menudo, después de duros meses de trabajo... La recompensa era ínfimamente inmensa.

Esta noche, entre calores febriles, me han atacado las pesadillas. La primera, la más feroz, como siempre se desarrollaba en un escenario. Era la hora de la representación que está grabada a fuego en mi memoria; era el turno de mi boca y no sabía qué decir. Salía al paso como podía, arrasando conmigo todas las ilusiones de mis compañeros de grupo, los nervios de nuestra directora, un grito ciego para que se abrieran los tablones y me tragaran sin dudarlo. El pavor siempre, o casi siempre, me ataca en el mismo aspecto. Sabe dónde me duele.

No obstante, horas después, durmiendo con el ceño fruncido y en esa misma representación de teatro, un inesperado Jeremy Davies, actor también y no sé a santo de qué, me besaba en los labios y me preguntaba por qué no podía soltarme. En el estupor nocturno, lo reconocía en mi sueño como uno de sus roles más disparatados, sin duda, el nervioso Daniel Faraday de la serie Lost.

Por ello, me he levantado con el sabor agridulce de la noche y el gusanillo de las representaciones y los actores, deseando una vez más entregarme sin pensarlo, persiguiendo ese sueño, siendo valiente por una vez. En el vídeo he introducido una vieja cinta. Con ella he vuelto a sentir que los echo de menos, que los echaré de menos. Que me han cogido de la mano tantas veces y hemos pasado tantas cosas juntos, siendo nosotros mismos o cualquiera de los personajes... Me volvían los escalofríos, pero esta vez no era la fiebre, era verlos, vernos, delante del cartel pintado con la tinta de nuestro esfuerzo. Incompleta sin ellos, me espera un año duro aprendiendo a echar de menos a los últimos, anhelándolos de nuevo juntos. Con la esperanza firme de que volveremos a encontrarnos.

viernes, 10 de julio de 2009

Siento la deliciosa necesidad de escribir. La calma que me he impuesto como objetivo está tejiendo sus horizontes, para que sean los míos, y se ordene un poco este caos. Este caos en el que me encuentro, mis seis últimos años plasmados en hojas de papel, apuntes locos, ansias de libertad y muchas resignaciones. Ah, por eso supongo que estoy nostálgica. Siempre me pasa cuando me zambullo en el recuerdo de ordenar mi habitación.

Una vez, un artista de la palabra me ofreció un relato que hablaba de esto. De la nostalgia de ordenar tus pertenencias, que acaba siempre en bolsas de basura llenas de cosas que no sabes por qué guardaste -o sí lo sabes, y lo escondes-. Su relato desembocaba en un encuentro con su antiguo amor, después de ordenado su piso; hacían el amor, se entregaban casi en silencio, en un halo de tristeza, y a la mañana siguiente el protagonista decide deshacerse de esa parte de su pasada. Como cuando limpia su armario, su ex reposa en bolsas de basura al lado del contenedor. Este brusco final es cosa del señor de la melancolía, es decir, Carlos Castán, y su capacidad de transmitirte nostalgia por cada poro de tu piel... Y leer sus novelas en gris.

A mí ordenar no me da ganas exactamente de romper con mi pasado. Más en concreto, me da ganas de viajar. Observo los maravillosos viajes que llevan a cabo a mi alrededor y pienso que por eso me entristezco, porque al fin y al cabo todo gira en torno a dos cosas en relación a tu capacidad conocedora de mundos: el dinero, cómo me machaca esa palabra, y saber arriesgarte.

No obstante, mantengo la esperanza de que algún día podré hacerlo. Soñaré en otros países y pisaré otras tierras que acabarán mezcladas todas en la suela de mis botas. Cuando me angustio sobre la desembocadura de mi futuro, me tranquiliza saber que, haga lo que haga, lo quiero hacer viajando. Me quiero mover. Conocer, experimentar, sentir. Darle otros olores al alma.

Pero empezaremos por el comienzo, por asir lo que alcanzo, bañarme en naturaleza cercana. Dame la mano, mi amor, y dime cuándo nos vamos.

miércoles, 8 de julio de 2009

No quiero hipotecar mi felicidad. Ni reinventar un sistema de sentimientos que más tarde aplique a mi persona y me den una realidad que no me hace feliz. Suena frío, enfermizo y sobre todo, y es lo que me pesa, demasiado triste. No puedo soportar la idea de autoengañarme, pero es que me duele tanto; me duele tanto haber llegado a este punto de desesperación. Yo no creía en revivir estos recuerdos: creía en los sueños y en los amaneceres inalcanzables.
No puedo. No puedo con este peso en el pecho y este remolino de confusiones varias que se me planta entre los ojos, el cual no se alivia liberándolo. No puedo con mi pesimismo rebuscado ni mi capacidad de dinamitar las cosas y quedarme a un lado, tan ancha, esperando a que vuelvan a salirle flores al jardín.
Conozco el arrepentimiento futuro por entregarme a las letras creyéndome sola. No entiendo demasiadas cosas, y al mismo tiempo tengo ganas de tantas que todo se mezcla en batalla, se calma, y finalmente explota en siempre lo mismo: silencio y pesadumbre. La balanza equilibrada, o el desequilibrio trepando por uno de los extremos, tiñéndolo todo de locura, mientras me hipnotiza la melodía de esta canción.
Take a glorious bite out of the whole world...



martes, 7 de julio de 2009

Se despertó en mitad de la madrugada; el calor era insoportable. Sin embargo, en su fuero interno advertía que no había sido cosa del calor. Era como si sintiera una llamada más allá de lo íntimo o racional. La asustaba la idea misma de responder ante esa llamada, por ello le gustaba creer que lo hacía inconscientemente. Fue hasta la cocina para beber un vaso de agua descalza: el pequeño sentir frío de las baldosas le encantaba, la hacía sentir viva. Cuando cruzó el umbral de la puerta, volvió a la noche anterior. Y a la anterior, y a la anterior...

-¿Por qué?

La conversación solía empezar siempre con esa pregunta, mientras se prolongaba el silencio y le helaba el alma hasta que se escarchaba la tristeza debajo de sus ojos. Se sirvió ese vaso de agua recordando que al principio le daba pavor moverse. Pero ahora ya no.

-No sé si voy a poder seguir mucho tiempo así, ¿me entiendes? Sé que te lo he dicho muchas veces, pero es que no puedo soportar que no me dirijas la palabra. Vienes aquí cada noche, te sientas y esperas a que me despierte. ¿Por qué? ¿Por qué esta condena de mirarte y no conseguir ni una palabra?

Él la miró en la penumbra. De noche, la cocina no parecía una cocina; tal vez sí una habitación de algún maltrecho hospital. Sólo faltaba una luz bizqueando.

-Sé... Sé que si regresas es por algún mecanismo extraño de mi mente. Y no entiendo por qué sigo permitiendo que me rompa en dos al verte. ¿Es que tú no puedes hacer nada? ¿No decías que, si sufría yo, sufrías tú? ¿Por qué seguir sufriendo?

El cansancio era ya abrumador. El cansancio de todas las noches, de la misma rutina diabólica, el silencio que se colaba entre los pliegues de la ropa. Las preguntas de ella, la ausencia de palabras de él y, finalmente, el acercamiento. Siempre seguían el mismo patrón. Así que él se acercó con delicadeza y la abrazó transmitiéndole una fuerza fría pero cálida, que le encendió los recuerdos. Ella contempló una vez más cómo hablaban, paseaban, se amaban y soñaban los dos en tiempos mejores, antes de toda aquella pesadilla que la perseguía. A ella le encantaba que hablaran. De nuevo, lloró. Lloró melancólica aferrándose a la espalda de él para que no se marchara, no la dejara otra vez. Notaba el pecho subir y bajar con violencia, con demasiada violencia. Lloraba con desesperación; esa noche también había tomado una decisión.
Poco a poco, se alejaron y ella lo miró secándose la escarcha de las mejillas. Se sintió inexplicablemente llena de paz y lo besó suavemente en los labios. Él cerró los ojos, sorprendido.

-Hoy es nuestra última noche. Ahora lo sé. Cuídame, mi amor, cuídame de alguna manera...

Y se marchó a su habitación, descalza y sintiendo las baldosas calientes. Su temperatura corporal disminuía al estar con él. Se abrazó a la almohada y lloró lo que quedaba de noche volcando esos recuerdos en las sábanas, jugueteando con ellos, aprendiendo a asentarlos en cada latido sin que hirieran su piel otra vez.

Amaneció y se durmió por fin. Para despertarse en mitad de un rayo de sol y no de la noche, murmurando para sí que todas las noches anteriores habían sido un sueño, y quedándose con el recuerdo que le cerraba los párpados siempre: él, dormido eternamente, en un vehículo de madera de nogal hacia quién sabe dónde.