miércoles, 28 de octubre de 2009

¿Cuánto dura un viaje en ascensor? Depende de los pisos robados al aire, claro. Pero, ¿cuánto puede durar? Lo que dure un orgasmo, o las ganas de él.

Si nos descuidamos acabamos saliendo despedidos de los raíles del elevador que nos va acercando al ansia palpable de descamisarnos para que se hable la piel nada más. Y los dientes, y las marcas posteriores, y las miradas tan cercanas que se chocan. Pulsemos el botón que pulsemos creo que acabaríamos en el mismo sitio, en contarle las pecas a tu espalda con los iris agarrados a mis uñas.

Cuando el tiempo persigue puede ser que sea cierto que se aprovecha mejor cada respiración, por eso intento compartirla y verterla en tu boca a ver si así le arranca un suspiro a tus pulmones, donde puedas volcar la locura angustiosa que a veces se arremolina en el puente de nariz -porque lo sé, que reside ahí- y que ya no vuelva. Que deje sola a la que convive con tu sangre en una armonía caótica, haciéndote a ti, desde la partícula más esencial que pueda encontrar en cualquiera de mis incursiones cuando duermes. O cuando disimulas que sí has escuchado el chasquido de la cámara.

Y en el último instante fijarme en tu sol, en el sol que reposa en tu pecho ejerciendo una odiosa competencia con mi pelo cuando osa desparramarse por el mismo lugar.

Aunque no sepa cuánto dura, a pesar de que mi cabeza se monte sus historias de soñar despierta en cada momento y me puedan parecer escuetos segundos empujándote contra la pared. Le reservo al tiempo otros ratos de protagonismo; no es amigo del egoísmo pero estoy segura de que no va a parar sus pasos para detenerme, para detenernos. En uno de nuestros bailes de lujuria.

viernes, 23 de octubre de 2009

Todo es un caos. Ni siquiera encuentro armonía alguna en la línea perfecta que separa mi alma en dos partes que crecen y decrecen a su antojo. Ni el golpeteo musical y casi irónico del dolor en cada latido. Seguramente no merezca la pena pero no puedo evitarlo. Es duro aceptar que las cosas cambian y que no seré una niña eternamente. Al menos no para el mundo.

Pero está en mi naturaleza soñadora pedirme lo contrario. No obstante, a veces no es posible. Y es cuando sobreviene el caos sobre mi mente. Hasta que se queda a vivir en mis ojos y extiende su grito por mis mejillas.

sábado, 17 de octubre de 2009

Súbete conmigo ahora mismo porque me marcho. Es ahora o nunca. Sé que es precipitado y que probablemente no te va a dar tiempo de traerte nada contigo, pero no te angusties, ni tengas ese miedo en los ojos: yo tampoco llevo nada. Bueno, sí, te llevo a ti.

Resultará un pelín sorprendente pero he decidido irme de este cúmulo de sentimientos que me envenenan. Sí, como tú me dijiste, me están envenenando. Puedes llamarlo huir. Pero huyo de las tormentas que se pegan a mi cuerpo y salen al exterior desde las pupilas, las que me empañan el mirar y me hacen verlo todo de este gris nostalgia que tan poco me gusta ahora. Es tan prometedora la promesa del sol eterno que me voy. Pero puedes venirte conmigo. Es más, espero que aceptes, porque he hecho este viaje para que vengas conmigo.

Así podremos visitar los lugares más oscuros del universo y siempre tendremos luz. Yo al menos sí, si sigue palpitando así en el centro de tu pecho, y si tú no las tienes todas contigo te la puedo prestar porque es tan mía como tuya. Te aseguro que no me importará no poder llorar a oscuras.

De esta manera, aunque en nuestra travesía encontremos los huracanes más intensos y mi alma vuelva a desparramarse por el suelo al verme enloquecer, estarás tú para traerme calma otra vez con sólo una sonrisa y cambiarme de tema, verte sentado a mi lado, dormido o susurrándole a mis latidos qué les ofreces para que se suavicen. Un mundo para los dos te ofrezco yo, pero decídete ya. ¿Nos marchamos ahora?

martes, 13 de octubre de 2009

No suelo llamar la atención a la primera. Seguramente, tampoco a la segunda y en casos extremos a la tercera tampoco pasa nada. Obviamente, para muchos soy como uno de esos entes que resbalan entre la gente a toda prisa, con los que intercambiamos pupilas desconfiadas durante unos segundos... y seguimos caminando. A menudo me gusta pensar qué pasaría si el intercambio se prolongara, cuántas historias surgirían. Sería una locura. De mundos que chocan.

Los sentimientos se intensifican cuando queremos que algo ocurra al límite. Es buena señal, ya que es lo que perseguimos; pero no contamos con el abanico de sentires diversos que están atrapados debajo de la piel y también quieren salir. Llevando a cabo peligrosas piruetas, bailan la felicidad y la decepción, locura y tristeza, diversión y seriedad. Se intensifican ellos, en nuestro pecho, y se intensifican todas las personas con las que nos cruzamos, con las que me cruzo estos días. Se afilan las miradas; todo parece una espiral de seducción.

Mis ojos también observan y le traen imágenes con las que nutrir la mente de fantasmas y preocupaciones. Es curioso, de vez en cuando, encontrarte con la mirada de alguien durante un segundo, incluso sonríen si son valientes, pero ahí se queda la cosa. Para muchos empieza el juego, otros simplemente son meros espectadores.

Me gusta observar ahora porque sé que nunca llamo la atención a la primera. Mi baza, tal vez, sea que exista gente con la que se puede conversar antes de nada. O tal vez no, no lo sé, tengo la impresión con el sol de esta mañana de que he crecido tan rápido que me he perdido algunas cosas. Por ello, por la confusión momentánea entre los litros de alcohol que desfilan por mis ojos y el humo de miles de almas, me limito a observar. A observar. Mientras pienso que nunca nadie me ha dicho que beso bien. Aunque conozca la razón de sobras.

lunes, 12 de octubre de 2009

Como una broma demasiado macabra. Los hilos de la consciencia que se agitan tan deprisa con el viento que nos trae la fiesta. La fiesta, la fiesta que acaba en desventura completa. La fiesta, esa fiesta que tanto ansiamos y que tanto nos molesta al día siguiente, con la mirada perdida en el váter o la cabeza en otra parte: qué fue lo que hice anoche, por qué no lo recuerdo. Ay, las ganas de comernos el mundo.

El incierto modo de tratar la diversión como un cúmulo de sustancias y dinero gastado. Las risas en el bar de siempre no se venden en ningún supermercado. Tampoco encuentro en estanterías que se ofrecen al público el aprender a ser precavido con las bofetadas que nos trae el amanecer de vez en cuando. Es pensarlo y me estremezco.

miércoles, 7 de octubre de 2009

-Pero poco, ¿verdad?
-Sí. Bueno, sí. De vez en cuando, es que si sangrara mucho no seguiría viva. Pero no remite, es constante este río de atardecer refulgente.

Silencio. La sonrisa de ella, la más mayor, una sonrisa gris pero tranquilizadora. Como de fotografía antigua. Ella, ahora más joven, más en paz... más dueña de sí misma. Descorazonadoramente irónico. Y luego estaba la pequeña. Preocupada, nerviosa, nostálgica, con el brillo en los ojos de una fuga próxima de agua y sal.

-Aunque tampoco me importa mucho que me sangre. Me preocuparía que no lo hiciera. Me entiendes, ¿verdad? Dime que sí, dime que sí, por favor...
-No te preocupes. Si sangra o no es irrelevante. ¿De veras crees que me olvidarías si el dolor se cura? ¿En qué lugar me deja eso, señorita?

La pequeña sonrió. Le gustaban esas charlas nocturnas, de repente, con un poco de miedo al principio; pero luego la conocía como no la había conocido antes, y parecía que se le aplanaban un poquito las arrugas del alma. Pero era engañoso: cuando se marchaba, volvían a crearse para que tropezaran con ellas sus lágrimas cuando recordara su nueva marcha.

No se preocupaba en comprender por qué ocurría y por qué venía unas noches sí y otras no. Por el día la sentía en el viento de otoño y recordaba el invierno que se la llevó. A escasos días de estrenar el verde enamoradizo de la primavera, el invierno firmó la sentencia en silencio, con un fondo de luz artificial y el constante sonido de la respiración antinatural. A pesar de las visitas, rememoraba a menudo el último día y cómo se durmió sin apenas darse cuenta. Cómo se marchó la otra, la pequeña, de la habitación sin hacer ruido para no molestarla.

-No quiero que te marches. No te marches.
-No seas tonta. ¿Cómo podría quedarme? Sería una auténtica locura. Ya no tengo hueco aquí, me fui y... No te angusties. Sé que lloras más que por ti por ellos. También los vigilo, no te preocupes, los vigilo y ansío tocarlos, sobre todo cuando los veo llorar en silencio. Quiero que les hagas ver a través de ti y que puedan sentirme, ¿está bien? ¿Lo harás?
-Claro. Si puedo, sí. Si... si sé.
-Claro que podrás.

Miraron un instante la ausencia de la luna en el cielo triste de un primer piso de una zona urbanizada. Deseó volver atrás, hacer lo que sea. Todos menos el final. Lo deseó la pequeña, claro, la otra seguía completamente serena. Como satisfecha y apenada a partes iguales, a sabiendas que debía volver pero teniendo en cuenta que este no dejaría de ser su hogar nunca.

-He de irme. No sufras, no me des trabajo y que tenga que venir a calmarte en sueños. Deja que pueda venir a arroparte sin más. ¿Está bien?
-Vuelve. Cuando puedas, en cuanto puedas.
-Claro.
-Vuelve, abuela.


Y tecleó sollozando al día siguiente sus fantasías, volcando la intuición de verla de repente aparecer detrás de una esquina, esquizofrénica visión, y recordando el sonido de su voz para que no lo borre la ceniza del tiempo en su mente. Volviendo a llorar, habiendo roto el dolor que permanece dormido pero que no es maligno. Simplemente está, ahí. Y vuelve.

Te echo de menos.

domingo, 4 de octubre de 2009

Hablé con el sol al despertar y le pregunté a qué venía el madrugón porque ya no lo recordaba y mis pupilas se agitaban (es su manera de chillar que quieren un poquito más de oscuridad). Me dijo que siguiera adelante y que luego ya sabría a quién preguntar. Me vestí en silencio y notaba los nervios rebotar contra las paredes de mi estómago. Decidí esperar, como me había dicho mi gran núcleo de luz. Raro me pareció que sonreía mucho. Pero no le di importancia.

Más tarde me di cuenta de que tenía razón y, mandando callar a mis remolinos, hablé con su piel en susurros (no quería despertar a nadie). De manera enigmática acabó confesándome que iba a estar orgullosa. Lloró al final porque sentía el sufrimiento debajo de su extensión y eso la ponía triste. Se alegró (la vi) cuando empezó todo y pudo estar tranquila. Ya no había vuelta atrás.

Yo me asusté. Mucho. Los tambores se asentaron en mi corazón al principio, luego calmaron su canción poco a poco, se acomodaron y sólo oía retumbar mis pestañeos.

Conforme pasó el tiempo visité mundos e intercambié emociones con el viento que tímido nos visitó en ese momento. En cada una un rostro, un color de alma, una sonrisa distinta (las mejores son las sinceras).

Cayó la noche y mirando a la luna me di cuenta. Se comunica solamente con silencios, pero me bastó una mirada para entenderlo. Recordé el madrugón y supe por qué. El sol, el sol sonriendo, porque un pecho noble iba a tatuarse su rostro. Con tinta de eternidad, recién hecho, como indefenso; con un brillo peculiar que olía a locura.

jueves, 1 de octubre de 2009

Cuando sobrevienen las catástrofes aflora la solidaridad, la empatía, la amabilidad de cada uno. Pero no solo sirve el corazón encogiéndose ante el telediario, sino que hay cosas más banales y sencillas que también pueden servir de ejemplo.

El alma sufre a menudo pero en muchas ocasiones el dolor es sordo, apenas audible por nuestros pasos cansados, el espíritu siguiéndonos como una sombra. Otro tipo de dolor es el que llega cuando salpica. Salpica, sí. La piel se vuelve transparente y los demás ven latiendo alrededor del órgano esencial una espiral de locura, decepción y pena. Es entonces cuando entra en juego la solidaridad diaria y cercana. Se acercan, arropan, se escapa una risa, sientes el descanso de saber que no eran cosas tuyas, que los demás también lo han notado.

Se me han alegrado las pestañas en varios parpadeos repetidos al sorprenderme por la cercanía de los que siempre están pero nunca cuentan. Cada día nos cruzamos con cientos de personas y apenas nos fijamos en sus rostros o pensamos en su vida, por qué estará triste aquella, por qué sonreirá aquel. Lo mismo pasa con nosotros. Somos uno de esos cientos de rostros sin nombre para nuestros cientos de rostros sin nombre.

A pesar de todo, hay momentos, como esta mañana, en los que el mundo se para de alguna manera para curar el óxido de los tornillos que te anclan al suelo. Pisas fuerte, sonríes, y te haces partícipe de la comprensión común. Un cosquilleo en tus adentros, un agradecimiento en los ojos ya más risueños, menos nostálgicos, en proceso de recuperarse una vez más.




(Esta es mi manera de decir gracias. Por estar ahí)