jueves, 20 de enero de 2011

Mientras leo en la abarrotada sala de espera pienso que la vida tiene que antojarse dolorosamente maravillosa cuando sabes que se te escapa poco a poco. Que en ese momento tiene que desaparecer cualquier situación que nos parece trascendente en nuestra rutina. Ya no existen cumpleaños, exámenes, confusiones amorosas o cualquier otro acontecimiento, porque sólo estás tú y el tiempo. El tiempo. Cada segundo que pasa es como un latigazo que te va levantando lentamente la piel de la espalda.

Es eso. La vida. Como una gran llanura que se extiende ante tus pies y de la cual sabes que no vas a poder cubrirla nunca. Es esa rabia, esa rabia tan estúpida, de decir ¿qué hago ahora yo?

Nunca he tenido miedo a la muerte, lo que me aterra de verdad es dejar de existir, dejar de disfrutar de tantas y tantas cosas que me hacen sentirme viva ahora. Dejar huérfanos de mí a los míos, y ni siquiera poder estar presentes para abrazarlos, besarlos en el cuello, e intentar introducir en sus arrugadas almas un segundo de consuelo. Siempre diré que es la situación más injusta de todas cuanto conozco.

Entre estas reflexiones levanto la vista del libro que estoy leyendo -el cual, justamente y de esa manera mágica que tienen la literatura y la música, habla de lo que me asusta, de irse para no volver- y me encuentro con que la sala de espera del hospital se ha ido vaciando poco a poco, y estoy casi sola. Se me encoge el corazón y se me llenan los ojos de lágrimas al ser consciente de qué cerca está siempre, y qué poca cuenta nos damos.

Entonces se abre la puerta, una voz femenina dice mi nombre, y de repente me siento inexplicablemente tranquila. Porque cuando hay cosas que escapan al poder de nuestras manos... ¿qué sentido tiene intentar luchar si la rebelión todavía no depende de ti?

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