sábado, 18 de junio de 2011

Me lo está enseñando sabiamente Míchel Suñén con las líneas que de manera tan hábil escribe. En Vanesa King, uno anoréxica que siendo ya un espíritu famélico y totalmente desnutrido tras el deterioro sufrido a lo largo de la novela busca perder más peso en la sadorexia, estoy hallando el recuerdo de sucesos que me encienden la piel de gallina. Vanesa King me está haciendo recordar.

Me está haciendo recordar esa profunda y desoladora frustración de pensar por qué tiene más mérito aquel que come como un cerdo sin engordar un gramo que aquel que se deja la piel, y muchas veces la infancia y la adolescencia y su vida entera, en controlar un peso que sube más rápidamente por un capricho, sin más, de la genética. Recuerdo las traumáticas dietas de la infancia y de mi escueto almuerzo frente a los suculentos pecados que mostraban mis compañeros en el patio del recreo. Mi padre pesando conmigo el pan que iba a poder ingerir en esa nueva dieta, incrédulo, pesándolo una y otra vez haciendo cada vez más pequeño el pedazo que había cortado al principio, mientras una niña de apenas ocho años lo miraba en silencio, sin nada que pudiera decir. Recuerdo el temor a que alguien me cogiera en brazos en los típicos juegos de niños, y cómo nadie quería cogerme nunca, y cómo hoy por hoy sigo temiendo que alguien me coja porque pienso que, en efecto, voy a terminar aplastándolo.

Recuerdo la adolescencia primeriza y la satisfactoria sensación de triunfo después de pasar desapercibida y conseguir mis primeras veinticuatro horas sin comer absolutamente nada. También, eso sí, recuerdo el miedo que me dio mi propia alegría, y posteriormente mis ojos postrados en la taza del váter mientras lo intentaba y no podía. Nunca pude, en realidad. Recuerdo la simpatía instantánea que causaba una chica esbelta a los desconocidos, y cómo las demás teníamos que ganárnoslo, aunque a veces ni nos escucharan.

Recuerdo las felicitaciones por la pérdida de peso, las sonrisas que me dedicaban, y cómo apuntaba mentalmente echarme una palada menos de comida ese día. Recuerdo, amargamente, que justo cuando empecé a hacer el imbécil con la comida fue cuando se me interrumpió el crecimiento del pecho. Recuerdo las miradas inquisidoras de mi madre y el mismo comentario repetido de mi abuela. Recuerdo los textos con los que me desahogaba y que siempre acababa borrando, porque me daba auténtico pavor publicarlos. El dolor llano e irracional que causaba ir a comprar ropa y los foros de Internet donde miles y miles de Anas y Mías contaban sus vivencias y sus trucos.

Yo no llegué a cruzar el límite a pesar de que bailé un par de veces a su alrededor. Pero sé que es duro, y que tantas dietas infantiles y miradas de reproche del pediatra acaban en la resignación cada vez que me miro al espejo o me quiero subir a la báscula. Siguen los comentarios jocosos, pero inocentes, porque no saben lo que hubo y hay detrás. Sigo envidiando a esas chicas esbeltas de piernas largas y perfectas, sin gemelos con demasiada envergadura o cartucheras excesivas. Pero no por tener esas piernas, las envidio sobre todo por haber tenido esa suerte al nacer, y porque no saben lo que es atravesar una situación así, y de vez en cuando tener que lidiar con tantos recuerdos.

No os voy a engañar. Nunca había escrito sobre esto y leyendo a Suñén estoy reflexionando profundamente sobre el tema. Me siento bien con mi cuerpo, aunque sé que de manera eterna voy a verle fallos y nunca seré capaz de sentirme perfecta o creer a aquellos que insistan en que les encanto físicamente. Arrastro la inseguridad de quien quiere cogerme en brazos o los días de desvíar la mirada cuando paso ante un cristal. Pero de algún modo escribir esto y descubrirme tan vulnerable me alivia, porque he descubierto que es algo que no me aprieta por dentro.

Yo he sido capaz de verme sexy, atractiva y bella frente al espejo, a ratos y a días, pero capaz, al fin y al cabo. Pero conozco esa honda desesperanza, acompañada de la incomprensión de quienes no conocen esto, esa angustia repentina a la que acabas acostumbrándote, pero que te erosiona de igual manera. Sin embargo, yo tuve suerte y supe dejar eso a un lado y aceptarme, aunque hubiera momentos de verdadera flaqueza. Aunque todavía los haya, y no haya hablado jamás de esto salvo conmigo misma, y siga empapando mis mejillas de lágrimas cuando intento purgarme.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Deberías creernos más a menudo, pequenia. No insistimos sin motivo :)

Soñadora Empedernida dijo...

Esperaba tu comentario.

Gracias, musicien :)

Celia dijo...

Eres muy valiente. Yo he bailado, un poco más lejos que tú, pero he bailado también. Me he sentido muy pero que muy unida a ti en esta entrada. Sé que es una chorrada, pero quería que lo supieses. Por suerte siempre hay alguien que te hace ver las gilipolleces que haces.
un beso muy gordo, soñadora :)

Yonseca dijo...

Be yourself, love who you are. Be proud, 'cause we were born this way, baby

-- Lady Gaga


Un saludo, Soñadora :)