lunes, 19 de septiembre de 2011

Lo bueno de haber estado jodida de verdad -y no en el sentido sexual, ojalá fuera en el sentido sexual- es que luego hay problemas que agobian a la gente que te parecen auténticas gilipolleces sinsentido. Un problema que marca un punto y aparte en tu vida abre una brecha insalvable en tu percepción.

Desde ese momento caminas ajena a los gritos que hay en tu ambiente, calmando tus pulmones, porque si los dejas chillar a ellos se va a cagar hasta el último agobiado crónico que jamás ha sufrido como sufren las personas que se plantean dejar de vivir. Es cruel y soberbio, pero cierto. Hay afortunados que nunca han sufrido hasta el límite, que no han conocido la parte buena del amor pero tampoco la mala, y que por ello se acurrucan en su pequeño margen de dolor; por eso no entienden que a ti pueda dolerte algo que ellos ni se imaginan.

Esta reflexión la saco yo. Me dan tan igual cosas que antes me preocupaban que mi respuesta más fuerte es un mero bostezo. Entiendo que la gente se angustie por nimiedades porque yo, en otra época menos oscura, también estuve allí. Pero hay un límite que nadie que no viva dentro de ti debe cruzar, y como seres humanos nos corresponde ser conscientes de ese límite y no cagarnos en el respeto cada vez que nos da la gana y lo cruzamos.

Hay dolores que devastan, que su sólo recuerdo te llena los ojos de lágrimas. De lágrimas, de días enteros sin levantarte de la cama, de la mirada vidriosa y preocupada de mi madre, de toda mi familia desfilando ante mis ojos sin que yo los viera, y de una soledad profunda y tan peligrosa que empiezas a pensar que si la muerte se siente de manera especial tiene que ser algo así. Entonces eres tu peor enemigo, pues en tus propios adentros guardas un arsenal de armas cortantes que cercenan cada fibra de buenas sensaciones que todavía escondes. Eres tú. Tú el que hace que sufras, y tú el que te grita cada día tu dolor, te escupe en la cara tu verdad y se encarga de que no duermas tranquilo tampoco esta noche.

Hay zonas en las que la carne está fresca y herida, y la amenaza del olor a putrefacción es un acecho diario. Zonas que nadie puede ni debe manipular y curar. Zonas que ya palpitan con mi sangre cada segundo, y que forman parte de mí... Zonas que no deberían tocarse. Nunca. Ni siquiera por la más extrema ignorancia ni la más perpetrada estupidez.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Cortesía se da entre dos personas que no han alcanzado una intimidad suficiente, pero que de alguna manera les gustaría. En personas educadas, que no olvidan dónde debe ubicarse el respeto y que, también, si surge, podrían tener una relación más agradable con esa otra persona. Eso es cortesía, a mi entender. Cortesía en relaciones recientes y a punto de llegar a su mejor momento, o en relaciones recientes que no llegarán a nada.

No puede existir cortesía entre dos personas que se han destrozado mutuamente, sobre todo si las últimas palabras que se dedicaron estaban llenas de veneno. Si se perdió el respeto en el momento del dolor hecho a conciencia, y una decisión autoimpuesta perjudica confusamente a una de ellas y la otra insiste en que lo que le toca hacer es callarse, aunque no entienda. Ahí no puede haber cortesía. No al menos en este tiempo que todavía tiembla con las heridas; sobre todo si hay heridas que se sabe que no van a dejar de sangrar y que las cicatrices van a estar visibles siempre.

No me lamento de ello... Puesto que tal como viene esta tristeza se irá. Funciona así; al menos a ella la entiendo. Has optado por lo que siempre dijiste que no optarías. Te fuiste con las manos llenas de cuchillas, después del último abrazo letal... que ni siquiera existió.
Toca mantenerse fuerte. He mantenido más silencios de los que piensas, a pesar de que sea más cómodo pensar que estoy bien porque sí, y que no me interesa comprenderte. Si tú hubieras comprendido a su debido tiempo, las cosas serían diferentes... Al menos no estarías en mi memoria como un recuerdo borroso, agridulce. Ni siquiera la imagen de tu sonrisa en mis adentros me parece sincera.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Pensamos que una de nuestras mayores condenas es el paso del tiempo, sobre todo cuando dejamos atrás ciertos años que parecen mágicos y eternos. O eso dicen… nosotros aún estamos en esa frontera. El paso del tiempo duele, duele porque vemos que envejecemos y que vamos dejando atrás cosas que fueron fantásticas y que echaremos de menos con el regusto amargo de saberlas, de alguna manera, perdidas.

Pero nos pasa siempre, y aquí no hay excepción, y es que pecamos de una cosa: de impulsivos. Nos centramos en que se nos van los días, pero olvidamos lo que provoca que se nos encoja el corazón y se nos encienda la añoranza: justamente esos días. Nos arrasa la marea de un año más que pasa, pero todo lo que ese año ha acontecido es la calma que se pega a la piel cuando ya se ha marchado la breve tempestad.

El tiempo en esta ocasión también ha pasado. Veinticinco años. Lo increíble no es la cifra, ni que hayáis llegado aquí y nosotros podamos conmemorarlo con vosotros. Lo sobrecogedor es que hoy no celebramos una fecha, un aniversario más, sino todo el contenido de estos veinticinco años. Todo el camino que hay detrás de un número tan simple… Veinticinco.

Desgranándose septiembre a septiembre, nos habéis dado cada año que cumplíais desde que nos disteis la vida. No han sido años vacíos, sino años de aprendizaje, a veces duro y a veces más llevadero, de piedras en el sendero que nos ayudasteis a sortear, de sabiduría que llegaba de vuestra sangre a la nuestra. El tiempo nos ha formado con todo lo que nos disteis, y hoy podéis presumir de tener unos hijos que más o menos se arreglan, con sus más y con sus menos. Que han superado ya sus etapas más tortuosas, y que ahora se inician en la vida adulta como pueden, un poco a tientas, pero siempre con dos manos firmes que estarán dispuestas a sostenerlos: las vuestras.

Una cosa está clara y es que tenemos presentes todos estos años, y somos conscientes de que somos como somos por vuestra constante compañía. Que tenemos unos padres que nos quieren y así nos lo demuestran, de tal manera que nos habéis regalado parte de estos veinticinco años sin dudarlo. Habéis volcado la mayor parte de este número en nosotros, y aquí tenemos el resultado.

Que hemos llegado hasta aquí. Que hoy celebramos un aniversario, pero también toda una vida, nuestras vidas, con vosotros. Que estamos aquí, acompañándoos como vosotros nos acompañasteis siempre, y que un calor tenue en el alma nos susurra que va a ser así cada día, todos los años que nos quedan por probar. Más vueltas que dar al calendario, más hechos y momentos que lamentar cuando se vayan. Y claro que nos sentiremos tristes al recordarlos… Sólo así sabremos que fueron realmente buenos y dignos de conservar.

Gracias. Gracias por hoy, por todos los días que nos han traído aquí, y por todos los que vendrán. Por que sigamos juntos, con más noches como esta. Felicidades.


Nunca me había temblado tanto el pulso. Sus miradas cristalinas, la voz de mi hermano de fondo, mi corazón saliéndose por las muñecas.

viernes, 9 de septiembre de 2011

A veces caemos, y no hay problema si logras levantarte, que suele ser lo que conseguimos siempre. El verdadero contratiempo sobreviene cuando hay un obstáculo que supera nuestras fuerzas, y no conseguimos ponernos en pie. Entonces se suceden las noches sin dormir y los días exactamente idénticos: rotos, grises, tristemente tersos. En ese momento estás perdido. Vacío. Absorto en una realidad que se gesta en tus adentros y que ni siquiera comprendes. Tus actos se vuelven automáticos, sobre todo el respirar, y la vida no es más que un camino que andar porque alguien determinó que eso era así.

Sucede, en aquel momento, que entre tanta oscuridad comienza a asomarse un pequeño rayo de luz. Tímido, bizqueante al principio, pero constante en su aparición. Pesa que no hayas podido ser tú quien lo haya creado, pero entonces poco importa el orgullo y la autosuficiencia. Porque alguien te salva, esa luz te salva, y en tu pecho -en mi pecho- reconoces un golpeteo de sangre y esperanza que te suena de algo, pero que ya estabas olvidando.

Hoy mi rayo de luz particular cumple años. Siempre he pensado que en tu propio aniversario tiene que haber pequeñas sorpresas que te hagan sentir especial y lo he hecho lo mejor que he podido, pero su sonrisa mientras estábamos sentados en el cielo de Madrid me calentó de nuevo la piel. Han sido meses duros y llenos de turbulencias que han agitado mi alma y también, y no sabe él cuánto me jode, la suya. Por estar siempre, a cada segundo, por el repiqueteo de sus nudillos en mi puerta, sus camisas arrugadas por mis dedos y manchadas por mis ojos al abrazarlo.

Escribirle desde esta intimidad reciente me alivia, me hace sentir en casa. Él me hace sentir a salvo. Y porque quiero que su día sea especial, y que sepa que puedo llenarlo de palabras como me ha llenado él de vida. Por eso, y porque lo quiero... Felices diecinueve, Music Man.

sábado, 3 de septiembre de 2011

La charla se disuelve sin miradas directas ni palabras de despedida. Ella ni siquiera es capaz de enfocar la mirada para contemplar, quién sabe si por última vez, a esa pequeña criatura blanca que enciende el ánimo siempre.

Él, el de estar solo consigo mismo y deseo de no estar con nadie más, se va porque ahora lo que desea es acudir a una cita. Ella, quien no había pensado en la soledad voluntaria y tenía una cita a la que ya ni llega ni es capaz de ir, se retira con mirada temblorosa a su casa para no volver a salir.

Irónico, vacío, con falsa valentía. Se invierten los papeles. A destiempo. La soledad ha de ser soledad perpetua, sobre todo si es escogida, y nunca a medias. Nunca una excusa. Sobre todo si hay lágrimas. Sobre todo si ha existido la crueldad de una última arremetida fría mientras ella intentaba calmar su temblor. Las palabras de él... Se guardan en el archivo donde se guarda todo lo que ocurre cuando te atraviesa la espalda como un puñal el llanto. Un archivo borroso, lleno de dolor, poco útil para la vida.

Más útil habría sido evitar el Deja de lloriquear, una última mirada, hablar más bajo cuando él dice que se va a ir ahora porque ha quedado, demostrando su entereza. ¿Por qué no asumimos la carga de nuestras palabras? Este juego destructivo.

Ella quiso hace tiempo que se acabara. ¿Por qué no lo hizo? Porque en el amor siempre son dos, y las decisiones de uno afectan al otro. Por eso... No por ser cobarde. Por pecar de ingenua, como cuando tenía quince años y la cegaba la falsa maravilla de algo que ni siquiera tenía forma.