lunes, 12 de marzo de 2012

Cuando salgo a correr parece que nos veo y mira que me jode. Al pasar por el campo de hierba que está al lado del parque y en el que hay gente entrenando cada tarde. Nos veo muertas de frío en enero y de calor en mayo, con pantalón corto y polo sin mangas y las espinilleras sin abrochar porque éramos unas vagas en el calentamiento.

Mientras corro y la música suena en mis oídos repaso los movimientos, los tipos de pase, las jugadas en mi cabeza, y también me acuerdo de todo. De la rivalidad del principio entre nosotras y de cuando no nos quedó otra que juntarnos para formar un equipo más grande. Del descrédito de ser el único equipo femenino de la liga y de la falta de compenetración que acababa matándonos en cada partido. De los entrenamientos desiertos y los cabreos en el campo porque la que no estaba ahí para correr se podía volver a su casa.

Pero también recuerdo las risas y los pases que comenzaban a formar jugadas entre nosotras. De Astrid, una de las porteras más codiciadas, y el golpe que le daba en el casco al principio de cada partido como ritual. Me acuerdo de los nervios en los segundos anteriores a que el silbato sonara y de la adrenalina de perseguir la pelota. De la incertidumbre de cada penalti-corner que teníamos que defender y ya no digo nada de cuando me tocaba sacar uno. También me viene a la mente la satisfacción de ver que cambiaban de banda al delantero que yo no estaba dejando llegar a portería y cortar al contrario con el palo pegado al suelo, agachada, sin cesar el acoso. Mantenerte pegada al rival, meter el cuerpo, aguantar codazos y soltar improperios cuando la bola te daba en el pie, te destrozaba y encima era falta tuya.

Simplemente la rutina de acudir al campo cada domingo temprano a pesar de los posibles estragos del día anterior. El orgullo de cortar una bola y de hacer un látigo de revés perfecto. El cansancio y la ausencia de cambios en el banquillo, pero daba igual porque había que continuar sí o sí. Mis pensamientos casi siempre acaban en el último partido, en el chaval con más cuerpo y más fuerza de la liga, a un metro de mí, golpeando la bola con instintos asesinos y el sonido sordo en mi cabeza. Verme en el suelo, la sangre y mi empecinamiento en que tenía que seguir jugando. Andrés, mi entrenador, mareándose cuando me pusieron las grapas y las risas, las risas siempre hablando con él, contándome sus excesos, su fin de semana y en fin...

Tantos ridículos momentos que se echan de menos. Lo más banal, lo más puramente cotidiano. La suerte de practicar un deporte que te gusta, y el desafortunado sentimiento de echarlo de menos. Sobre todo cuando salgo a correr, eterno aburrimiento, y no puedo dejar de pensar que yo lo que quiero es sentir la madera cascada entre las manos y perseguir la bola. Solamente eso.

2 comentarios:

Trid dijo...

Tanto como codiciada jajajaja
:)

Soñadora Empedernida dijo...

Codiciada y a callar. Portera! :)