viernes, 11 de mayo de 2012

Ayer no sólo había nervios e ilusión sobre las tablas. También estaba ese sentimiento injusto que nosotros experimentamos hace dos años: era la última. La última actuación después de tantos años de ensayos y de tan poca gloria que a tanto sabe. Se me encogió el corazón cuando Rubén -esa persona que destacaba en este grupo de teatro, pues siempre hay alguien que lleva las riendas- dio un paso adelante, ya finalizada la obra, y mientras muchas compañeras lloraban sin poder evitarlo él lanzó una pregunta retórica sin luchar contra su voz, que también acabó quebrándose. Se preguntó que quién le iba a decir a él, a un adolescente disléxico que apenas podía leer textos en voz alta, que apuntarse a un grupo de teatro hacía cinco años le iba a dar la vida. O al menos parte de ella.

Y ahí está la magia.

El teatro nos ha visto crecer y por eso duele haber crecido demasiado. Tener que dejarlo porque cambias de espacio, de sitio, de rutina. Pero nunca de espíritu. En estos dos años no se ha apagado ni un ápice las ganas que tengo de hacer teatro justo adheridas a la piel. Es una de esas sensaciones a las que sólo se llega probándolo. Metiéndote en la vida de otro desde el mismo momento en el que estás obligado a dejar de ser tú.

A mí se me rompió el corazón ayer al verlos llorar como si fuera su último día en este universo paralelo. Pero siempre queda la pasión inagotable y en el horizonte las nuevas oportunidades. ¿Que tendrán otro sabor y a veces no es agradable acostumbrarse a él? Por supuesto. Pero eso no nos puede frenar.

No nos puede frenar porque somos gente que hemos sufrido y llorado como nadie por el hecho -banal, teóricamente- de no conseguir un personaje. Una voz, unos gestos. Muchos miércoles de ensayo se hacían eternos porque significaban fracaso y desorientación, dolor y rabia. Suena exagerado, pero hemos llegado a vivir verdaderas obsesiones y tristezas que se clavaban como astillas debajo de las uñas. Al menos Tal y Tal, de repente vio cómo pasaba de los primeros años en los que hacíamos teatro para divertirnos a los últimos, en los que el nivel de exigencia nos destrozaba en silencio porque si lo admitías estabas perdido. Pero luego llegaba el momento crítico, el gran momento en el que se iban por el desagüe ocho meses de trabajo en apenas dos horas, y recordábamos por qué estábamos ahí. Por qué habíamos sufrido tanto.

Por la sala llena, el sonido de los aplausos, la sonrisa encendida de pura euforia. El cuerpo destrozado pero el alma viva, vibrante. Por haber sido capaces de provocar sentimientos en ajenos, por, después de todo, no haber sido unos fracasados. Solamente unos sinnombre, desconocidos desde la primera palabra que sale de nuestras bocas y que tantas veces hemos leído en un guión. Eso, a mi juicio, no puede equipararse con ninguna otra experiencia que como humana haya conocido.

Y claro que siento nostalgia. Siempre. Normalmente apagada, pero otras veces golpeándome con fuerza. Pero como escribí hace dos años y le dije ayer a Etcétera, Etcétera...

Me quedo con esa euforia. Con los seis años que ha durado esto, que han sido tan geniales, tan intensos, me han hecho tan feliz... Que no puedo estar triste. Sólo eternamente agradecida.

2 comentarios:

Sergio dijo...

Cuanta razón. Conseguir estar encima de unas tablas en esencia casi pura, neutral a cualquier hecho exterior o incluso interior, haciendo -que no actuando- desde lo opuesto a nosotros y dejándonos simplemente estar ante la tormenta de viento que se nos presenta, es lo más verdadero que he conocido.

Por mucho que me queje, nunca volvería atrás para cambiar mis pasos porque creo que estos han sido la mejor elección que he hecho. Aunque cuando anhela un joven estudiante de interpretación sus inicios, su base, su impulso...

...Teatro, :)

Juan Camilo dijo...

Hay momentos en la vida que a uno lo rondan una o dos ideas y esas ideas rigen todo el moviento de la vida. Es bueno identificarlas y con lo que ya se tiene, trabajar con ellas.