domingo, 26 de mayo de 2013

Si hay algo general que se aprende, o se lee de pasada, en cualquiera de los saberes es que el ser humano es un ser social. Por lo general, necesitamos las relaciones sociales y en torno a ellas se basan los cimientos más fuertes de nuestra existencia. Aunque haya veces en las que marchemos solos siempre tenemos como motor las personas que encontraremos más allá y las personas que nos esperan en el paraje que acabamos de dejar atrás. Necesitamos amarnos, completarnos, conversar tanto como necesitamos discutir, odiarnos, decepcionarnos. Ser feliz a consecuencia de otros se equipara a sufrir a consecuencia de otros en el sentido en el que no sería igual si estuviéramos solos.

Sin embargo hay ocasiones en que los límites se vuelven difusos y confundimos nuestro individualismo con nuestra capacidad de relacionarnos. Nos empeñamos en ser grandes dejando a otros pequeños y queremos convencernos de que este acto es inherente a nuestra naturaleza. ¿Por qué? ¿Por qué gastamos tantas energías en sentirnos mejor o peor respecto a otra persona, en crecernos haciendo a otros menguar, en caer en el abismo de la comparación no legítima?

Es un abismo porque de ahí nunca se sale. No hay desenlace bueno o malo cuando calificamos a otra persona guiados por la egolatría con el único propósito de acallar los monstruos que gritan nuestra mediocridad, nuestras oportunidades perdidas o nuestra indolencia. En ese momento no existe motor o camino, sólo ignorancia y desprecio por nosotros mismos y por aquellos que usamos para nuestro propio alivio. ¿Qué alivio merece mirar hacia otro lado? ¿Qué alivio hay en la cobardía de ponerle a nuestros problemas el nombre de otro a modo de bálsamo adulterado?

Al contrario que en todas nuestras relaciones sociales, ahí no somos seres sociales. Somos seres negadores, egoístas, obcecados, invidentes... Con el único propósito, a largo plazo, de seguir haciéndonos daño a nosotros mismos.

"En la vida te encontrarás a muchos gilipollas. Si te hacen daño piensa que es su estupidez la que les impulsa a hacerte daño, así no responderás a su maldad... Porque no hay nada peor en el mundo que la amargura y la venganza. Sé siempre digna e íntegra contigo misma."

viernes, 24 de mayo de 2013

Nadie te va a querer como yo nunca.

Pero, ¿y tú qué sabes, gilipollas? Eso déjame decidirlo a mí.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Acompáñame.

- ¿De verdad que vas a acompañarme?- preguntó él extrañado, mirándola a esos ojos claros.
- Pues claro. ¿Qué te crees?
- Entonces dame la mano y cierra los ojos. Escúchame.

Y, valiente y decidido, se la llevó bien lejos. Le enseñó los secretos mejor guardados de los bosques; la infinidad de criaturas que allí habitaban, entre raíces y ramas, agazapadas y temerosas del aparente odio del ser humano a sus frutos. Ella se aterrorizó al principio, cuando las conoció, a todas, felices de una forma triste, condenadas a permanecer escondidas en los troncos de los árboles, o donde fuera.

Más tarde escuchó atenta sus historias, y se le llenó el alma con la ilusión que todos aquellos seres otorgaban a cada palabra. En sus ojos sintió titilando las emociones, y cómo se derramaban hasta sus labios las sales que habían permanecido en sus adentros demasiado tiempo. Pero siempre estaba él, con su luz, cogiéndola de la mano e impidiendo que se cayera. Guiándola. Tuvo que despedirse de todos ellos, pero prometió que volvería, siempre que la necesitaran, y que los escondería de cualquier peligro, incluso del ser humano, al que temían tanto.

- ¿Y por qué me has pedido que te acompañara? - le preguntó ella cuando se alejaban de los bosques.
- Quería que vinieras conmigo. Que estuvieras aquí.

Ella sonrió de esa manera tan suya, tan gris, y esperó al siguiente destino.

La paseó por los océanos y los ríos, le presentó a las criaturas que habitaban las nubes, y le susurró que había muchas más, que ya ni siquiera salían a la luz, que iban muriendo poco a poco porque se habían dado por vencidas. Ella contempló la Tierra en toda su extensión, y pensó en los millones de recovecos que resbalaban a la mirada de la gran mayoría por culpa del descuido de muchos y el temor de unos pocos. Esos pocos… ¿Y si desaparecían?

- ¿Por qué?

Él no respondió a su pregunta. Simplemente la abrazó y ella sintió todo su calor, allí mismo, y decidió deshacerse de las alas de metal que arrastraba y se sintió libre, entre sus brazos. Y volvió a llorar, esta vez de verdad, aliviándose de ese quiste de tristeza que se le había ido formando en las entrañas.

Y así vio la Tierra también el primer Arcoiris, desperezándose del inesperado nacimiento, mientras la Lluvia y el Sol se abrazaban en silencio. Todavía sale, a veces, cuando el llanto de ella es tan desconsolado que él acude, una vez más, y la mece en silencio hasta que apaga sus penas. Pero ella sonríe. ¿Por qué? Porque les prometió a esas criaturas que volvería. Y cada vez que lo hace y ve que siguen en pie llora, hablándoles así, contándoles que lamenta que sigan vivas sin que nadie más pueda verlas, disfrutar de su presencia. Solamente preguntarse a qué viene este aguacero, si querrá decirnos algo, por qué parece que llueve con tanta fuerza.


NOTA: cuentecillo escrito en 2008 y recuperado hoy de casualidad haciendo limpieza de correo electrónico.

viernes, 3 de mayo de 2013

Antes no lo hacía; pero porque no me daba cuenta de que a veces es necesario. A veces me es necesario pararme a pensar y reconciliarme conmigo. Cuando noto la cercanía de la angustia o la rabia freno mis mecanismos porque ya sufrí demasiado y prefiero quedarme en silencio. Antes apenas me abandonaba al silencio y no hay mejor manera de escapar de estos ratos de esquizofrenia.

He de recordarme a mí misma, una vez más, que en esencia, si me despojaran de todo cuanto conozco, de todos cuanto conozco, sólo quedaría yo misma. Y por eso debo pararme y cuidar mi espíritu, porque al final todo se reduce a él. Todo. Hace meses aprendí que lo más importante es mantenerme sana mentalmente e íntegra, y simplemente de vez en cuando he de recordármelo a conciencia para no caer en una desesperación absurda por una persona que no soy yo.

No.

Entonces tengo que parar.

Cada uno es dueño de sus actos y por eso yo debo remitirme a los míos. Únicamente. Me costó mucho aprehender que mi vida es la única vida que me corresponde. Cuando ya no quede nada, cuando vuelva a no quedar nada, o cuando yo sienta la nada adentro, sólo quedaré yo misma. Ni siquiera seguirán está habitación y esta cama donde acabo siempre sentada mientras me reconcilio conmigo misma. Ni siquiera eso, que ahora parece tan inherente.