sábado, 3 de agosto de 2013

Estoy pensando en esa chica que estaba en un concierto con sus amigos mientras en tres horas debía coger un tren. Se había dejado la maleta y la mochila preparada de manera que pudiera apurar el tiempo al máximo en el concierto. Ya en la estación se despidió de sus padres con lágrimas de su madre, llena de miedo, y con el dolor lacerante en el pecho de las despedidas. Era de madrugada, así que casi todo el mundo en el tren dormía. El ambiente era lúgubre, demasiado nocturno, así que ella intentó dormir para olvidarse de esa atmósfera gris y de que se acababa de quedar sola. Sola. Se concentró en lo que tendría que hacer al llegar a Reus e intentó tranquilizarse. Con escaso éxito.

Luego en Reus tuvo que esperar a que saliera el primer autobús que conectaba la estación con el aeropuerto, a las siete de la mañana. Todavía quedaban horas y el viaje la había dejado exhausta. Era verano, pero era un día inusualmente frío, y agradeció llevar la sudadera y el pañuelo, que su madre le había dado en el último momento, consigo. Cuando uno viaja solo parece que hay un imán que atrae a las demás personas solitarias. Por ello, imagina esa chica, en las horas de espera habló con más gente que esperaba, mientras ella mataba el tiempo jugando al solitario en su iPod y cargaba su móvil en el baño escondida del vigilante de seguridad que le había reprendido por estar cargándolo en un enchufe de la estación.

Estoy pensando en ella y en cuando por fin cogió el bus, después de hablar con más solitarios que caminaban por ese amanecer en Reus, y llegó al aeropuerto que, por suerte, no era muy grande. Pesó sus bultos y comprobó que se había excedido en el peso permitido, así que, de nuevo en otro baño, desperdigó sus bártulos para intentar reordenarlo todo y que pesara menos. Así acabó con diversos objetos colgándole de la mochila. También en el baño habló en inglés con una señora de aspecto amable y se miró en el espejo recordando que debía tranquilizarse.

Aguantó las horas de espera dormitando en un banco mientras mantenía sus manos en su equipaje. Escuchaba la conversación de unas chicas que viajaban juntas y que luego resultaría serían de su propia ciudad y, además, vecinas suyas en Irlanda. Elena y América, se llamaban. En la cola de embarque volvió a contestar a preguntas de padres preocupados que habían acompañado a sus hijos hasta ahí mismo y los envidió. Por no estar solos. Más tarde conoció a una chica nerviosa que iba a estar tres meses trabajando fuera de au pair, y en sus compañeras de asiento en el avión halló a dos chicas muy diferentes pero simpáticas y con mucho mundo. También las envidió.

Ya en tierras extranjeras, un chico muy guapo al que había observado en el vuelo le gritó que si sabía dónde se cogía el autobús de la línea 16. Ella contestó que era justo el que estaba buscando y decidieron continuar juntos. Cogieron el autobús, hablaron de sus miedos, rieron, se bajaron por azar en una parada porque los buses irlandeses son una locura, y hablaron con unas chicas que intentaron indicarles hacia dónde tenían que dirigirse. Sus caminos se separaban. Se dieron dos besos y Dani se alejó. La chica volvería a verlo un par de veces más por las calles de Dublín.

Ella se perdió. Caminó dos horas arrastrando la maleta, preguntó y preguntó, consultó los mapas y al final tuvo que parar un taxi que la dejó en la puerta. Volvió a equivocarse de residencia y, ya en la suya, las claves de acceso que le habían dado eran erróneas. Llamó por teléfono al vigilante, que al ser domingo no estaba, y en un inglés con fuerte acento paquistaní le explicó cómo debía proceder. Al fin llegó a sus llaves y buscó su apartamento bajo la lluvia, esa lluvia irlandesa que luego ella añoraría tanto. Pero en ese momento la lluvia ponía de relieve el día desastroso, la nostalgia del hogar, la dificultad del viaje en solitario. Pero llegó a su apartamento y a su habitación. Al fin.

Y una vez allí respiró tranquila y escuchó la lluvia mientras España enloquecía porque acababa de ganar la Eurocopa. Habían sido más de quince horas de viaje. De aventuras, pensó. Y sonrío. Lo había conseguido. Estaba sola, había llegado, se sentía plena, dispuesta a comerse esa isla esmeralda. Se había reconciliado consigo misma. Estaba completa.

Y ahora estoy pensando en esa chica. Simplemente en esa chica.

2 comentarios:

Yonseca dijo...

Ojalá que algún día me toque pasar por lo mismo.

Un abrazo, Soñadora.

Soñadora Empedernida dijo...

Muchas gracias por seguir pasándote por aquí. Es todo un honor.

Y por supuesto que llegará ese día, Yonseca. Yo ya espero poder repetirlo para no perder de vista a esa chica :)

Un abrazo!