miércoles, 28 de agosto de 2013

Historias de tranvía.

Una pareja de ancianos que susurran entre ellos. Visten de una manera verdaderamente elegante, y no despegan las manos que se agarran con la fuerza que les queda. Son como el testimonio de que el amor puede seguir fortalecido después de decenas de años. Él la mira con atención mientras ella ríe tímidamente de vez en cuando. Podrían ser dos adolescentes atrapados en cuerpos arrugados.

Una mujer de unos cuarenta años con muchas ojeras guarda entre las piernas un par de bolsas de cartón y observa la ciudad por la ventana. Guarda silencio. Le ha cedido el asiento un joven con barba de varios días y una mochila al hombro, y en su gesto de agradecimiento sorprendido parece que se haya vislumbrado que se siente ya mayor. Envejecida. Se rasca la mejilla mientras llama la atención que lleve un pañuelo al cuello con el calor que hace en verano en Zaragoza. A ella parece no importarle. Eso sí, se atusa el pelo una y otra vez, mientras aprieta ligeramente las rodillas para que no se caigan sus bolsas.

Un joven con barba de varios días y una mochila al hombro le cede el asiento a una mujer de unos cuarenta años con muchas ojeras con gesto amable. Se ajusta la mochila al hombro y se agarra a una de las barras del vagón mientras apoya levemente la cabeza en el cristal y cierra los ojos, como descansando. Parece que su mochila pesa bastante, porque se queja reiteradamente del peso que carga por los movimientos que hace, pero no cambia su gesto sereno. Tiene unos ojos verdes extraños, como si buscaran algo de compañía, limpios. Como los de un niño.

Una chica que mira su móvil una y otra vez y que parece que ha olvidado peinarse esa mañana se acomoda en su asiento. Lleva una carpeta consigo, todo indica que va a estudiar, tal vez algún examen pendiente para septiembre. Lleva el rímmel ligeramente corrido, como si se hubiera maquillado con demasiada prisa. Bosteza, despreocupada, haciendo saber a todo el mundo a su alrededor en el sonoro gesto que no ha dormido demasiado o -también podría ser- que necesita una siesta y por eso mira el móvil, para no quedarse dormida en mitad del trayecto.

Un hombre en traje y bastante atractivo se muerde la uña del dedo meñique de una de sus manos, muy cuidadas, mientras escucha música. Lanza miradas desairadas a su alrededor, y alguna mujer las intercepta sonriendo tímidamente después de que él inicie el intercambio de muestras dentales. Entre sus pies guarda un maletín, por lo que es obvio que se dirige al trabajo, viéndolo tan impecable. Sigue mirando, a veces con descaro, dejando patente que se trata de una persona atrevida.


Una pareja de ancianos que de vez en cuando susurran que se quieren, mientras lo mezclan con palabras cotidianas que aluden a la necesidad de comprar una barra de pan o de arreglar la puerta de la cocina. Se han puesto sus mejores ropas porque hace meses que sienten que cualquiera puede ser su último día y quieren que la muerte los sorprenda bien vestidos. Y juntos. Por eso se agarran fuerte de la mano mientras piensan en cómo hacían el amor por la mañana, antes de salir de casa, y ella se ríe al recordarlo. Son como dos adolescentes que se aman y que aceptan que no es mucho el tiempo que les queda. Aunque todo el que queda atrás les haya sabido a tan poco. Juntos todo ha parecido siempre demasiado efímero.

Una mujer de unos cuarenta años con muchas ojeras se empeña en guardar bien las bolsas de cartón que lleva entre las rodillas y observa la ciudad a través del cristal diciéndose a sí misma que debe tranquilizarse. Cuando el joven de la barba de varios días y la mochila al hombro le ha cedido el asiento, se ha sobresaltado al principio porque le ha tocado el hombro que lleva dolorido y por un momento sus fantasmas han vuelto. Se sabe envejecida, fea, físicamente inapropiada para cualquiera que busque un romance. Al notar la mirada curiosa de una chica en su pañuelo se lleva la mano a la mejilla para recolocárselo y que la joven no llegue a ver los moratones que adornan macabramente su cuello. Se moriría de miedo si alguien los descubriera. Nerviosa, se atusa el pelo sin cesar porque desde que era una niña tiene ese gesto cuando se siente insegura, y aprieta las rodillas pensando que le lleva la comida para el descanso del trabajo al que hasta hace dos años fue su marido, el mismo que le daba una media de dos palizas por semana y que volvió hace quince días diciéndole que la amaba como nadie, aunque lo que echara de verdad de menos fuera tener un pelele sobre quien descargar su frustración y su amargura desde sus demonios hasta ella, a través de sus puños.

Un joven con barba de varios días y una mochila al hombro le cede el asiento a una mujer de unos cuarenta años con muchas ojeras porque le recuerda a su madre y se percata de que lleva tiempo sin llamarla. Se ajusta la mochila y cierra sus dedos en torno a una de las barras del vagón mientras intenta que el frío del cristal le cure la jaqueca, inamovible de su ser desde hace tres días. Tres camisas, dos camisetas, un par de pantalones, unas zapatillas de repuesto y todos los libros y películas que pudo llevarse es todo lo que lleva en la mochila, que lo acompaña desde hace una semana, el mismo tiempo que lleva vagando por la ciudad sin ningún tipo de rumbo. Se ve reflejado en el cristal y vuelve a verla a ella segundos antes de que el camión se llevara su coche, el de los dos, por delante, justo en mitad de una carcajada, y se le inundan las pupilas de lágrimas al sentir el vacío desgarrador en el pecho. Como un niño, cuando se siente perdido.

Una chica que mira su móvil una y otra vez se revuelve en su asiento mientras piensa en los pelos que debe de llevar después de esa noche. Lleva consigo la carpeta de la universidad porque salía de la biblioteca la tarde anterior cuando se lo encontró a él y pensaba que se desmayaba allí mismo. Luego, en casa de él, lloró tapada por las sábanas después de haber accedido a meterse en su cama de nuevo intentando no despertarlo. Bosteza porque apenas pudo dormir y se dice en silencio que es lo mínimo que se merece, mientras desbloquea el móvil una y otra vez esperando encontrarse un mensaje que sabe que no va a encontrar.

Un hombre en traje y bastante atractivo se muerde la uña del dedo meñique porque acaba de observar una minúscula gota de sangre en ella. Sin atisbo de culpabilidad ante el recordatorio carmesí, mira a su alrededor en busca de la que podría ser fácilmente su próxima víctima, captando algunas sonrisas de putas ingenuas que no saben dónde se están metiendo. Repasa mentalmente cada una de las herramientas que guarda celosamente en el maletín y decide que cuando baje del tranvía desayunará tranquilamente antes de ojear los periódicos en su propia busca. A través de los ojos es como se contacta mejor con las personas, en la desnudez infinita de una mirada, y así es como le gusta comenzar sus pequeños rituales, escrutando pupilas, con calma, eligiendo, al cabo de un tiempo, la próxima persona con la que calmará su sed.


Y, por último, una chica con camiseta verde y una chaqueta vaquera gris, a quien le sobra imaginación, ignora su dolor de estómago sólo porque le duele muchísimo más el corazón. Observa a la gente pensando en qué se esconderá detrás de todas esas respiraciones, esas ojeras, esas sonrisas y esos gestos cansados de cualquier mañana temprano.

lunes, 26 de agosto de 2013

"Ya iré durando más."

Dijiste la primera vez.

Pero eso nunca ocurrió.
A veces me pregunto si ahora seguirás diciéndolo en las escasas ocasiones que se te presentan, o, por el contrario, ya habrás aceptado que el egoísmo y tanto porno han hecho de tu capacidad sexual una auténtica mierda.

sábado, 24 de agosto de 2013

lunes, 12 de agosto de 2013

Hay heridas que nunca cierran completamente. Pero siempre queda la opción de aceptarlas y volver a caminar con ellas. No digo que debamos acostumbrarnos a las punzadas de dolor que de vez en cuando nos asaltan; digo que no debemos empecinarnos en que un dolor no existe cuando su eco permanece a pesar de todo. Por ello, queda seguir adelante. Siempre seguir adelante.

domingo, 11 de agosto de 2013

Lo importante de las decisiones es no perder las ganas de mantenernos fieles a ellas.

lunes, 5 de agosto de 2013

"Everyone wants an Argentina, a place where the slate is wiped clean. But the truth is Argentina, is just Argentina. No matter where we go, we take ourselves and our damage with us. So is home the place we run to, or the place we run from? Only to hide out in places where we're accepted unconditionally? Places that feel more like home to us. Because we can finally be who we are."


Dexter

Una madre coloca a sus hijos delante de una fuente en el Paseo Independencia para hacerles una foto. Son dos niños que, siendo el mayor de unos diez años y la pequeña de unos siete, me recuerdan inevitablemente a mi hermano y a mí. No es una fuente ni siquiera bonita, pero la estampa me hace sonreír. Sonrío por los tiempos perdidos. Por cuando no existía el tedio sino solamente la impaciencia y por cuando la vida estaba por estrenar y no pesaban los días, sino el ansia de más. Sonrío por un tiempo efímero que creemos que va a durar para siempre porque se hace interminable en primera persona pero luego parece tan fugaz visto reflejado en unos ojos ajenos.

Sonrío por todo ello, pero los ojos esta vez no acompañan a los labios.

sábado, 3 de agosto de 2013

Estoy pensando en esa chica que estaba en un concierto con sus amigos mientras en tres horas debía coger un tren. Se había dejado la maleta y la mochila preparada de manera que pudiera apurar el tiempo al máximo en el concierto. Ya en la estación se despidió de sus padres con lágrimas de su madre, llena de miedo, y con el dolor lacerante en el pecho de las despedidas. Era de madrugada, así que casi todo el mundo en el tren dormía. El ambiente era lúgubre, demasiado nocturno, así que ella intentó dormir para olvidarse de esa atmósfera gris y de que se acababa de quedar sola. Sola. Se concentró en lo que tendría que hacer al llegar a Reus e intentó tranquilizarse. Con escaso éxito.

Luego en Reus tuvo que esperar a que saliera el primer autobús que conectaba la estación con el aeropuerto, a las siete de la mañana. Todavía quedaban horas y el viaje la había dejado exhausta. Era verano, pero era un día inusualmente frío, y agradeció llevar la sudadera y el pañuelo, que su madre le había dado en el último momento, consigo. Cuando uno viaja solo parece que hay un imán que atrae a las demás personas solitarias. Por ello, imagina esa chica, en las horas de espera habló con más gente que esperaba, mientras ella mataba el tiempo jugando al solitario en su iPod y cargaba su móvil en el baño escondida del vigilante de seguridad que le había reprendido por estar cargándolo en un enchufe de la estación.

Estoy pensando en ella y en cuando por fin cogió el bus, después de hablar con más solitarios que caminaban por ese amanecer en Reus, y llegó al aeropuerto que, por suerte, no era muy grande. Pesó sus bultos y comprobó que se había excedido en el peso permitido, así que, de nuevo en otro baño, desperdigó sus bártulos para intentar reordenarlo todo y que pesara menos. Así acabó con diversos objetos colgándole de la mochila. También en el baño habló en inglés con una señora de aspecto amable y se miró en el espejo recordando que debía tranquilizarse.

Aguantó las horas de espera dormitando en un banco mientras mantenía sus manos en su equipaje. Escuchaba la conversación de unas chicas que viajaban juntas y que luego resultaría serían de su propia ciudad y, además, vecinas suyas en Irlanda. Elena y América, se llamaban. En la cola de embarque volvió a contestar a preguntas de padres preocupados que habían acompañado a sus hijos hasta ahí mismo y los envidió. Por no estar solos. Más tarde conoció a una chica nerviosa que iba a estar tres meses trabajando fuera de au pair, y en sus compañeras de asiento en el avión halló a dos chicas muy diferentes pero simpáticas y con mucho mundo. También las envidió.

Ya en tierras extranjeras, un chico muy guapo al que había observado en el vuelo le gritó que si sabía dónde se cogía el autobús de la línea 16. Ella contestó que era justo el que estaba buscando y decidieron continuar juntos. Cogieron el autobús, hablaron de sus miedos, rieron, se bajaron por azar en una parada porque los buses irlandeses son una locura, y hablaron con unas chicas que intentaron indicarles hacia dónde tenían que dirigirse. Sus caminos se separaban. Se dieron dos besos y Dani se alejó. La chica volvería a verlo un par de veces más por las calles de Dublín.

Ella se perdió. Caminó dos horas arrastrando la maleta, preguntó y preguntó, consultó los mapas y al final tuvo que parar un taxi que la dejó en la puerta. Volvió a equivocarse de residencia y, ya en la suya, las claves de acceso que le habían dado eran erróneas. Llamó por teléfono al vigilante, que al ser domingo no estaba, y en un inglés con fuerte acento paquistaní le explicó cómo debía proceder. Al fin llegó a sus llaves y buscó su apartamento bajo la lluvia, esa lluvia irlandesa que luego ella añoraría tanto. Pero en ese momento la lluvia ponía de relieve el día desastroso, la nostalgia del hogar, la dificultad del viaje en solitario. Pero llegó a su apartamento y a su habitación. Al fin.

Y una vez allí respiró tranquila y escuchó la lluvia mientras España enloquecía porque acababa de ganar la Eurocopa. Habían sido más de quince horas de viaje. De aventuras, pensó. Y sonrío. Lo había conseguido. Estaba sola, había llegado, se sentía plena, dispuesta a comerse esa isla esmeralda. Se había reconciliado consigo misma. Estaba completa.

Y ahora estoy pensando en esa chica. Simplemente en esa chica.

viernes, 2 de agosto de 2013

No me cuentes tu vida disfrazada de metáfora. No me intentes hacer creer que lo que ocurre es una historia ficticia que aplicas a unos personajes que proceden de tu imaginación. En realidad puede palparse que has volcado tus frustraciones acerca de una vida que nunca vivirás, unas palabras que nunca dirás y unos labios que nunca vas a besar. No me interesa tu vida mundana, sino tu universo interior, esas historias siempre que sean reales y creativas, siempre que puedan alimentar mis sentidos.

Pero no te obceques en sacar brillo a tu existencia poniendo de excusa tu literatura. Sácale brillo a tu literatura poniendo de excusa tu existencia, tus vivencias, los cimientos sobre los que erigirás tus mundos. Y, sobre todo, lee los mundos de otros. Porque sólo así podrás aprender. Despreciando las palabras de otros sólo estarás despreciándote a ti mismo. No te dejes llevar por tu egocentrismo porque entonces, viviendo sólo por y para ti mismo, ignorando a aquellos a los que tienes que llenar de letras, sólo conseguirás una cosa. Una única cosa: ser un mal escritor.