martes, 6 de mayo de 2014

Nos vendieron la vida adulta como el abandono de las pasiones mal medidas de la adolescencia y el paso a una madurez que nos convertía en mejores seres humanos.

Era mentira.

La vida adulta no es más que una prolongación de los errores y malentendidos de la adolescencia. Aquel que disfrutaba desollando a los demás con palabras envenenadas cuando no estaban delante en el patio del instituto, lo seguirá haciendo cuando está fumándose un cigarro en la puerta de la oficina con treinta años más. Por otra parte, aquel que se ofrecía a ayudar a un compañero o no le importaba que dieran un bocado a su bocata de tortilla en los recreos, con veinte años más seguramente seguirá siendo mucho mejor persona que los que rabiaban si alguien les pedía bocadillo.

Sin duda, es una de las mayores decepciones que se van asimilando cuando uno crece. Que esa responsabilidad inherente teóricamente a la vida adulta que apagaba las hipocresías y las puñaladas traperas era falsa. Que no existe. Que quien es honesto lo es desde que tiene consciencia; y quien cuando la adquiere decide usarla para torcerse... sigue torcido. Por muchos años que cumpla.

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