martes, 11 de noviembre de 2014

Todavía siento el dolor latiendo tímidamente entre mis costillas. Se adhiere a mi espalda por su parte interna y cubre toda mi extensión hasta el pecho. Es como una nostalgia pasajera. Una melancolía extraña que se relaja y contrae si activo o no esas notas musicales.

Duele, pero no deja de fascinarme.

Que el efecto de una mera película todavía me dure hoy, dos días después de haberla visto, no deja de ser fascinante. Cada vez que pienso que el cine, y la cultura en general, no es una disciplina como la Medicina o el Derecho, la Economía o la Física, cuya utilidad están mucho más respetadas socialmente, acaba despertándome un latigazo de conmoción cuando veo una película y entonces acabo cuestionándome el concepto de utilidad. Qué nos es útil y qué no. Hasta qué punto nos importa lo que ocurra con nuestro espíritu (y entiéndase espíritu como el cúmulo de todos esos aspectos intangibles pero presentes en nuestros días, lo más puramente subjetivo).

Hacía muchos días que no me paraba a pensar tantísimo. Que no le daba vueltas a algo que acaba interesándome y atrapándome por el simple hecho de permanecer en mi mente más de un día, por conformar un reto que intento desentrañar vertiendo esfuerzo. Y todo ello por un estímulo externo; por un guión hecho imágenes que alguien pensó y consiguió filmar, activando ese mecanismo místico que no deja de ser todas las fases que conforman la realización de una película o cualquier objeto artístico destinado a alimentar espíritus.

Ya lejos del componente más general, centrándome en lo que siento ahora mismo a nivel personal, no dejo de preguntarme por qué me ha afectado tanto. Por qué otras películas no tanto, y estas sí. La primera no deja de ser un enigma que a todos los insatisfechos nos gusta intentar resolver; la segunda no va más allá de un drama real y contundente sobre que el amor no siempre vence porque lamentablemente no somos capaces de controlar todos los elementos circunstanciales que influyen positiva y negativamente.

Me detengo más en el desgarro que me produce esta segunda, y reflexiono. Estoy llegando a la conclusión de que la he sentido más porque entendí a sus protagonistas más allá de sus gestos, porque me adentré en su intrahistoria y comprendí perfectamente el amor que sentían el uno por el otro en apenas un plano de sus miradas que no dura ni dos segundos. Tal vez antes no me ocurría porque todavía tenía mucho que descubrir en mi vida real, en esos días que controlo sólo yo.

Creo que por eso el dolor del deterioro y la pérdida de algo tan valioso me arrasó tanto. Porque me dejé llevar por cada segundo en el que se combinaba imagen y sonido y me metí de lleno en ese amor natural y despreocupado del que surgieron cosas hermosas y que un golpe brutal lo dejó temblando e incapaz de recuperarse. Incapaz de recuperarse. Los dos protagonistas sufrían paulatinamente debatiéndose entre aceptar y no aceptarlo: que se amaban, pero su tiempo había terminado. "Que la vida no hace regalos como ese", dirá, resignada y aceptando la derrota, su protagonista femenina.

Todavía siento su dolor, el de él y el de ella, aquí conmigo. Supongo que parte de la culpa la tiene esa comprensión de la que escribo, esa aprehensión superior de todo lo que ocurría. Ese nivel de percepción que antes, creo, no habría podido alcanzar nunca sin todo lo vivido estos últimos seis meses. Y que sin embargo ahora aquí me tiene, con las costillas espiritualmente doloridas, fascinándome por esa fuerza tan íntima y azarosa.

Esa fuerza, que sigue aquí, todavía hoy, y que al final me remite de una manera agridulce a lo mismo: por qué me gusta tanto sentir, y por qué me gusta tantísimo esto.


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