viernes, 25 de abril de 2014

Hay una idea peligrosa que cruza muy de vez en cuando por mi mente. ¿Puede sobrevivir el ser humano sin pasión? No como una cuestión de carne, sino de espíritu. La supervivencia está asegurada para todo tipo de humanos autómatas que han desterrado de su ser cualquier arrebato de entusiasmo, ya sea o no por voluntad propia. Pero, aún hoy, quiero que sobrevivir tenga para mí más relación con resistir y menos con la mera subsistencia. Ahí es cuando entra en juego la pasión.

Sin embargo conforme pasa el tiempo los días se hacen más planos y lo que antaño despertaba ese arrebato va convirtiéndose en un elemento más de la apatía. ¿De dónde viene? Me torturo a veces con que no proviene más que de mí, de esta reticencia extraña que he sufrido en el último año a la intensidad. Pero cómo he podido volverme reticente. Y, más importante aún, cómo podré dejar de serlo. En el fondo, sí, soy consciente: proviene de mí, porque no tengo fe en fuerzas externas que condicionen nuestro ánimo en lo más visceral, en todo aquello que procede de lo más profundo del pecho y de lo más recóndito de la mente. Todo aquello a lo que los demás no tienen acceso, esos recovecos que apenas se alcanzan a ver desde el exterior de ninguna ventana.

Califico la idea de peligrosa porque se obtiene una tranquilidad mucho más falsa pero también más sencilla alejándose uno de estas cuestiones. Para debatir internamente sobre un potencial vacío primero debe localizarse ese agujero, y no siempre es agradable percatarse de ese tipo de carencias. Al mismo tiempo, tener esta duda presente también empuja a superarla, porque si algo he aprendido es que las contrariedades sobrevienen para superarse y no para usarse de excusa para un abandono absoluto a la autocompasión. Pienso, también, que tendré tiempo de sobra para la clemencia, pero no ahora. Todavía soy capaz de resistirme.

No obstante, la parte de mí que todavía sigue fuerte cree en la existencia de la pasión, así como en -su a veces triste- necesidad. Si aquellos autómatas de los que hablaba antes nacieran así y no fuera una condición elegida, si fueran creados de manera aséptica a la pasión y a los anhelos, estoy segura de que su comportamiento acabaría tornándose diferente y suscitarían aquella pregunta que ya nos lanzó de una manera magistral Philip K. Dick:

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Entonces dije: la suerte me encuentra cuando no puedo dejarla pasar. Y en parte no me equivocaba.

lunes, 14 de abril de 2014

A las 20:53 estaba a tres minutos de la farmacia. A las 20:57 la llamó su madre para que cenara con ellos y tuvo que explicarle, como siempre, que esa noche estaba de guardia y que no podía. A las 20:59 estaba ya en la farmacia, un minuto después se había puesto la bata, y cuando pasaban dos minutos de las nueve de la noche se despidió de sus compañeros y se preparó para la que sería una larga noche. A las 21:03 bajó la persiana del comercio y se metió en el despacho a ver un capítulo de una serie. Su infección de oído había remitido en la última semana, pero todavía conservaba un pequeño dolor amortiguado y una pérdida de audición nimia pero presente. Se sentó más cerca de la puerta, por miedo a no escuchar a alguien que llamara con timidez.

Desde las 21:03 hasta las 1:00 de la madrugada, vendió una caja de paracetamol, tres paquetes 3x1 de condones, dos cajas de antibióticos y un bote de antiestamínicos. No estaba mal. También en ese lapso de tiempo vino a verla su madre con un tupper con torrijas, un par de amigos que pasaban por allí antes de irse de fiesta y una vecina de unos setenta años que, viuda desde hacía veinte, se aburría a menudo y casi siempre que la farmacia de la esquina estaba de guardia se acercaba a pasar revista y a ponerles al corriente de su vida.

Se aburría. Se aburría mucho. Quería aprovechar para estudiar inglés pero le daba pereza abrir el cuaderno, así que iba de un lado para otro reponiendo cremas anti-edad y champús balsámicos hasta que las estanterías estuvieron perfectas y volvió a verse otro capítulo.

A las 2:37 sonaron unos golpes en la persiana. Se acercó cerrándose la bata porque hacía frío.

- ¿Sí? ¿Qué deseaba?

Cuando su compañero se quedaba de guardia no tenía problemas, porque medía un metro y ochenta y seis centímetros, pero normalmente ella no llegaba a la abertura en lo alto de la persiana y tenía que subirse encima de una pequeña banqueta para poder ver a los clientes. Estaba oscuro, y no encontró la banqueta, pero aun así habló para que la persona que esperaba al otro lado no pensara que no había nadie.

- ¿Sí? -repitió.

Por unas milésimas de segundo, se asustó. Sintió el tacto frío de su teléfono móvil en el bolsillo de la bata. Era una persona asustadiza. Por eso no le gustaban las guardias. Por eso, y porque se aburría.

- Eh... Buenas.
- ¡Hola! - la voz le era familiar, así que se tranquilizó-. Estoy aquí, estoy aquí, disculpe que no pueda verla. ¿Qué desea? Dígame.
- Quería... - la voz, masculina, se paró, como expectante. A los segundo siguió hablando, con cierto tono de decepción-: Quería una caja de condones.
- ¿De qué marca?
- De la más cara -. Aquella voz parecía irritada.
- Está bien... ¿De seis, de doce, o de veinticuatro?
- Hostia, de la que te dé la gana.
- Muy bien, pero no hace falta ser grosero.

Se metió para dentro con esa voz buscándole algo en la mente. Antes de coger la caja de condones más cara que tenían en la farmacia, buscó la banqueta para poder verle el rostro cuando fuera a entregárselos. Pero no llegó al armario de los profilácticos. Cuando estaba a medio camino se paró en seco, respiró un par de veces y avanzó a zancadas hasta la persiana tropezándose con la banqueta, dándole una patada después y yendo finalmente a por ella cuando la localizó con el pie dolorido. La agarró rápidamente, la puso delante de la ventanilla y se subió.

- ¿David?
- Hombre, ya pensaba que te habías olvidado hasta de mi voz.
- Pero...
- ¿Qué tal estás, Erika? -. La voz había recuperado el tono amable, casi burlón, mientras por el cambio en el tono se intuyó que al pronunciar el nombre de ella había sonreído. 
- ¿Pero cómo eres tan hijo de puta, David?
- ¿Qué?
- ¿Qué haces aquí? ¿Comprar condones? Pues bien.

Erika se bajó de la banqueta zumbando y David sólo escuchó sus pasos y el leve sonido de su bata mientras caminaba deprisa. Cuando volvió y fue a retomar la conversación una caja de condones salió por la ventanilla directo a su ojo y tuvo que agacharse para esquivar el golpe.

- Hala, para ti. Invita la casa.

Y Erika se fue. Otra vez.

A las 2:45 seguía nerviosa.

A las 2:58 sintió ganas de llorar pero se contuvo porque pensó que no se lo merecía.

A las 3:06 sonaron golpes en la persiana. Fue a abrir hasta que escuchó la voz de David. Entonces no fue.

A las 3:31 estaba delante del estante de los condones.

A las 3:32 lloraba desconsoladamente.

A las 3:35, a las 3:36, a las 3:40 y a las 3:51 David volvió. Resultaba que no quería los condones, sino solamente ver a Erika y hacerla sufrir un poco. Se quedó sentado con la espalda apoyada en la persiana de la farmacia hasta las 5:52. Entonces se dio por vencido y se fue.

A las 6:59 Erika se quitaba la bata y a las 7:00 salía de la farmacia. Todavía le temblaban las manos cuando bajó la persiana. Desde la esquina opuesta David la observaba. Estaba preciosa; estaba preciosa siempre que estaba triste, era algo gris pero era así. La observó marcharse.

A las 7:01 se cagaba en sus propios muertos por ser un pobre imbécil.

A las 7:03 no soportaba el nudo en la garganta.

A las 7:05 se fue a casa, y en la primera papelera que vio tiró la caja de condones sin desprecintar siquiera.

sábado, 12 de abril de 2014

Basado en hechos reales

Eran cinco hermanos y murieron tres. Sí... De cinco hijos esos padres se quedaron sin tres de ellos. A uno se lo llevó el sida en los noventa, creo. Otro murió del puro desgaste y el otro... Recuerdo que un día el camarero del bar donde siempre estábamos me contó que Luis se pinchaba. Yo lo negué; varias veces, además. Luis era demasiado sensato, tenía una vida cojonuda, trabajaba, mujer, un hijo... Me dijo que Luis se pinchaba y que lo sabía porque a veces le dejaba toda su mierda en el lavabo. A mí me pareció una gilipollez. Pensé que seguramente Luis le dejara a pagar unas cañas y por eso el camarero estaba contando todo eso. El hermano de Luis, Damián, tenía fama de chico sensato y la verdad es que así era. Se me pasó por la cabeza hablar con él pero seguía sin creer al puto camarero, así que no hice nada. Una noche iba con mi novia y nos encontramos a Luis por la calle. Estuvimos hablando un rato, todo normal, y cuando nos despedimos me acuerdo que mi novia me preguntó por qué cuando yo dije que era cierto, que Luis se pinchaba. "Tenía las pupilas dilatadas", le dije. Y así fue... Resulta que Luis también se picaba, que ya no sólo le daba a los porros. Luis fue el que murió de sida. Un par de años después murió Damián, el hermano sensato. Resulta que él también estaba enganchado a la heroína.


miércoles, 9 de abril de 2014

Brunettino

En la alcobita, silencio y penumbra. En el silencio, el alentar de Brunettino ya dormido; en la penumbra, el nácar de su carita. Y, gozando ese mundo, el viejo sentado sobre la moqueta. Guardando ese sueño como guardaba sus rebaños: solitaria plenitud, lenta sucesión de momentos infinitos. "Siento pasar la vida", pensaría si lo pensase.
JL Sampedro 
Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre
y eso es lo que realmente
somos.

(JS)

martes, 8 de abril de 2014


This is major Tom to ground control

I'm stepping through the door
And I'm floating in a most peculiar way
And the stars look very different today