sábado, 20 de septiembre de 2014

Por el ventanal abierto de par en par de mi salón entra este frescor primerizo que allana el camino al Otoño. Atardece en este hogar que siento como tal a pesar de que a kilómetros se encuentre el que siempre será mi refugio y mi raíces. Me siento extrañamente feliz.

Feliz porque le doy un significado nuevo a las canciones y noto sus melodías abriéndose paso en mi estómago y haciendo que mi piel se sienta tan viva como hacía años que no conocía. Extraña porque te extraño, porque me faltas ante mí, tumbado en el sofá, mirándome teclear. 

Es demasiado fácil imaginarte llenando cada uno de los espacios donde me siento bien, como también es sencillo hacerlo con todos aquellos donde me siento peor. Constantemente fantaseo con la idea de encontrarnos y compartir fines de semana de complicidad y películas, paseos, frío, videojuegos, debates y peleas de cama. Las calles de Madrid están preciosas en Otoño; siempre me han gustado esos días de cielo gris que piden a gritos meter las manos en los bolsillos y que están salpicados por la luz de las farolas y de los coches que cruzan la Gran Vía. También me han gustado siempre esos otros días donde anochece pronto en Zaragoza y todo se arregla con las manos alrededor de un chocolate caliente. 

Quererte me hace sentir más los detalles. Puedo pasar minutos enteros sintiéndome afortunada de manera misteriosa. Como ahora. Ahora, cuando siento las primeras respiraciones heladas del Otoño y me voy cubriendo de la nostalgia que siempre me acompaña en esta estación. Nostalgia, que este año adquiere tonos diferentes a los anaranjados de siempre: esta vez también es amarilla y marrón, como tus ojos, y oscura si los pienso en la penumbra de tu habitación. 

martes, 16 de septiembre de 2014

Ictria bajó la mirada y no pudo evitar una mueca de agotamiento que apenas le duró un segundo. Alarmada, miró a ambos lados para comprobar que nadie la había visto. Todo aquel que no era sintimita tenía prohibido expresar sus sentimientos en público. Era un delito grave que podía mandarlos de vuelta a Gaia o, peor aún, encerrarlos una temporada indefinida en la Cabina. Ictria no querría ninguna de las dos cosas, pero mucho menos la segunda; pocos habían salido cuerdos de allí. Al menos en Gaia podría pensar... Aunque muriera de hambre a las pocas semanas.

Acudió a la llamada que gritaba su nombre y por el camino miró a través del gran ventanal de nuevo. Era imposible no sentirse sobrecogida. Ictria pensaba que jamás se le iría esa sensación cuando miraba al exterior. Jamás. Como jamás dejaría de ser una extranjera en Sintimión.

A su alrededor, la vegetación comenzaba a invadir las primeras casas abandonadas. El gigante verde asustaba a Ictria con sus tentáculos infinitos. En los días anteriores a la limpieza mensual de vegetación, era difícil ya ver el sol. Ictria volvió a suspirar internamente mientras se sentía idiota por haber acabado allí buscando un futuro mejor. Al principio, de alguna manera, lo encontró.

Pero más tarde también en ese planeta comenzó a ocurrir lo mismo que en Gaia y para ella fue demasiado tarde. Todos los extranjeros fueron tomados como esclavos y cualquier viaje turístico a Gaia era intervenido por la fuerza. Los no turísticos pero no autorizados por el Gobierno tampoco corrían mejor suerte.

A determinadas horas del día la concentración de sustancias nocivas para la respiración humana era tal que tenían prohibido salir a la calle. Sintimión se había convertido en un planeta aislado y taciturno, aunque más rico que muchos otros del Sistema. Sin embargo, a Ictria eso le daba igual. Ella nunca podía salir a la calle. Lo tenía prohibido. Como escribir a Kairum. Y como tantísimas otras cosas que veía reflejadas en el cristal cada vez que se asomaba a aquel ventanal que la descorazonaba dolorosamente.

Volvió a escuchar su nombre con furia y apretó el paso.

Volvería a Gaia. Lo sabía. Tarde o temprano lograría volver.

domingo, 14 de septiembre de 2014

No me iré a casa sin ti.

Me despierto y me imagino haciendo café no sólo para mí. Tengo ganas de que los días pierdan ese carácter rígido que parecen tener siempre y que se desvanecía cuando estando juntos despreciábamos cualquier tipo de reloj. Podríamos desayunar lentamente aunque fuera más bien la hora de comer y luego trasladarnos al sofá.

Allí podría reírme cuando llamen al timbre para traernos la comida china y tú te equivoques de puerta y tenga que ir mientras te escucho decirle al repartidor que ahora vas, que no puedes abrir. Después de comer sería el momento de pelearme con la televisión porque no tengo reproductor de DVD y no me lee el USB con la película que queremos ver. Cuando funcionara al fin, podríamos perdernos fragmentos de los subtítulos porque estamos mirando a los ojos del otro y no a la pantalla.

Más tarde sería el momento de seguir tumbados en el sofá mientras oscurece o enchufar el Heavy Rain y que tú me observes jugar mientras saco conclusiones en voz alta sobre el juego, o desesperarte porque soy pésima en los First-Person Shooter si eliges poner otro, o simplemente acabar apagando la videoconsola porque una vez más nos ha parecido más interesante ponernos de nuevo a ver The Fall.

Podría pasar el tiempo y que yo sí mirara el reloj y me preguntara cómo han podido pasar tantas horas si apenas me he enterado. Tú podrías hacer la cena mientras me tumbo en la cama y observo los títulos de tu estantería. Puede que, tal vez, mientras tú cocinas yo juegue con Huellas y nos oigas trastear desde la cocina...

En cualquier caso el día pasaría sin relojes, sin prisas, sin historias que nos desequilibraran. En todas esas horas seguramente habría momento para ensayar alguna canción, puede que I walk the line, y yo podría sacar la cámara y hacerte unas fotos pésimas mal enfocadas.

Pero, qué más da, al fin y al cabo. Serían nuestras.