lunes, 30 de mayo de 2016

Casualidades.

Lo besé despacio, con el sabor del tabaco en la boca. Creo que sólo lo hice porque los dos sabíamos que no nos queríamos y, sobre todo, que no íbamos a querernos nunca. A nuestras espaldas las conversaciones nocturnas apagaban el estruendo de canciones de rock que salía del bar donde habíamos vuelto a encontrarnos, y en medio del amor-odio a las casualidades decidimos sonreírnos y preguntarnos sobre qué había sido de nuestras vidas.

Él era el recuerdo al que recurría siempre que me sentía herida; un rostro sereno y tímido en blanco y negro. Yo para él, sin embargo, seguía siendo aquella chica asustada pero atrevida que conoció en la universidad, y esa noche nos reímos por primera vez de nuestro primer encuentro.

Me pasó el brazo por los hombros y agradecí el gesto apretándome contra su cuerpo y descansando la nariz en el hueco de su cuello, mientras aspiraba su olor. Pensé que podía quedarme dormida así justo cuando él me pasó otro cigarro y yo le regalé las pertinentes marcas de carmín. Seguimos hablando de cine mientras se nos hizo de día y el sol nos dijo que era hora de volver a casa.

Me dejé guiar por su mano, enorme y fría, y después de días agitados me sentí en calma. Le dije que era como mi falso refugio, y él sonrió de nuevo, guapo por dentro y por fuera.

- Casualidades... - me contestó. Y seguimos caminando.

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