martes, 15 de noviembre de 2016

Sobre Alberto (II) y Mónica (I)

(...)

Una queja de la guitarra me saca de la película hecha de recuerdos que estoy viendo en mi cabeza. Pasó hace años, pero parece que hubiera sido ayer. Es increíble cómo en apenas unos segundos pueden cambiar la visión que tenemos de alguien. Puede que una luz débil ilumine unos ojos en los que no nos habíamos fijado antes o una canción nos haga conectar con alguien de una manera insospechada. A menudo acudo a esa remembranza musical y me pregunto si el paso de los años habrá distorsionado la imagen que tengo de Alberto mirándome con fuego en las pupilas. Quizás no ocurrió así. Quizás mi mente lo ha exagerado. No puedo saberlo, pero sí puedo contar con todo lo que ha pasado desde entonces y eso me hace darme cuenta de que me he prometido que tenía que enfocar una conversación pendiente.

Sin embargo, antes de que abra la boca Alberto me roba un trozo de manta y toma la palabra:

- Dicen que la luna que se ve esta noche no se ve desde hace setenta años -me dice, con la vista fija en el astro argentado.
- ¿En serio? -. Lo imito.
- Sí, eso he leído. ¿No te has fijado en las mareas? También les afecta. La próxima creo que será en casi cuarenta años. Podríamos haberla visto todos juntos, supongo.

No respondo. Pienso en que no hace falta que haya una luna inusualmente gigante para que un momento sea único pero que, en cambio, solemos necesitar un detalle así para tomar consciencia de ello. Miro a mi amigo y ordeno las palabras en mi cabeza.

- Siento muchísimo todo. De verdad -. Vaya. Me había preparado una pequeña introducción del tema, una estructura deductiva, y abro la bocaza y lo suelto todo a bocajarro y sin anestesia. Así que, para disimularlo o para terminar de firmar mi suicidio verbal, sigo hablando. - No sé muy bien qué decirte. Sólo sé que estás aquí, y yo estoy aquí, y siento algo raro, que no sé si soy yo, o tú también lo piensas, pero al final de todo acabo pensando que no te mereces lo que hice, o al menos las formas en las que lo hice y, en fin, creo que me estoy liando y que me voy a callar…

Hay dos datos que estimulan mi curiosidad: uno es que conforme hablaba he ido despojándome de mis nervios, y no al revés, y otro es que Alberto vuelve a tener esa expresión serena y enigmática con la que siempre irrumpe en mis recuerdos.

- ¿Todavía sigues con el tío ese?
- ¿Qué? -. La pregunta me pilla con la guardia baja.
- Con el de tu trabajo. Juan, o Jon, o algo así. ¿Sigues con él?
- No… ¿Por qué? - Y matizo-: No volví con él.
- Por saber. Pensaba que seguirías con él.

Miro al suelo intentando asimilar esas tres frases. ¿Qué está pasando? Siento que Alberto está asaltando mi intimidad como si tuviera el derecho de poder hacerlo. Y nadie lo tiene. Lo propio es nuestro, y es nuestra elección si lo compartimos o no. Siento que la piel de las palmas de las manos me chisporrotea, y comienzo a enfurecerme.

- ¿Es un reproche? -le pregunto.
- Tómatelo como quieras.
- Qué genial…

Supongo que para Alberto es justo. Que piensa que es su momento de desquitarse, que tiene derecho a echarme un poquito de sal en las heridas porque yo hice lo mismo hace meses. Transcurren unos minutos en silencio, con el sonido casi mecánico de las olas de fondo.

- Mira, Mónica: perdona. En serio. Ha sido una salida de tono y no soy un crío, ya no debería hacer esas cosas.

Pongo todo mi empeño en dulcificar el gesto a pesar de que, si fuera posible, ahora mismo estaría saliendo humo de mis dos orejas.

- Ya, gracias… Intento comprenderte, sé que me porté mal, pero no, no sigo con Juan. No he vuelto a verlo y mejor así.

Algo se retuerce en mi pecho, entre las clavículas y el estómago. Acuden veloces imágenes a mi mente y quiero desterrarlas para siempre, meterlas en una caja de cartón y colocarlas en la última balda de la estantería de mi memoria. Pero todavía no puedo. Han pasado meses sin saber nada de Juan y, aun así, el eco de sus gritos sigue despertándome algunas noches. Si me descuido, las cicatrices todavía me supuran angustia, y tengo que evitarlo. Tardé demasiado en conseguir que las heridas se cerraran.

- Sé que te hizo mucho daño y ha sido un gesto muy sucio por mi parte. Lo siento. - añade Alberto.
- No pasa nada.
- Aquella noche, sin más, pensé que ibas a quedarte. Y me desperté y ya no estabas, Monique, y aunque en el fondo sabía que eso iba a ocurrir me sentí imbécil por aferrarme a la idea de que por fin te quedarías. ¿Me entiendes?
- Claro que te entiendo, Alberto. Lo peor de todo…

No sé cómo decirlo con tacto. ¿Se puede decir con tacto una verdad tan horrible, no obstante?

- ¿Qué?
- Pues que lo peor es que yo ya sabía que te ibas a sentir así. Y me fui. Como siempre, que acabo escabulléndome por la puerta de atrás.

Más mar yendo y viniendo. Más saliva atravesando el nudo de mi garganta. Creo que tengo una sobredosis aguda de emociones.

- Ya, también lo sé -contesta Alberto, al cabo de un rato.

Me vuelvo a mirarlo para terminar de afrontar la situación pero él rehuye mi mirada. Como réplica, se desenrolla de la manta y me la posa sobre las piernas, antes de levantarse y sacudirse la arena de las piernas.

- Voy a dar un paseo. Te veo mañana.
- Hasta mañana -le digo, queriendo que se quede. No me quiero quedar sola conmigo en estos momentos.

Apenas ha dado unos pasos cuando deshace su camino y vuelve a donde estoy sentada. Pienso que va a coger su guitarra, que reposa todavía a mi lado. Sin embargo, se queda de pie mirándome y yo le sostengo el gesto desde abajo, turbada.

- De todas formas, si hubieras vuelto habría dejado que te quedaras.

Patapúm. Si me quedaba vivo algún tipo de esquema, acaba de precipitarse junto a los otros contra el suelo. Percibo que Alberto se aleja y entierro la cara entre las manos luchando por asimilar todos los datos y situaciones que se han desarrollado en esas intensas últimas horas. Tengo ganas de correr detrás de él y abrazarme a su espalda como si no fuera a pasar el tiempo pero, ¿para qué? Sería cobarde e infantil; no puedo decir qué querría hacer después y esa es la injusticia que he venido repitiendo siempre.

Cuando me incorporo, Alberto no es más que una mota contra la línea del horizonte. Me he quedado helada y decido levantarme. A mi lado, todavía, está el instrumento que ha presenciado toda la conversación en silencio.

Me levanto y me llevo la guitarra de Alberto conmigo. No me doy cuenta hasta ese preciso momento de que yo también quiero protegerla, aunque no sea mía.

(...)

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