jueves, 14 de septiembre de 2017

Las secuelas.

Ojalá las batallas terminaran con las últimas estocadas y las expiraciones más tardías. Pero por desgracia la sangre y la tierra dejan ríos y huellas difíciles de borrar, que pueblan sin remedio todos los paisajes de mi mente. Apenas recuerdo los tiempos en los que me miraba las palmas de las manos y no veía cicatrices.

Hace mucho tiempo que dejé mis primeros paisajes atrás. Ahora entiendo que la falta de experiencia contribuyó a que tuviera tantísimo frío, y a que abandonara todos los campamentos sin borrar mis huellas ni apagar ninguna hoguera. Ya no me estremezco si me topo con ellos; supongo que esa siempre es la señal de que uno ha salido adelante.

Y esa mansión polvorienta, con toneladas de promesas amontonadas en el desván... Recuerdo el momento en el que de verdad eché la llave y la arrojé lejos. Me hizo falta habitar en otro piso para darme cuenta de que estaba preparada para abandonar esos pasillos que ya parecían un mausoleo. No echo de menos esa casa y esos jardines. Soy incapaz de añorarla. La chimenea estaba siempre encendida, las estanterías llenas de libros, la cama a punto para deshacer las sábanas entre dos... Pero no podía salir. No podía ir más allá de los límites de esa propiedad. Olvidé el tacto de las tierras del bosque en mis pies, incluso llegué a pensar que jamás volvería a ver el mar. Cada vez que la recuerdo y siento las junturas de mi piel intactas mis pulmones se llenan de oxígeno. También era hora de seguir adelante.

Sin embargo, cuando me curé de mis heridas la cojera no se fue, y caminaba a trompicones, sin poder cubrir todo el terreno que a mí me hubiera gustado. Todas mis batallas no habían terminado a pesar de estar sola y yo, aunque sabía la respuesta, sólo podía preguntarme por qué.

(...)

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