viernes, 15 de diciembre de 2017

Marcharse.

Es como si me estuviera marchando pero sin desplazarme un milímetro de mi posición. Es una sensación de vacío similar a la de hacer una maleta sin ganas, y llenarla de nada que merezca la pena llevarse.

¿Debería marcharme?

Se agolpan tantas preguntas en mis sientes que se me hace difícil desanudar las cuerdas que me anclan todavía a la tierra. Es extraño, porque me siento libre, y si debiera marcharme, no sé adónde debería ir.

Sin embargo, reconozco que algo ocurre, lo palpo en esta tristeza que no soy capaz de sacudirme desde ayer, y en este rostro cuarteado que muta en apenas dos segundos cuando aparece otra persona en mi campo de visión. Las risas y las palabras se mezclan con el vicio de seguir callada, como si fuera posible quedarse en pausa.

Me pregunto cómo será ver las luces de Navidad del centro de Granada, protegida del frío debajo de un abrigo, y si me lo pregunto es porque soy dolorosamente consciente de que no voy a presenciar ese momento.

No me siento a la deriva, porque sé que no lo estoy, pero es inevitable pensar en esa soledad que me ha protegido tantos años, y aunque estoy segura de lo que quiero no sé si tengo en mis manos todas las herramientas para construirlo. La reciprocidad y la comunicación son necesarias cuando se trata de cimentar una realidad a cuatro manos.

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