lunes, 15 de enero de 2024

We The North.

Yo no necesitaba ninguna sudadera, pero J. me la dio. Creo que la tenía medio preparada; era la sudadera que me había dejado ya alguna vez porque aunque nunca lo admita creo que le encanta que C. y yo nos pongamos su ropa. Que así siente que nos protege, que está de alguna manera presente. Esa noche me tomé ese gesto como una brazada para sacarme a la superficie. Después de un viaje en taxi en el que apenas podía estar sentada del dolor con él mirándome con delicadeza de reojo, y de que le diera la risa floja hablando a las afueras de Atocha porque sé que estaba verdaderamente preocupado ante mis ojos hinchados, creo que darme esa prenda de ropa fue un gesto para cuidarme, para mimarme, para que me dejara cuidar como en ese momento mi espíritu y mi cuerpo totalmente derrotados necesitaban a toda costa.

Cuando Y. me dijo que iba al baño y lo vi desaparecer en la grada, al segundo supe que iba a volver con un litro (un mini, que dicen por allí) de cerveza. Yo había comentado que había mucha fila para pedir y que no quería perderme ninguna canción más del concierto; él simplemente guardó esa información hasta unos minutos después, cuando desapareció. Volvió con la cerveza en la mano, y cuando le eché la bronca me pasó una mano por los hombros y no hizo caso a mi ceño fruncido con dramatismo. No sé cómo es capaz de atesorar tantos detalles y darles forma aunque hayan pasado años, no cabe en mi capacidad de percepción que sea una persona tan observadora y preocupada por las demás, que lo haga todo tan bonito incluso cuando él mismo no se da cuenta de que nos está salvando.

Cenando tequeños ante un resumen del Brooklyn Nets contra los Cleveland Cavaliers (jugado en París, además), o desayunando en ese lugar que a las tres nos hace felices, los observo en silencio y pienso en todos esos dolores, en todas esas aristas que me cubren el pecho y que queman si las rozo. Pienso en lo caprichosa que es la vida, en cómo los vínculos surgen de un mero tuit o un comentario en una web. Pienso en que ningún dolor ocupa tanto espacio como la suerte de saberme parte de ellos y la certeza de que dejaría que me vieran en cualquier estado posible porque en cualquier estado posible necesitaría bajar las barreras y que me cuidaran. Con una sudadera de los Toronto Raptors o con un mini de cerveza en mitad de un concierto de Recycled J. Con una mirada respetuosa pero vigilante o un beso en el pelo en mitad de la euforia de escuchar una canción concreta.

Días después en mis oídos suena Cala Vento y decido sentarme a escribir porque las cosas buenas también merecen que les saquemos brillo y no podría estar más de acuerdo con ellos cuando dicen: Estoy encantado de verte aquí conmigo / porque con la que está cayendo tú me das el equilibrio.

domingo, 24 de diciembre de 2023

El encuentro.

Hace ya tiempo escribí un relato para terminar el año en el que me sentaba en una cafetería con un gran ventanal que daba a una playa del norte para tomar un café y charlar brevemente con Mónica, la protagonista de Puente. Me dio algo de calor elevar y traducir en palabras esa fantasía, e imaginarnos a las dos como iguales, conversando con algo de timidez pero con la complicidad absoluta de quienes saben que forman parte la una de la otra de manera irremediable.

Hoy en mi cabeza se dibuja una estampa de calles empedradas y lamidas por una lluvia fina, con las luces decorativas acordes a estos tiempos parpadeando en las esquinas y la noche temprana del invierno abrazando los pasos apresurados de tantas personas que caminan pensándose ya protegidas del frío. Allí nos he visto a los dos, dedicándonos tiempo durante un momento antes de marchar a nuestras respectivas responsabilidades familiares y festivas. Sin impaciencia y con la comodidad de quien puede verse casi cada día, sin la obligación de cuadrar horarios y contar cada moneda y depender de las ventanas que abra la planificación de esa aerolínea de bajo coste que ya casi todas conocemos de sobra. Ha sido bonito pensar que en un mundo paralelo quizás era posible escaparnos diez minutos; lo justo para darnos un abrazo, chocar nuestras narices heladas y besarnos unas cuantas veces con dulzura y calma, como si nuestros labios no llevaran meses sin conocerse y tuvieran complicado conseguir el privilegio de coincidir de manera corriente en tiempo y espacio.

martes, 5 de diciembre de 2023

Quiero que las cosas salgan bien.

Ya no soy capaz de escribir como antes. Ahora ya no vuelco toda la rabia y todo el dolor en este cubículo en un desahogo sin mesuras porque en ese proceso comienzo a sentirme culpable por exteriorizar cómo me siento de esta manera, pienso que no estoy siendo justa con todas las cosas buenas que tengo. Pero siento tanto dolor, tanto agotamiento acumulado. En teoría, no podemos controlar todos los elementos externos que nos determinan, no al menos completamente, y por eso tenemos que centrarnos en nosotras mismas, en limar y trabajar lo que sí está en nuestra mano. Pero estoy tan cansada.

Es curioso que justo hoy, después de acostarme ayer confiando en que al despertarme mi estado habría cambiado un ápice, haya sobrevenido la enfermedad. Otra enfermedad, al menos. Siento que cuando poso mi mano en la frente para comprobar la fiebre solo hay una cosa que anida en este saco de vísceras, dolor y huesos que creo que soy hoy: quiero que las cosas salgan bien.

No alcanzo a comprender del todo por qué me está resultando tan desgarrador esta vez. Hay una parte que sí logro desentrañar, porque es una vieja conocida y no es la primera vez que me enfrento a esto. A sentirme derrotada ante la idea de que quizás ser adulta consiste en conformarme con lo que puedo y no con lo que quiero. Sin embargo siento un rechazo total a volver a extender las cartas que creo que me puedo permitir sobre el suelo y escoger la que piense que me va a dar más seguridad. Que me va a hacer sufrir menos. Aunque haya sufrimiento de todas formas.

He pensado tantas otras veces, en otros contextos, que querer no es suficiente, que el amor no siempre es suficiente, que debería ser sencillo darle otro significado al verbo y asumir que querer se fue, que querer ya no está, que a veces es posible que sea uno de esos naipes pero que debo aceptar que la única salida plausible ahora es poder. Ser capaz. Otra vez. Sé que lo soy, pero estoy tan exhausta de ser capaz.

El otro día le decía a una amiga que en ocasiones hay cosas que nos desestabilizan porque no estamos atravesando un buen momento. Es como darse un golpe con la esquina de una mesa y romper a llorar, aunque otro día ni siquiera lo notaras. Que es normal, que a veces pasa. Pero siento que ya cada golpe me lastima, al menos en el momento en el que se produce. Aunque luego sea capaz de ignorar los moratones, porque siempre he convivido con ellos.

Quiero que las cosas salgan bien. Quiero sentir que las cosas salen bien. Necesito que las cosas puedan salir bien. Y sé que pueden; es un resorte que salta continuamente: el mismo que me impide escribir como solía hacerlo, supongo. El mismo que, irónicamente, me tiene atrapada. Como si no pudiera salir de aquí.

lunes, 27 de noviembre de 2023

Cada vez que ocurre algo que escapa a mi control y me desestabiliza me acuerdo todavía más de ti. Y en ese proceso me pregunto si estoy instrumentalizando tu recuerdo, aunque sé que no, y esa perspectiva me aterra porque no quiero que seas el ancla que me sujete al noble y desgraciado arte de la relativización. Es como si al encontrarme de nuevo contigo lo doloroso me resbalara en cierta medida, porque me doy cuenta de nuevo que desde que no estás mis pies se sujetan a la tierra de una manera diferente.

No quiero que seas el elemento que me lleve a invocar que no hay dolor que supere el de no poder volver a verte jamás. No quiero ser injusta conmigo: sé que no eres eso. Pero en días así, en los que estás tan presente y me cuesta tanto que mi pecho se mantenga en su sitio, me enredo en pensar en todo lo que no quiero que seas porque en realidad lo único que me sale querer es que sea una tarde ya oscura de otoño y, estando las cinco hasta el coño de la vida, nos juntemos para pedirnos una cerveza -la tuya con limón- y escucharte hablar de que han vuelto a confundirte con una alumna mientras te lías un cigarro y pensamos que esos momentos no van a parar de llegar nunca.

miércoles, 31 de mayo de 2023

P.

Hay imágenes que nunca deberían cincelarse en nuestra memoria. Sin embargo suelen ser precisamente esas, las más brutales e imposibles de dibujar con antelación, las que nos abren una brecha justo en mitad de la frente.

La imagen de la foto enmarcada de tu amiga encima de un féretro debería ser siempre una de esas imágenes.

He hecho lo más absurdo del mundo (mentira, porque absurdo no es, aunque parezca que en el ritmo que llevamos no tiene ningún sentido productivo) y he reescuchado el último audio que me enviaste. Le he dado al botón de descargar pensando que, entre cambios de móviles y meses entre medias, no iba a reproducirse. Pero estaba equivocada. El sonido de tu voz me ha recorrido como un calambre desde la nuca hasta los pies, y en medio segundo me ha invadido el frío.

No puedo creer la cantidad de datos que dejamos suspendidos en el tiempo. No me cabe en la cabeza y nunca somos conscientes de ello. Es normal. Son los mismos datos que ahora me niego a borrar.

Tengo tus rosas secas en el salón. Mis recuerdos de Nueva York no existen sin ti pegada a mi espalda. Hay sitios, espacios físicos que recorro a menudo, en los que las baldosas han cambiado para siempre. Sigo luchando contra la incredulidad cada vez que te pienso, a pesar del agotamiento que supone recordarme a mí misma constantemente que ya no estás y que por eso ahora el mundo siempre es un lugar un poco más triste.

lunes, 8 de mayo de 2023

Atocha temprano.

Me he despertado atrapada en esa pared de los exteriores de Atocha; en el cuerpo apenas cuatro horas de sueño y en la mano un café que ir bebiendo a tragos largos antes de que nuestros trenes salieran. De una manera natural, la conversación que acortó nuestro tiempo de descanso la noche anterior vuelve a retomarse cambiando los sujetos pero con las mismas emociones sobre la mesa, las mismas preguntas, las mismas ganas de acurrucarnos en un rincón en el que nadie pueda herirnos nunca más. Somos dos mujeres con cara de sueño que han salido a saludar brevemente el trajín de la capital antes de que sus trenes salgan. Sin siquiera pretenderlo dejamos en ese casi soportal una muesca de alivio al escucharnos y ser conscientes de que, a pesar de todo y de que seguimos peleando por personas que posiblemente no lo merezcan, entendemos que a nosotras no nos falta nada, por contradecir la canción de Menta que ella me pasa poco después, que lo que escapa a nuestro dominio es algo que no podemos controlar, y que bastante pecho estamos poniendo en intentar conservar ciertos nombres en nuestras frases aunque no terminen de encajar en nuestra manera de ver el mundo.

Me despierto con mi amiga en la cabeza, con la resaca de todo el trajín de este último mes pero con espacio en mis adentros para el agradecimiento por poder atesorar estos momentos que serían más cotidianos y probablemente menos importantes si no viviéramos a más de 400 kilómetros. Se podría tachar quizás de absurdo que en mi mente vibren esos minutos pero sé muy bien son los instantes que se graban así los que suelen tener mucha más importancia de la que creemos pensar. En un mundo infestado de personas, encontrar unos ojos que te escuchan y responden desnudando también todas sus inseguridades me parece uno de esos gestos que hacen que todas las circunstancias que agrietan la piel merezcan al final la pena.

Algo tiene Atocha para que me retuerza así el estómago, siempre en el buen sentido, y ahora me va a gustar recordarla así, con Clara y conmigo apoyadas en una pared, con todo nuestro destrozo físico y con la intensidad de todo lo puesto en juego subiendo conforme la cafeína iba haciendo efecto en nuestra sangre.

miércoles, 3 de mayo de 2023

Nunca.

Caminar de noche con dos rosas secas en la mano es algo a lo que se le podría poner un montón de apellidos. Yo misma desplegaría todas mis teorías si me cruzara a esa persona que lleva las flores boca abajo pero sujetándolas con fuerza contra el viento, con rostro de andar algo confusa, intentando buscar sin mucho éxito un número en su teléfono con la mano que le queda libre.

Soy consciente de que todavía tiene que llegar el momento en el que sea capaz de reencontrarme contigo. Y, aunque esa certeza anida en mí con firmeza, una parte de mis adentros, minúscula pero presente, se pregunta qué ocurrirá si eso no acontece nunca, si nunca encuentro el momento para seguir llorándote, si jamás soy capaz de aceptar que ya no estás.

También sé que no podemos elegir nuestros momentos. Si tuviéramos esa capacidad yo no elegiría nunca despedirme por última vez de ti mientras te alejas con ese andar resuelto y tu pelo plateado, apurando el cigarro que te acabas de liar; ni no volver contigo a la orilla del Ebro con una empanada y unas cuantas cervezas a encontrarnos a mitad de camino en una ciudad pandémica donde los planes nocturnos no abundan; tampoco elegiría que tu voz se extinguiera, que los audios larguísimos dejaran de llegar y que la breve oscuridad en tu mirada cuando sabías que teníamos razón preocupándonos por ti dejara de titilar y no pudiéramos volver a verla.

Me siento como una niña que se ha perdido, que no encuentra el camino de vuelta a su casa y que en ese instante piensa que no volverá a encontrarlo nunca. Es difícil pensar en ti constantemente y tener que obligarme a recordar que ya no estás de la misma manera, que el concepto de verte, de hablar contigo, ha dejado de estar disponible en el giro más injusto y brutal con el que la vida puede golpearnos.

No dejo de pensar: nunca, nunca, nunca. Y no sé para qué. No sé por qué. Nunca de qué.

Si me concentro en la picardía de tus ojos, en tu generosidad sin fin, en tu risa descontrolada... es que todo parece tan absurdo. Como caminar de noche por la calle con dos rosas secas en la mano, protegiéndolas como si fueron lo más valioso que tengo, porque hubo un día en el que nos obligaron a despedirnos de ti y yo estaba cruzando el Atlántico en la dirección contraria. Miro las rosas y pienso en qué me podrías haber dicho si me encuentras así, caminando sola, tan perdida, tan obligada a seguir adelante en todos los sentidos a pesar de la sinrazón absoluta y tan dolorosa que reside en que el mundo siga girando sin ti.