viernes, 24 de junio de 2011

-¿Y sabes qué es lo peor?
-Qué.
-Que no vas a entenderlo, como siempre. Porque ni siquiera vas a leerme...
-¿Decías algo?
-Que sí, que sería increíble. Buenas noches.

jueves, 23 de junio de 2011

Se lo comentaba a Marcos y es cierto. El viento impactando en el rostro mientras la muñeca se contrae y se acelera un poco más, con mis manos cercando la cintura que conduce la moto que ataca la Zaragoza más nocturna. Después de que me ayudaran a ganarme una calma inválida, totalmente relajada sintiéndome volar con la única interrupción del chocar intermitente de los cascos. Y el recuerdo en la memoria de que aún te debo un café, un pañuelo que llené de lágrimas y que debo lavar y sobre todo mucha calma. Que se va recuperando.

domingo, 19 de junio de 2011

Creo que uno de nuestros mayores errores a la hora de buscar a alguien que nos complemente es que buscamos la perfección que nos aplicamos a nosotros mismos, sin ver que un complemento es algo que se suma a otra cosa para hacerla plena, íntegra. Aun así yo no aprendo. Sigo buscando que, como yo, te intereses por todas mis palabras y me descorazona el hecho de comprobar que me leen más las almas más cotillas y rencorosas -la generalización en plural es un signo de respeto, más que de otra cosa-, que se meten con más asiduidad a este rincón, que tú mismo. Como siempre. Ese siempre que conlleva que, en realidad, nunca te han interesado con la misma pasión mis palabras. O la información que pudieras hallar en ellas.

Anoche me dije que confiaba en la sensación con la que me despertara hoy. Sin embargo, respecto a esa determinación sólo he sentido un inmenso vacío al comprobar el móvil y el ordenador, aparte del dolor que late cada segundo en mis venas porque estoy destrozando a alguien que no se lo merece en absoluto. Alguien que, como dato curioso, sí se interesa con pasión casi enfermiza -como yo- en casi todo lo que escribo.

En teoría yo no estaba perdida. No podía estarlo. Mi situación no era comparable, ni lo es, a la de aquellos a quienes estoy dañando y mi integridad física y mental era un hecho que todos llevaban en la boca. En teoría. Porque no hago más que sentir que me choco contra las mismas paredes, a pesar de las cicatrices de anteriores golpes, sin haberme aprendido todavía el camino correcto.

sábado, 18 de junio de 2011

Me lo está enseñando sabiamente Míchel Suñén con las líneas que de manera tan hábil escribe. En Vanesa King, uno anoréxica que siendo ya un espíritu famélico y totalmente desnutrido tras el deterioro sufrido a lo largo de la novela busca perder más peso en la sadorexia, estoy hallando el recuerdo de sucesos que me encienden la piel de gallina. Vanesa King me está haciendo recordar.

Me está haciendo recordar esa profunda y desoladora frustración de pensar por qué tiene más mérito aquel que come como un cerdo sin engordar un gramo que aquel que se deja la piel, y muchas veces la infancia y la adolescencia y su vida entera, en controlar un peso que sube más rápidamente por un capricho, sin más, de la genética. Recuerdo las traumáticas dietas de la infancia y de mi escueto almuerzo frente a los suculentos pecados que mostraban mis compañeros en el patio del recreo. Mi padre pesando conmigo el pan que iba a poder ingerir en esa nueva dieta, incrédulo, pesándolo una y otra vez haciendo cada vez más pequeño el pedazo que había cortado al principio, mientras una niña de apenas ocho años lo miraba en silencio, sin nada que pudiera decir. Recuerdo el temor a que alguien me cogiera en brazos en los típicos juegos de niños, y cómo nadie quería cogerme nunca, y cómo hoy por hoy sigo temiendo que alguien me coja porque pienso que, en efecto, voy a terminar aplastándolo.

Recuerdo la adolescencia primeriza y la satisfactoria sensación de triunfo después de pasar desapercibida y conseguir mis primeras veinticuatro horas sin comer absolutamente nada. También, eso sí, recuerdo el miedo que me dio mi propia alegría, y posteriormente mis ojos postrados en la taza del váter mientras lo intentaba y no podía. Nunca pude, en realidad. Recuerdo la simpatía instantánea que causaba una chica esbelta a los desconocidos, y cómo las demás teníamos que ganárnoslo, aunque a veces ni nos escucharan.

Recuerdo las felicitaciones por la pérdida de peso, las sonrisas que me dedicaban, y cómo apuntaba mentalmente echarme una palada menos de comida ese día. Recuerdo, amargamente, que justo cuando empecé a hacer el imbécil con la comida fue cuando se me interrumpió el crecimiento del pecho. Recuerdo las miradas inquisidoras de mi madre y el mismo comentario repetido de mi abuela. Recuerdo los textos con los que me desahogaba y que siempre acababa borrando, porque me daba auténtico pavor publicarlos. El dolor llano e irracional que causaba ir a comprar ropa y los foros de Internet donde miles y miles de Anas y Mías contaban sus vivencias y sus trucos.

Yo no llegué a cruzar el límite a pesar de que bailé un par de veces a su alrededor. Pero sé que es duro, y que tantas dietas infantiles y miradas de reproche del pediatra acaban en la resignación cada vez que me miro al espejo o me quiero subir a la báscula. Siguen los comentarios jocosos, pero inocentes, porque no saben lo que hubo y hay detrás. Sigo envidiando a esas chicas esbeltas de piernas largas y perfectas, sin gemelos con demasiada envergadura o cartucheras excesivas. Pero no por tener esas piernas, las envidio sobre todo por haber tenido esa suerte al nacer, y porque no saben lo que es atravesar una situación así, y de vez en cuando tener que lidiar con tantos recuerdos.

No os voy a engañar. Nunca había escrito sobre esto y leyendo a Suñén estoy reflexionando profundamente sobre el tema. Me siento bien con mi cuerpo, aunque sé que de manera eterna voy a verle fallos y nunca seré capaz de sentirme perfecta o creer a aquellos que insistan en que les encanto físicamente. Arrastro la inseguridad de quien quiere cogerme en brazos o los días de desvíar la mirada cuando paso ante un cristal. Pero de algún modo escribir esto y descubrirme tan vulnerable me alivia, porque he descubierto que es algo que no me aprieta por dentro.

Yo he sido capaz de verme sexy, atractiva y bella frente al espejo, a ratos y a días, pero capaz, al fin y al cabo. Pero conozco esa honda desesperanza, acompañada de la incomprensión de quienes no conocen esto, esa angustia repentina a la que acabas acostumbrándote, pero que te erosiona de igual manera. Sin embargo, yo tuve suerte y supe dejar eso a un lado y aceptarme, aunque hubiera momentos de verdadera flaqueza. Aunque todavía los haya, y no haya hablado jamás de esto salvo conmigo misma, y siga empapando mis mejillas de lágrimas cuando intento purgarme.

jueves, 16 de junio de 2011

Miró sus ojos y sólo pudo ver el infinito más frío y desolador. Aun así ignoró el sentimiento invernal que le despertaba y apretó el botón de la cámara. Sonó el chasquido de rigor y la figura que estaba fotografiando no se movió un ápice. Tampoco cambió su expresión, y el fotógrafo tuvo que subirse la cremallera de la chaquetilla que se había puesto esa mañana simplemente por complementar el resto de sus prendas de ropa, no por pura necesidad. ahora, sin embargo, tenía frío de verdad.

Se le ocurrió decirle que tenía que cambiar el carrete para despegar su mirada de esos ojos gélidos, pero se acordó a tiempo de que tenía en sus manos una cámara digital, de esas que ya no necesitaban carrete. Aun así se excusó mediante la afirmación de que debía cambiar de objetivo para captar más profundidad de campo, y se agachó para rebuscar en su mochila. Intentó calmarse. Había hecho millones de fotos a miles de personas diferentes. ¿Estaba tonto o qué?

Se incorporó decidido y apoyando la idea de que estaba exagerando. Para cuando fue a sujetar la cámara y a mirar por el visor, la silla estaba vacía. No había modelo, ni signo de movimiento alguno, ni ningún eco de pasos que se alejaban. Sólo silencio y el nuevo objetivo precipitándose hasta impactar en el suelo con estrépito.

martes, 14 de junio de 2011

Hacía meses que no había textos. Tampoco salidas sorpresivas ni salidas a secas. Nos movíamos en la misma rutina, que nos servía, hasta que algo dejó de funcionar en mis adentros. Cuando te preguntaba por qué ya no escribías sobre mí me contestabas con que en mi flog tampoco salías tú. Un día me encontré sin la preocupación de encontrarme en tus líneas porque había aceptado que ya no iba a estar, y adopté la preocupación más gigantesca de sopesar si quería seguir moviéndome en esa rutina contigo. Cuando fui verdaderamente consciente, me sentí un monstruo. Sopesar ya implicaba dejar de amar con la misma intensidad, pues de lo contrario no sería ni siquiera necesario.

La gente, en incluso tú, piensan que fue repentino. Que tardé una semana en tomar la decisión y otra semana en recuperarme. Sin embargo, tus labios a los seis días ya estaban en otros labios ya vaticinados, y tus labios también probaron lo que era combinar sabores el mismo día y con muchas lágrimas de por medio. Mis labios también se aventuraron, pero siguen torcidos. Torcidos en una expresión de tristeza que ya dura meses, y que a los ojos de la gente, incluso de ti, no debería existir.

Yo fui feliz como nadie. Y en mi decisión fue en parte mi suicidio. Un suicidio real, no un tanteo infame. Con la consiguiente condena de seguir viviendo con eso en la mente las veinticuatro horas del día, aparte de opiniones y comentarios ajenos que despertaban las risas de mi ser más irónico, y me hacían lamentar cuántas personas existían que todavía no sabían lo que era amar de verdad.

Yo también vi una luz. Pero como siempre mi mayor error fue creer en lo que mi mente dibujaba, y ahora me enfrento ante bocetos que no han salido de mis manos. Esto funciona así. No sólo lo hago funcionar yo. Somos dos; o lo fuimos y ahora se pelean nuestros resquicios.

viernes, 10 de junio de 2011

Olvidarse de todo. Sentirte en paz de una manera tan tranquilizadora que parece peligrosa. Estar despierta pero seguir con los ojos cerrados porque todavía quieres disfrutar un poco más, sólo un poco más. Al menos hasta que él se levanta de la cama, aburrido o presuroso o ambas cosas, y tú notas el colchón moverse ligeramente cuando es todo para ti. Entonces ronroneas, te das la vuelta y abrazas la almohada sonriendo con los ojos a medio cerrar y dejando a la vista tu espalda completamente desnuda. Repartes bien tu cuerpo por toda la cama, como dejando entrever que ahora eres la dueña de ese sitio. Pero en realidad lo estás provocando, una vez más. Porque no quieres que te deje el colchón para ti, por muy cómoda que estés.

Permaneces moviéndote lentamente unos segundos más, abrazando la almohada con fuerza y suspirando sonoramente. Hasta que por fin él deshace sus pasos, se sienta al borde de la cama, te besa la espalda con suavidad y confirmas tu hipótesis. Él tampoco quiere dejarte sola en ese colchón que parece tan grande si sólo lo ocupa una persona.

miércoles, 8 de junio de 2011

Parece que el cielo estaba pintado. Es uno de esos atardeceres en los que en el gran lienzo azul se reparten las pinceladas blancas, violetas y azules más ocuras. Me he encontrado con la mejor profesora que he tenido nunca y me ha contagiado la sonrisa porque de verdad se alegraba de verme. Se ha quedado con nuestra imagen de los dieciséis años, y no he querido derrumbarla, porque es mejor así. Me ha traído aromas de cuarto de la ESO y de cuando parecía que el mundo estaba preparado para morder. De cuando era feliz de una felicidad estúpida, y los días no llevaban mi nombre, sino el suyo.

He seguido caminando hasta llegar a un banco en el que he apoyado la espalda, y al ver mi situación he tenido otro déjà vu. Nos he visto en el verano del mismo año 2008, sentados en el mismo banco, mientras él merendaba sin decir palabra y yo no me atrevía a preguntarle qué le ocurría porque se iba a enfadar, así que me dedicaba a apoyarme en su pecho aunque la posición era muy incómoda. Supe, a posteriori, que el silencio venía porque estaba pensando en dejarme, y además estaba muy agobiado por el trabajo. Hacía viento esa tarde, al lado de la torre del agua, y en cuanto terminó de merendar volvió al trabajo y yo me reuní con mis padres.

En ese momento ha pasado una pareja que se ha quedado mirándome y han seguido caminando cogidos del brazo. Entonces he comprendido que me miraban porque estaba sola, y por el Parque del Agua todo eran parejas que se cogían de la mano. Me he dado cuenta de que ya no era una personaje de esas películas que a veces escribía en mi cabeza, cuando momentáneamente caminaba sola por la calle. Ahora estoy sola de verdad. Y he notado en mis mejillas de nuevo las lágrimas calientes, pero esta vez sin convulsiones ni sollozos. Estaba calmada, después de haber ido a nuestro rincón secreto, donde fuimos en San Jorge, y he llorado al recordar que yo también se lo di todo.

Que aunque yo abrí la brecha también fue injusto para mí, porque para mí él lo era todo y tuve que afrontar que de repente lo quería con menos intensidad. Yo también le di absolutamente todo. Le di mi adolescencia y los años más importantes de mi crecimiento, le di los momentos más importantes de mi vida, con él aprendí a querer con fuerza y así le quise, sin pensar que podría querer a alguien de esa manera. Se lo di todo de tal manera que ahora mi espíritu se empeña en repetir que no me queda nada.

martes, 7 de junio de 2011

Vale ya con la impaciencia, por favor. No soporto a la gente que ama falsamente o que se autoimpone amar porque piensa que así será vista como una persona mejor. No. La grandeza de algo se va construyendo día a día, suspiro a suspiro, palabra a palabra, gemido a gemido. No puedes pretender querer en veinticuatro horas. No puedes decir que amas a alguien porque es lo que ves en tu amigo y la envidia te corroe de tal manera que cuando despiertas te sientes enamorado. Así sólo se destruye esa grandeza, así sólo se consigue taponar el sentimiento grande, el despertarte un día, después de meses, después de semanas, y sentir que abres los ojos por alguien. Que tu lugar en el mundo tiene sentido ahora que tienes alguien en quien pensar a todas horas, sin poder evitarlo.

No puedes obligarte a mirarte en el espejo y decirle te quiero porque así no te temblará la voz cuando lo digas mirando a unos ojos. No se trata de obligarse, sino de pura falta de resistencia. Sólo cuando no puedas resistirse estarás perdido, perdido de verdad, perdido como tu amigo, y perdido como están los locos que aman. Amar de verdad.

No soporto que la gente cambie en su mente un nombre con mayúsculas como quien cambia de camiseta. ¿Amas sin ser correspondido? ¿Amas a alguien que ya quiere a otro? ¿No hay manera de que consigas a esa persona? El dolor será inmenso. Pero amas. Es peor el dolor de amar en vano, falsamente, diciendo en voz alta palabras que ni tú mismo eres capaz de creer.

domingo, 5 de junio de 2011

Jamás pensé que ese sufrimiento cuya ausencia habría cambiado por mi propio bienestar millones de veces fuera a ser causado por mis manos. Ojalá tuviera una pócima mágica de esas que no deberían existir y que pudiera borrar toda esta indecisión y llenar este alma tan vacía. Pero hasta para eso soy inútil y me tiemblan las manos cuando he de dar un paso al frente que me conduza a algún sitio fijo. Me duele este agotamiento incomprensible, me duele que nos haya ocurrido, que me haya ocurrido, pero más me duele que te duela a ti tanto y que no pueda calmarte como antes porque tu sufrimiento lleva las letras de mi nombre.

Me paro a pensar y decido que lo que digan los demás es una burda tontería, por mucho daño o mucho bien que quieran hacer: eso demuestra que no lo han sentido, porque los que saben de qué hablo no aconsejarían en la vida así. De todas formas, parecía que lo teníamos todo, que escapábamos a todos los pronósticos, que íbamos esperando a que se fuera hilando un futuro juntos, aunque a veces no diéramos nosotros todas las puntadas. Y, sin embargo, parece que ese futuro se ha detenido. Y la peor tortura es no poder decir que sé si va a volver o si se va a quedar detenido indefinidamente.

jueves, 2 de junio de 2011

-Nos has dado un capotazo, Inverna-. Lo dice y sonríe porque ya sabe cuál va a ser el final. Sin embargo, Inverna no puede controlar el temblor de su labio inferior y se maldice por ello. Sabe que va a romper a llorar en breves momentos, y lo único que se le ocurre al escuchar la frase es hacerse la débil sorprendida. Ni siquiera le ha dado por mantenerse firme.

***

Un par de días antes estaba en el pequeño estudio de la casa donde estaba alojada. Escuchó ruidos que venían de fuera y se inquietó. ¿Era ya la hora? En noches sin dormir había esperado que no ocurriera jamás, pero en el fondo sabía que iba a ser inevitable. Tocaron en su puerta y la abrió con la cabeza bien alta y el gesto aristocrata que escondía sus sentimientos reales. Lo que no pensó fue en quien iba a estar detrás de la pesada puerta de madera.

-Inverna...

-¿Qué haces aquí? ¿Por qué tú?

-Les he dicho que tenía que ver a una vieja amiga. Al final han cedido.

Inverna contempló uniformado al hombre que nunca había dejado de amar. Recuperó la compostura y se decidió a no volver a perderla por mucho que le doliera. Él la miró con infinita ternura, y en el fondo de sus pupilas tristes Inverna vio el futuro que le esperaba. Pero él no, por favor. ¿No había hombres a sus órdenes, sedientos de poder, faltos de escrúpulos? Parecía una broma sádica. Se sintió imbécil por sentir amor todavía. Habían pasado demasiados años, y los acontecimientos habían transcurrido de tal manera que ambos habían acabado en bandos distintos. Luchando para destruirse, pero evitando los rostros del otro cuando pensaban a quién estarían hiriendo.

Él se sentó en el otro sillón de la habitación y se miraron a los ojos unos minutos, sin decir nada. Finalmente, se levantó y se subió a un pequeño taburete para llegar a lo alto de la estantería, donde tanteó unos segundos. Bajó al suelo con un libro envejecido entre las manos, y sonrío con nostalgia mirando a Inverna. Ella fue incapaz de devolverle el gesto, aunque sí que los buenos recuerdos le suavizaron un poco el ánimo.

-Periodismo y libres formas de transmisión de conocimientos-leyó él en voz alta de la tapa del ejemplar.- Mira que diste mal hasta que lo escribiste...

Ahora Inverna sí que torció sus labios en una sonrisa y le quitó con suavidad el libro de las manos para acariciarlo con las yemas de sus dedos. Evocó tantos buenos recuerdos que por un segundo se olvidó de lo demás. Cuando volvió en sí, fue a devolver el volumen a su sitio, pero él la detuvo.

-No. Déjalo aquí, mejor-y le llevó la mano a una balda visible de la estantería pintada de azul.

Ambos dejaron el libro a la vista de todo el mundo, y en ese contacto de pieles revivieron todo un pasado. Inverna dejó su mano entre las de él sin oponer resistencia, porque era perfectamente consciente de que estaba perdida. Cerró los ojos con dulzura antes de ver un par de lágrimas en el rostro de él, y fue entonces cuando escuchó el cristal de la ventana hacerse añicos. ¡Está aquí! Un par de golpes secos, olor a quemado y la visión de él despegándose de su mano y yéndose de la habitación... Todo lo demás era negro. Ya no recuerda nada más de ese último momento.

***

Inverna contempla el resto de la fila y sus ojos grises se posan en los cuerpos que no han aguantado el cansancio y los golpes y están tendidos a un lado de la interminable cola. Hay varios niños, y se fija en uno que todavía lleva agarrado un bastón. Ella también está magullada y le han cortado la larga melena. Tiene la piel agrietada del frío, y lleva un par de días sin poder mover una de sus manos. El hombre canoso que tiene delante continúa hablando, y su labio inferior sigue queriendo rebelarse.

-Mira, chica. No te vamos a mandar a Comunicación porque no nos fíamos un puto pelo. Y lo cierto es que las plazas en Limpieza están cubiertas... Además lo tuyo no es limpiar, eh; tú eres más señorita, por eso te lo vamos a ahorrar.

Las lágrimas de Inverna se desbordan y nota cómo se desconfigura su rostro con la mueca de la desesperación. Mientras veía cómo no mandaban a nadie de los que tenía delante a la Sala, se había calmado un poco. Pero ahora se viene abajo y quiere huir. Huir, huir, huir.

-Eh, tú. Inverna. No llores. Sabes por qué estás aquí y seguramente no lloraste cuando escribiste todas esas cosas. ¿Qué esperabas? Si no ocurre todo el mundo va a pensar que tenemos piedad con vosotros o que os guardamos cierta simpatía. Es algo que no nos podemos permitir. Mírame, Inverna. Mírame, joder. Ahora vas a caminar recto, ¿vale? Ya sabes dónde tienes que meterte.

Ella asiente llorando desconsoladamente. Cuando echa a andar le ordenan gritar el nombre de aquel líder que responde ante toda esta barbarie, y oye risas a sus espaldas. Camina llena de dolores físicos que le importan bien poco y se sorprende de que no haya ningún oficial que vigile el breve trayecto. Una vez dentro, tampoco ve a nadie que se encargue de la vigilancia. Piensa en echarse a correr pero sabe que en su estado no duraría mucho, y que nada más atravesar la puerta de la Sala la atraparían sin mucho esfuerzo. Divisa a las dos funcionarias, que ríen entre ellas y la miran cuando entra. Una de ellas cambia su semblante, e Inverna intuye que la ha reconocido. No se le ocurre otra cosa que seguir llorando mientras pregunta:

-¿Escribís?

La que se ha puesto seria de repente asiente de manera fugaz y mira a su compañera. Su compañera se mantiene impasible, así que da un paso adelante y abraza a Inverna con fuerza. Inverna piensa que tal vez ella estuvo en su situación y tuvo la suerte de salvarse, que no tienen ninguna culpa de que les haya tocado la Sala como destino. Inverna se deshace entre los brazos de la funcionaria mientras sigue balbuceando.

-No lo dejes nunca. No te dejes asustar por todo esto. No dejes nunca de escribir, óyeme, que no te importe nada... No lo dejes, no lo dejes...

La otra funcionaria las separa y señala con la mirada la pila donde la gente como Inverna se pone de pie por última vez en su vida. Parece una ducha, pero es más grande y sale vapor de su base. Mientras le quitan la ropa, no puede despegar los ojos de la pila. Ya ha dejado de llorar, porque siente el terror más absoluto que haya sentido nunca. Sin embargo, una vez más la desorientación le hace mella y sólo se le ocurre preguntar:

-¿Es fuego o agua hirviendo?

-Agua hirviendo- contesta la funcionaria que ha cortado el abrazo minutos antes.

Inverna cierra los ojos mientras se abraza el abdomen con las pocas fuerzas que le quedan. El corazón le late con fuerza y anhela desmayarse y sufrirlo inconsciente, pero sabe que tienen órdenes de esperar a que vuelva en sí para que esté consciente cuando llegue el momento. Se deja conducir hasta la pila mientras una luz en su mente no deja de mostrarle su pequeño estudio, su libro y el rostro de él abandonándola para siempre.