martes, 25 de marzo de 2014

Keep holding on.

Si reventara las paredes se llenarían de sangre y de vísceras, pero tendría que ser otro el que recogiera el desastre. No sé quién encontraría la escena. Tal vez mis compañeros de piso, algún colega de la universidad o incluso mi casero si decido cerrar por dentro antes de hacerlo. Tampoco sé si en el escenario del crimen autoinfligido hallarían también la paz después de la explosión, esa calma siniestra que rodearía mi cuerpo ya inerte, o lo que quedara de él.

Tal vez pasara así.

Sin embargo, soy consciente de que es anatómicamente imposible que esto ocurra en el cuerpo de uno mismo sin ninguna influencia externa y material. Por eso sé también que en mi cuarto esta noche nadie hallará esa tranquilidad extraña y esa calma casi terrorífica, sino tal vez solamente el aire anudado después de que haya lanzado bocanadas sin poder alcanzarlo. 

Lo que sí es cierto es que es posible reventar, pero sin sangre y sin vísceras adornando las paredes. Con el mismo dolor que haría que la piel se abriera en un estruendo, pero sin ningún desastre que otro tuviera que recoger luego.

lunes, 24 de marzo de 2014

Cuando algo se rompe y lo apañamos con una pieza que improvisamos como sea suele ocurrir que la pieza va soltándose, cada vez con mayor frecuencia. ¿Acaso no ocurre así? Cada vez que se desprende la volvemos a colocar porque sabemos que aguantará, pero también sabemos que cada vez aguantará menos tiempo, porque el pequeño invento se va poco a poco desgastando.

Creo que así funciona también la esperanza. Cuando la invertimos en algo concreto y ese algo falla, nos recuperamos de la caída y volvemos a la carga. Pero es innegable que cada vez que volvemos estamos más y más debilitados. La esperanza no es tan férrea como quisiéramos. El desgaste y el cansancio hacen mella de una manera que al principio es más bien muda pero tras varios fracasos el estruendo va siendo casi imparable. Es como cuando colocamos esa pequeña pieza cada vez más sabedores de que no va a ser la solución definitiva, y tendremos que volverla a colocar o, más bien, pensar en otro remedio.

Personalmente no me avergüenza reconocer esos fracasos, como tampoco me avergüenza afirmar que vuelvo y vuelvo a la misma esperanza, debilitada pero repetitiva en empeño. Sin embargo, cuando esa reiteración dolorosa en los desaciertos tiene lugar, sobreviene un punto muerto que dura hasta que el espíritu está preparado para un nuevo intento. Me asusta, en parte, que ese punto muerto cada vez dure más. Es como una resistencia silenciosa a la misma esperanza, que incita al abandono o a su misma renovación.

Me hallo justo ahí ahora mismo. Por eso no quiero que nadie me atienda, ni me calme, ni me cure. No necesito que nadie me ofrezca una solución mágica que me vaya a sanar este sabor insulso de los últimos días. Supongo que todo forma parte de ese punto muerto. De esa pequeña pieza improvisada. Y de la esperanza, antes de renovarla, una vez más, y portarla sin miedo pero con un desaliento particular, creciente, que, lejos de hacer juegos de palabras, cada vez se parece más a la desesperanza.

miércoles, 19 de marzo de 2014

De nuevo me observo los brazos. La mala cicatrización que caracteriza a mi piel provoca que esta reflexión me dure más días de los que debería. Vuelvo a pensar en ese líquido carmesí y en cómo lo he sentido más que nunca estos días en mis venas. Siempre he relacionado la sangre con la familia, pero no como un vínculo de ADN; puede ser que otras personas que no compartan mis glóbulos rojos también los sienta como mi sangre. En mis pensamientos la palabra familia aparece remarcada en tono borgoña, por eso, aparte de a tantas otras cosas menos agradables, la sangre me habla de familia.

De la sangre paso a la muerte con demasiada rapidez. Será que es marzo y que el final del invierno me encoge un poco las entrañas porque hace cinco años tuve la primavera más fría que conozco. Todavía siento ese frío. Todavía me es difícil hablar de aquellos días y todavía se me anuda la garganta si invierto tiempo en rememorarlos. Creo que me cuesta escribir sobre ellos porque fueron vacío. Cada vez estoy más convencida de que de todo se puede escribir, excepto del vacío. Puedo describir mi pecho herido, el agujero desde las clavículas hasta el estómago, cómo me sentí desorientada en una calle por donde llevaba diecisiete años caminando o cómo me enfadé con el universo porque todo lo que escapa a mi comprensión suele ser hiriente. Y si no puedo comprenderlo tampoco podré curarlo nunca.

Es así. Las personas se van y uno debe acostumbrarse a convivir con su recuerdo aunque sea algo que incluso queremos parar. ¿Qué sentido tienen los recuerdos cuando no podemos renovarlos, cuando son un grito mudo del dolor de no recuperar a esa persona, cuando no hay nada que se pueda hacer? Nada. Salvo aceptar lo que todo el mundo debe aceptar. El vacío de la muerte se lo quedan los que siguen vivos. Los que de un día a otro dejan de tocar la carne amada y deben conformarse con limpiarle el polvo a un trozo de mármol o esparcir unas cenizas y ver cómo se las lleva el viento.

Marzo me habla de la familia. La sangre me habla de la familia. De la única brecha insalvable a la que me he enfrentado en toda mi vida y de la música gritando en mis oídos que el cielo se había acabado. Sky is over, cantaba Serj Tankian mientras yo reproducía la canción una y otra vez, una y otra vez, parándome en ese momento en el que aclara Aunque no podamos afrontarlo, el cielo se ha roto.

Me duele porque vive en mí. Porque en parte es el legado que nos toca en vida, hacer vivir a través de las palabras, los gestos, la herencia y los recuerdos a todos aquellos que nos hicieron ser como somos pero se marcharon sin decírnoslo y sin saberlo, simplemente porque tenían que marcharse. Es la simpleza más dolorosa del universo. Y ese dolor ya calmado, asimilado, ese dolor que soy yo, vuelve con un poco más de fuerza en marzo, sobre todo cuando camino y miro al cielo. Entonces me encojo, me hago pequeña y siento mis dependencias pesadas, astilladas, y a mi cabeza acude de nuevo una música, más leve...

Yes, I'm getting older too.

Ellos viven aquí. En mi sangre. En mi marzo. En mí. En esta primavera que me espera, cálida y fría. Como todas desde aquel 17 de marzo.

domingo, 9 de marzo de 2014

Observo a las parejas mayores en el metro y en el cercanías. Me gusta pensar que se siguen queriendo. Las hay que viajan en silencio, y en los rostros serenos hallo años de compartir silencios, mientras que en aquellos más agitados imagino cientos de discusiones acumuladas y disueltas por el paso de los años. Otras conversan de manera animada y entonces me pregunto cuántas horas de palabras habrán compartido, cuántos temas habrán compartido, cómo disfrutan de esa inagotable conversación.

Recuerdo especialmente una vez en la que viajaba con la cabeza apoyada en un hombro ajeno cuando en mis ojos irrumpieron un par de manos entrelazadas y arrugadas. En busca de los dueños de esas manos me topé con la mirada de ella en mi cabeza y en ese hombro ajeno. Una mujer de unos setenta años sonreía mirándome envuelta en un abrigo rojo que en otras habría parecido juvenil pero a ella le otorgaba una elegancia particular. Mira, igual que nosotros, dejó escapar entre sus labios curvados de felicidad mientras miraba al que pensé su marido, que le devolvió la mirada con dulzura y rió con ella mientras nosotros correspondíamos esa inusitada alegría con las entrañas de Madrid rugiendo a nuestras espaldas.

Hace poco una amiga me preguntó si creía que todos esas parejas envueltas en matrimonios que duran décadas siguen enamoradas. Entonces yo pensé en mis padres. A menudo los sorprendo mirándose como dos niños y, viendo todo lo que han cargado a las espaldas, todo lo que han pasado durante estos más de treinta años juntos, no puedo parar de pensar: ¿qué puede ser el amor sino esto? Seguir mirando a esos ojos sin cansarse, seguir sintiendo, seguir levantándose, seguir perdonando, seguir apoyando al otro, seguir, seguir, seguir...