martes, 31 de marzo de 2015

"Uno espera y no cree que vaya a llegar nadie, pero de repente ocurre justamente eso".

Bien pasadas las diez, Franz se pone a trabajar, es la historia de la vieja casera, y vuelve a estar con ánimo de hacer bromas. A alguien como la señora Hermann es mejor no hacerla esperar, dice, porque atosiga como un niño que demanda chocolate. Después, Dora no oye nada. Está despierta, lee, en parte cuenta con que él la llame, pero eso no ocurre, así que se queda sola, como si él la hubiese olvidado.

La grandeza de la vida, Michael Kumpfmüller. 

jueves, 26 de marzo de 2015

Isabel se rebela justo en el momento en el que comienza a percibir que va a volver a ser objeto de algún relato triste y solitario que la lleve a viajar en metro agotada o a toparse con una canción que no desea en el aleatorio de su reproductor de música. Esta vez no va a dejar que suceda. Ya está bien de dar tanta pena, coño, piensa, furiosa.

- Deja de usarme, por favor.

Guarda silencio y espera una respuesta. Ha intentado sonar educada, tal vez con un deje de impaciencia, pero al menos cordial. Cuando se enfada le es muy difícil controlar su tono, pero no quiere asustarla más de lo que va a asustarse ya.

- Oye... ¿Me escuchas? -insiste.- ¡Oye!

Ante su grito, un par de ojos castaños la miran confusos. Parpadean de manera frenética e Isabel teme el consiguiente ataque de pánico que ha imaginado que vendría después. Aguarda callada, intentando ordenar los pensamientos que se atropellan en su limitada e inexperta mente y respira un par de veces.

- A ver,  perdona por gritar, el caso es que...
- ¿Perdona?
Silencio.
- ¿Perdona? -repite la segunda voz, histérica- ¿Pero quién coño eres? ¿Qué eres? ¿Qué mierda es esta?

A Isabel le entra la risa floja ante las palabras malsonantes. De tal palo tal astilla, piensa sin poder evitarlo. Esa pequeña intervención ha hecho brotar en ella un sentimiento que desconoce, un calor extraño en el pecho y debajo de la piel. Como una fuerza insólita que empuja los músculos de su cara en un gesto que tampoco logra reconocer.

- No te alteres -logra articular Isabel.- He notado que ibas a volver a escribirme triste y la verdad, y no te ofendas porque no quiero ofenderte, pero qué coñazo. Hay otros personajes que viven cosas mejores, y a mí siempre me toca lo gris y lo oscuro y, joder, pues eso, que me estoy volviendo un coñazo. ¿No hay otras cosas que pueda vivir?

Su autora parpadea de nuevo intentando asimilar que una de sus creaciones esté dirigiéndose a ella con libre albedrío.

- ¿Pero esto qué es, la novela del puto Unamuno?

Las dos ríen.

La escritora se roza brevemente la frente buscando un signo febril y al no notar nada parecido se dice que la jaqueca la está volviendo loca. Tiene que ser eso, el dolor de cabeza, que le ha tostado el cerebro después de tantas horas de pantalla de ordenador y paredes blancas y moqueta azul. Está loca. Se ha vuelto majara sin siquiera llegar a ser una escritora reconocida, así que nadie llegará a apreciar su falta de cordura. Sólo será una loca más.

Isabel carraspea y la interrumpe.

- ¿Qué ocurre?
- ¿Por qué decidiste hacerme así?

La autora no sabe qué contestar. ¿Por qué? Pues... porque sí. ¿Por qué no? En cada personaje vuelca una faceta o una experiencia, a Isabel le tocó lo más pesaroso.

- Si quieres te convierto en Andrés. O en Arturo -le contesta finalmente su creadora.

Isabel reflexiona, y al final responde:

- Seguro que a ellos les aguardan cosas mejores. Sin embargo, parece que a mí nunca me vas a sacar del vagón de metro.

Touché.

La escritora piensa unos segundos.

- ¿Qué cosas te gustaría vivir?
- ¿Y cómo voy a saberlo? Yo vivo lo que tú escribes que viva, y siento lo que tú quieras que sienta.

Otro punto para la alucinación, sin duda. Tiene toda la razón. ¿Cómo una creación de un escritor va a saber antes que el creador mismo lo que le espera? Pero, espera, espera, espera... ¿Cómo una creación siquiera va a hablarle a su autor?

- Me provocas ternura con todo esto...
- ¿Ternura? -pregunta, extrañada, Isabel.
- Sí. Eso que estabas sintiendo hace nada debajo de la piel. Lo que te empujaba a sonreír.

Isabel esgrime un gesto de haberlo comprendido. Ter-nu-ra, parece pensar, como un niño que apenas está empezando a leer y a descubrir así decenas de palabras.

- Vamos a ver qué podemos hacer contigo...-dice su autora, con cariño.

Isabel sonríe y se muestra conforme. Parece concentrarse mientras espera. Se saca del bolsillo el reproductor de música y lo abandona, y corre lejos de cualquier parada de metro que pueda quedar en su perímetro de visión. ¡Ternura, joder!, grita mientras se apresura.

Su autora pone los dedos encima del teclado. Relee las historias que ha creado antes para Isabel y, después de rechazar la primera tentación, la de añadir una anécdota plomiza más a la ojerosa Isabel, piensa que tal vez puede intentar cambiar esta vez. Pobre Isabel, vale ya de dar tanta pena.

Vamos a ver si lo contrarrestamos con un conato de algo divertido.

viernes, 20 de marzo de 2015

Colinas, II.

Cuando Arturo volvió a casa se sintió tranquilo entre las paredes de lo que consideraba su refugio. Dejó caer las llaves en un mueble al azar y se hundió en el sofá mientras se decía que debía ducharse cuanto antes, aunque su espalda dolorida se aferrara con fiereza a los cojines. Todavía olía a muerte. Aún podía sentir la tierra invisible de un entierro cubriéndole el abrigo negro y penetrando hasta sus adentros con crudeza. Había dejado a Andrés y al pequeño Carlos en su casa y se había marchado de ahí pausadamente, como siempre hacía, pero en su interior quería huir y llegar a su piso. Sólo llegar a su piso y dejarse caer en el sofá.

¿Cómo se sigue adelante cuando has perdido la mitad de tu vida?, seguía preguntándose. A pesar de ello, se negaba a convertirse en un recurso que lo revistiera de culpabilidad si no se quedaba demasiado tiempo haciéndole compañía a Andrés. Arturo sabía poco del duelo, pero estaba convencido de que era una prueba que había que superar por uno mismo. Además, él todavía sentía la herida fresca, infectada por el polvo que notaba adherido a las paredes de su alma, y sólo quería curarla.

Había conocido a Marta en el hospital. Y, aunque por aquel entonces trataban con mucha más muerte que la que lo había sorprendido esa inusualmente soleada mañana de diciembre, recordaba el momento con viveza. A veces volvía a ese día, y recaía en los ojos de Marta, y sólo lograba sincerarse con su silencio y admitía, una vez más, que durante años había amado a la mujer que luego se casó con su mejor amigo.

- Qué mierda de historia- musitó.

Echó una mirada a su solitario apartamento y no pudo mantener sus defensas por más tiempo. Se sintió derrotado. En su pecho fue abriéndose paso lentamente esa llaga y con la sangre aún palpitante comenzaron a mezclarse los recuerdos con Marta y en la familiaridad de su sofá se pensó más perdido que nunca.

¿Cómo se sigue adelante?

Se levantó guiado por una fuerza externa y fue a su viejo tocadiscos para rozar todos los vinilos con los dedos. En un arrebato filosófico, uno de esos momentos que solían invadirle cuando se sentía melancólico, en su mente se dibujó una frase que apenas comprendió en ese momento.

Puede que ya no exista nada que logre salvarnos.

Eligió uno de los discos que Marta le había regalado y dejó que la música comenzara a camuflar sus incipientes sollozos.

Allí, de pie, rodeado de la más absoluta nada, con esa herida supurando dolor y silencio, Arturo pensó en los ojos de Marta y se tapó la cara con las manos. La voz de Jeff Buckley sonó justo al compás del primer grito ahogado. Arturo por fin había roto a llorar.

(...)


jueves, 19 de marzo de 2015

Woke up and wished that I was dead
With an aching in my head
I lay motionless in bed
I thought of you and where you'd gone
and let the world spin madly on



Y hacía una estupenda mañana.

El mundo 
es
 demasiado grande.

martes, 17 de marzo de 2015

Parece que todos los 17 de marzo acaban de una manera similar. Puede que sea una especie de condena que se materializa en mí en forma de rímmel corrido o tal vez, que supongo que es lo más seguro, la cercanía de la fecha en el calendario me predisponga inconscientemente a agarrarme sola las costillas con las dos manos y pasar el día confiando en el que las oleadas de dolor, ya muy sordas, no me dejen sin ningún hueso al final del día.

Vuelvo a casa con paso lento y al quitarme el abrigo y respirar aislada de miradas ajenas me percato de que apenas he mirado el cielo, como me prometí que haría todos los 17 de marzo.

Tecleo a la vieja usanza, como una adolescente que consuela sus penas en su blog, mientras no se me va de la cabeza una escena de una serie que hace poco revisioné y en la que la protagonista se moría de miedo ante la idea de olvidar cómo sonaba la voz de su pareja, que acababa de fallecer. Tecleo sin parar aunque borre frases enteras porque al menos el sonido me distrae del siguiente pensamiento. La chica tenía parte de razón. Porque ya apenas recuerdo tu voz.

Aunque no pudiéramos soportarlo.

Los acordes me hablan de días revueltos, de estómagos del revés y de primeras veces en acostumbrarse a seguir adelante con un elemento vital menos. Cada estrofa me transporta a la desorientación casi demente en mi propio barrio, a despertarme en mitad de la noche con dolor en el pecho y a los últimos rayos de sol del invierno azotando con fuerza en las lacónicas colinas del cementerio de Torrero.

Esta vez no pregunte por qué; simplemente dejé que una parte de mí también se fuera.

Elegiste uno de los días con más atardecer, el puente entre los últimos coletazos de frío del invierno y las intentonas más adelantadas de calor de primavera. El cielo se acabó. Y todavía hoy se aloja esta desolación irresoluble e incuestionable entre mis costillas.


miércoles, 4 de marzo de 2015

Palabras de vagabundo.

Recordamos lo que consideramos importante, chico. Esto no significa que el resto de libros que leí no fueran importantes, lo serán para otros. No hay nada universalmente importante. ¿Entiendes lo que digo, chico? Hay mucha gente que no piensa así. Esas personas son monstruos.
Rari nantes, Alba Ballesta. Gadir, 2015. 
Él siempre levantaba la vista de su libro y se topaba con ella. Entonces comenzaba lo que día a día se había forjado como un ritual y la observaba cruzar la estancia, día tras día de lunes a viernes; entraba por el lado izquierdo de su campo de visión y salía por el derecho, casi dolorosa, perdiéndose hasta el día siguiente, pero siempre envuelta en un ligero y al mismo tiempo aterrador halo de incertidumbre. Tal vez aquel fuera el último día que cruzara su vista. Se había acostumbrado a mirarla en silencio, apenas unos segundos al día, siempre prófugo. Siempre anónimo, creía.

Creía porque ella lo localizaba todos los días décimas de segundo antes de que él levantara la vista de su libro. Era en ese momento cuando miraba al frente, se fingía distraída, o preocupada, o apresurada, y cruzaba sus ojos día tras día de lunes a viernes. Ella sabía que al día siguiente volvería; lo que no tenía tan claro es si él seguiría ahí, o tal vez se le hubieran acabado ya los libros que fingir que leía. O quizás, sólo quizás porque ya sólo la mera posibilidad laceraba, hubiera encontrado a otra a quien mirar, y ya no la necesitara nunca más.