martes, 24 de enero de 2017

Robert Kincaid.

No puedo evitar pensar si soy una especie de Robert Kincaid. Y no lo pienso porque esté destinada a seducir amas de casa que sienten que han sacrificado su vida por formar una familia a la que dedicarse. No me voy a poner tan dramática. Pero supongo que lo pienso porque vi algo de mí en ese reportero gráfico que ha dejado de escribir sólo para hacer fotografías y que se dedica a viajar de un lado a otro sin compañía.

"No esperaba compañía", le dirá a Francesca la primera vez que ella sube a su camioneta, limpiando a toda prisa todos los objetos y desperdicios que había ido depositando en el asiento del copiloto.

Hoy hablaba con unos amigos sobre pasar tiempo en soledad, para uno mismo, y ha vuelto a mí la imagen de este fotógrafo cuando he recordado la calma de viajar sola. Ese sabor diferente en los labios y ese color peculiar que adoptan los adoquines de las calles y las pieles de la gente cuando me muevo en silencio, me pierdo, pregunto, me escabullo y al final me siento a tomar un café en cualquier sitio que tenga una mesa libre.

Pero eso no significa que no necesite compañía, o que no me guste disfrutar de una buena conversación y compartir momentos íntimos con alguien. Sin embargo, desde hace un tiempo me vengo preguntando si no acabaré sola en la camioneta, si lo que acabará ocurriendo es que mi Francesca de turno nunca se subirá conmigo, sino que se quedará agarrando con fuerza la palanca de la puerta, tan destrozada como yo pero totalmente segura de que está haciendo lo correcto.

Robert Kincaid no deja de ser para Francesca un oasis de luz en mitad de una rutina autoimpuesta pero esencial para mantener la estructura vital que ha construido en el tiempo. Robert llega, rebosando experiencias, pasión e intensidad, y ella le deja entrar consciente de la fecha de caducidad de su historia. Si es justo para él no podemos saberlo del todo; la trama decide quedarse con Francesca y ver cómo la sombra de él se aleja patinando en la lluvia, como si así nos hiciera saber que está bien.

Cuanta más gente conozco y más tiempo pasa soy más consciente de que si bien parece que todos buscamos intensidad y aventuras, al final lo que nos acaba tirando es la rutina y la estabilidad. Porque a veces nos gusta lo que todo el mundo parece tener, y pensamos que el hecho de quejarnos constantemente de que no estamos haciendo todas esas cosas que siempre hemos querido hacer porque estamos ocupados con nuestras responsabilidades nos exime de aceptar que, en realidad, no buscábamos ninguna aventura. Que al final a todos nos gusta conocer a un Robert Kincaid, reírnos con él, contarle nuestros deseos e incluso arañarle la espalda desnuda en repetidas peleas de cama, pero en cuanto el subidón se disipa nos asusta esa persona tan entera e independiente. Buscamos que nos necesiten. Buscamos sentir que hacemos falta. Por eso Robert nos acaba asustando: ¿acaso una persona como él podría necesitar alguna vez a alguien tan pequeñito como yo?

Seguramente no, pensaremos.

Pero lo único seguro es que nos habremos alejado de un cambio fresco pero perturbador de nuestra rutina.

Por eso Robert acaba rodeando su retrovisor con el colgante de Francesca y se marcha hacia la derecha, en uno de los semáforos, probablamente, más penetrantes de la historia del cine.

"No vas a venir conmigo, ¿verdad?", le dice a pesar de que ella ha hecho las maletas. Lo ve, lo siente, de alguna manera lo sabía cuando ella le dijo que sí: se va a marchar solo, una vez más. Porque así es como funciona con él, y así es como, seguramente, sepa que vaya a funcionar siempre.

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