Parece que últimamente todo tiene que ver con escribir, y no sólo para mí, sino también para los míos. En ocasiones, incluso, tengo que reiniciar cierto mecanismo mental porque estoy hablando con alguien que me está considerando una escritora y tienen que pasar bastantes frases hasta que me doy cuenta de que eso está ocurriendo de verdad.
Para mí escribir siempre ha sido un acto de libertad y autodeterminación. Y no es que me lo planteara así; ahora que han pasado tantos años he adquirido las palabras necesarias para expresarlo así, pero lo que vengo a decir es que escribía porque era más yo misma que nunca, y así ha sido desde que recuerdo. Desde que escribía cuentos con letra irregular y a lapicero en folios en sucio y los doblaba y grapaba para fantasear que eran un libro.
Sin embargo jamás me lo planteé como nada más. Simplemente era una parte de mí que alimentaba de vez en cuando, una extremidad más de mi cuerpo. Nadie aspira a vivir de su brazo o de su pierna, por lo general, ¿no? Pero en los últimos años algo ha cambiado, y parece que mi pasión por la expresión no sólo es visible para mí, sino que la consideran y la perciben todos aquellos que se molestan un mínimo en conocerme.
Mentiría si dijera que sé cómo sentirme. Son más preguntas que emociones las que me embargan, y la capitana siempre es la misma: ¿de verdad lo soy? A veces la acompañan otras como "¿debería sentir presión?", "¿esto va a perjudicar que escriba por pasión y no por obligación?".
"¿Soy lo suficientemente buena?".
No puedo perder mucho tiempo en las respuestas, porque son volátiles, van cambiando según mi estado de ánimo o mis circunstancias, y por eso las dejo que descansen a mi lado y les echo una mirada de reojo de vez en cuando. Pero si me tengo que centrar en algo es en las sensaciones y no puedo negar que, hasta el momento, crear historias es lo que me hace sentir más completa, contando con todo lo que me queda por aprender. Que esas historias lleguen a los demás es, sin ninguna duda, parte del motor que me mantiene activa.
Como cuando tenía unos siete u ocho años, y yo llevaba esos folios grapados a mi profesora de primaria. Entonces leía el cuento en voz alta, delante de mis compañeros, y yo sentía, muerta de vergüenza pero orgullosa, que el círculo se cerraba.
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