lunes, 26 de abril de 2010

-¿Por qué lloras?

Hacía quinientos días, por lo menos, que no había silencio en el terreno. Ni un momento de paz, de calma robada al frenesí de una vida media. Medio vacía, medio llena. Los gritos dejaron paso a los disparos, a la tensión, a la condena de la espera. Ya no había revolución. Ya no quedaban canciones de aliento mientras cualquier herida sangrara todavía. ¿Qué esperábamos? La muerte y la libertad a veces deben mezclarse, pero esto era demasiado. Teníamos tanta muerte pegada al cuerpo que no había sitio para la utopía. ¿Qué utopía, joder, qué puta utopía nos quedaba después de esto? Las manos nos temblaban mientras sujetábamos los naranjeros porque la rabia era demasiada. Y el miedo. El cansancio. El echar de menos. Queríamos tiempos mejores, una promesa de unidad y de sacrificio colectivo, pero a qué precio. Olemos a sangre mezclada, de buenos y malos. De todos. De seres humanos que luchan por algo, por un motivo.

-¿Por qué lloras, hombre libre?-repitió.
-Este dolor...
-Debemos permanecer.
-¿Permanecer?
-Todos y cada uno de nosotros. Flaquear es dar paso al desaliento, ¡a la eterna sumisión! No soy más importante que tú, ni tú lo eres más que yo, y cualquiera de los dos, de todos nosotros, puede tener en su mano la victoria. ¡La victoria, compañero! Somos el pueblo, y sobre la sangre del pueblo se erigirá el nuevo mundo. Debemos sacrificarnos si es preciso por los que vienen, los que vendrán. Mira a tu alrededor, camarada. ¿Cuántas familias aguardan la libertad anhelada por generaciones de trabajadores, de gente libre que estaba encadenada? Aférrate a tu arma y estáte dispuesto a disparar si surgen en el horizonte sombras enemigas. Yo lucharé por ti, como lo harás tú por mí y por todos los que apoyamos la revolución.

Qué bien hablaba la hija de puta. Siempre comiendo orejas y transfiriendo ese latido, esas ansias de triunfo. Sus palabras me parecieron por un segundo pura esperanza. Pero no contesté, esperé a que volviera a preguntarme alarmada por mi silencio.

-¿Lloras por la revolución?
-Sólo tengo sangre entre las uñas y pesar en el rostro, compañera-. Me miró, interrogante.- Ya no sé por qué lucho.

viernes, 23 de abril de 2010

Me duele algo tan adentro que se me saltan las lágrimas, como en las películas esas que te hacen estar muy sensible. Sin más, por ponerme a mirar un punto fijo y dejar fluir los pensamientos, y brotan sin que yo les diga nada.

Estoy en un proceso de evolución, y hace tanto frío aquí dentro... No es el primero, no es la primera vez que mi propia naturaleza me envuelve en un capullo de seda e incertidumbre, pero a pesar de ello puedo afirmar que nunca he sido una mariposa. Porque las mariposas nunca se sienten solas. ¿Mi futuro? Quién sabe. Sólo puedo decir que me contentaré con salir y dejar que el sol me haga cosquillas en la piel de una vez. Como un ser humano más.

He comprendido que la culpabilidad de mi aislamiento tiene mi nombre. Que si a través de los dedos las palabras me bailan y puedo escoger la adecuada, con mi boca no es lo mismo, y no consigo participar a nadie de mis fantasmas. El resultado suele ser un cúmulo de incomprensión y frustración que no aconsejo a nadie, que me deja como herida tras una batalla en la que han muerto todos mis compañeros. No obstante, agradezco el esfuerzo, la preocupación, pero empiezo a pensar que el balance ya no se torna nunca positivo.

Soy como un remolino de sueños al que se le saltan las lágrimas porque algo duele adentro. En el alma. Si fuera una palabra con patas, me iría dando empujones con la gente mientras camino y ésta me mira de arriba a abajo mientras lee Contradicción.

martes, 20 de abril de 2010

Dicen que las grandes catástrofes ya no vienen solas. Que siempre hay acontecimientos que se suceden y que nos suceden, acabando con toda la vida que pudiera haberse escapado de la catástrofe madre.


<<-Somos criaturas maravillosas. Ninguna otra especie es capaz de sentir culpa o remordimiento, y aunque a veces se ve como un inconveniente, a mí me parece fascinante. ¿Cuándo hemos visto a un animal hablar con su actual pareja antes de lanzarse al cuello de un nuevo anhelo para que el corazón del otro pueda ser reconstruido? ¿Cuándo?


>>Cuando comenzaba a hablarme así, a mí me entraba miedo. Yo era muy pequeña entonces, y me gustaban sus historias, pero nunca las creía, y había veces que me asustaban sus conclusiones radicales. Toda esa palabrería de la humanidad… ¿Qué importancia tenía? Luego proseguía, llegando siempre a la misma conclusión:


>>-Y, sin embargo, nos estamos echando a perder. Nos echamos a perder, estrellita, y no nos damos cuenta…


>>Me llamaba estrellita porque decía que en mis ojos anidaba una luz extraña, una luz que acabaría guiando a aquellos que se encontraran perdidos. A ella le gustaba pensar que yo sería capaz de arreglar este desaguisado. Yo pensaba que estaba loca, que una hora a la semana en su compañía era suficiente para cumplir con la familia, y que todos esos disparates le venían de serie… Pero ella creía en mí. Solamente creía en mí. Fue una de las últimas personas en las que conocí esa magia. Mi abuela me quería, y en parte por ella estoy hoy aquí. >>


-Disculpe, pero ya están aquí.

-¿Eh? Ah, sí… -. Dejó de teclear al momento, mientras se frotaba la dolorida frente y se ponía las gafas. – Hazles pasar, por favor.

lunes, 12 de abril de 2010

Salgo de la ducha y huelo a fracaso. A frío infinito afuera y adentro, a espasmo incontrolado. Y es una tontería, porque no soy una fracasada. No soy uno de aquellos que van sin rumbo a la fuerza, que gastan las esquinas de sus mejillas a golpe de lágrima cada noche porque ven su vida acabada. No. Pero, aun así, me siento así. Porque escojo otro camino, el de alejarme de puntillas del fracaso, pero no lo suficiente.

Es mirarme al espejo y sentirme insuficientemente buena para ser una fracasada, e insuficientemente buena para no serlo. Como un alma intermedia que vaga de una frontera a otra sin decidirse muy bien, sin conseguir lo que le exigen unos, ni lo que le exigen los otros. El resultado no es tan alarmante como podría serlo. Solamente un vacío momentáneo en el pecho, la sonrisa torcida, la tristeza afilada.

viernes, 9 de abril de 2010

Estaban rotos. Los dos. Ya no se amaban, y por eso los días se habían vuelto un acto cutre y sin vida. Siempre lo mismo, los mismos movimientos, las mismas palabras vacías. El ritual solamente se interrumpía cuando tenían visita y las ganas de mundo se desparramaban por las paredes. Entonces eran la pareja más perfecta y sólida del mundo, mientras que los ojos de él decían no puedo más, y los de ella quiero más. Hasta que llegó ese día. Ese viernes de madrugada que, al tacto del calendario, era como una cordillera de sinsentido.

-Hay carmín en tu camisa. Hay carmín en tu jodida camisa.

Lo sabía. Claro que lo sabía, era una camisa blanca y él se había mirado al espejo mientras se vestía con ella desnuda en la cama. Había sido el mejor polvo en muchos años. La había sentido como electricidad, su piel pálida, la ausencia de ganas de conocerse de verdad. Cobardemente, decidió que era hora de ponerle palabras a las miradas.

-¿Y te sorprendes?

Ella. Que había estado viendo la tele toda la noche, soñando con lo que no tenía, esperando que él regresara para dedicarle un reproche mudo. Como siempre. Había estado tan pendiente de sus miserias y de volcar todo su odio hacia él, que no había pensado en el riesgo de otros labios acechando a su marido. Sus sueños frustrados le nublaron la razón. De todas formas, siempre había pensado que estaba un poco loca.

-Yo no uso carmín...
-Buenas noches, querida.
-Que descanses.

lunes, 5 de abril de 2010

-Busco lápices acuarelables. ¿Tienen?

La mujer me mira por encima de sus gafas de pintora fracasada. Creo que está pensando que vaya tontada de pregunta, ¿cómo no van a tener lápices de acuarela en una tienda de bellas artes? Yo, aún así, nunca he sabido cómo iniciar conversaciones y me ha parecido adecuado ese principio. Me dice que sí y se pone en marcha.

Respiro bien fuerte y me lleno de los colores de la tienda. Es como un pequeño santuario que grita que aquí hay libertad. Imagino a médicos e investigadores viniendo a comprar pinturas para sus ratos de reflexión. Por aquí siento las pisadas de aquella chica que vino a por lienzos y óleos para su estancia en París... y erigió la Torre Eiffel desde sus ojos. Y por allí me viene la ausencia del hijo de aquel fanático de los cuadros, que venía a cambiarles el marco, a comprar barniz.

Mientras la mujer me explica las diferentes opciones de la acuarela me doy cuenta de lo feliz que me siento al haber guardado esta parte de mí y, aunque sea muy de vez en cuando, sacarla a relucir. Me marcho con mi caja de metal llena de lápices bajo el brazo, con ganas de seguir inventando y ponerle color poco a poco. Artista no sé si seré, pero estos sueños de color en mis manos me dan fuerzas si se mezclan con el sol. Es una locura, pero estoy satisfecha. Volveré a dibujar.