viernes, 21 de octubre de 2011

Apenas sé mucho de él. Creo que en diecinueve años he oído historias vagas, su nombre, sus fotos, pero nada más... Nada tan concreto como ahora.

Que se afilió a la CNT cuando era muy joven, cuando fue legal, cuando no lo fue. Que él, con más camaradas, cruzaba el Ebro para acudir a las reuniones clandestinas, guardando la pistola debajo de la boina, para que el agua dulce no penetrara en ella. ¿Tendría de verdad el sentimiento latente, creería en el cambio, soñaría con él?

Que con los tiempos grises que anunciaban una próxima Guerra Civil, la empresa donde trabajaba, Ford, le ofreció irse a Estados Unidos porque conocía sus afinidades. Que aceptó, hasta que la guerra estalló en Zaragoza, dominada por los nacionales, y recibió un ultimátum: luchar por la patria, o ver a toda su familia asesinada. Desapareció Estados Unidos, y así fue como un afiliado a la CNT luchó los tres años de guerra en el bando nacional. No obstante, su trabajo le permitió huir parcialmente de la barbarie de apretar el gatillo contra a saber quién: oficial de mecánico, su cometido era reciclar los camiones bombardeados para poder construir otros a partir de las piezas salvables.

Pasó la guerra. Pasaron muchas cosas de las que dicen apenas hablaba. Se casó, tuvo una hija, enviudó. Conoció a una muchacha dieciocho años menor que él, con la que se volvió a casar. ¿Un escándalo? Sí. Pero y qué. El tiempo narraría que dos tíos de esa mujer fueron asesinados durante la guerra por el bando nacional, uno fusilado y otro atropellado mientras iba en bicicleta. Otra tía, a su vez, consiguió ejercer de maestra en la Segunda República, siendo de las pioneras en el país. Un año más tarde, al ser republicana reconocida, fue encarcelada y su licencia invalidada. Nunca más volvió a impartir clases. En los años 80, durante la transición, fue indemnizada... Pero ya había pasado toda una vida.

Como decía, volvió a casarse. Nació mi padre, mi tío -el que más se parecería a él física e ideológicamente- y mi tía. Lamentablemente la vida le guardaba más sorpresas desagradables, y una simple muela acabó con él. Alérgico a la penicilina, lo descubrió justo cuando se la inyectaron en el dentista y mientras su hijo mayor -mi padre- lo llevaba a urgencias por su terrible reacción, mi abuelo notaba que se le escapaba la vida. Se le iba. Y así fue cómo, mientras mi padre conducía, le encomendó a su hijo mayor, aquel que tendría que sacrificar sus estudios y sus ansias por esta promesa, que cuidara de sus hermanos.

No soy capaz de imaginar con nitidez las manos de mi padre aferradas al volante con su padre en el otro asiento. Se me hiela la sangre sólo con la aproximación de esa imagen.

Pero lo consiguió, de alguna manera. Su hija estudió para ser maestra y su hijo, aquel que tanto se parecía a él, se licenció en Historia Contemporánea después de algún que otro encontronazo con su orgullo.

Días después de su muerte, mi padre tuvo que acudir a la delegación de la CNT de la época para darle de baja. Después de todo, todavía seguía afiliado.

martes, 18 de octubre de 2011

-¿Qué te has hecho en el brazo?
-Nada.
-¿Cómo te has hecho ese corte?
-No te importa. Déjame.
-Que cómo te lo has hecho.
-Que no te importa. Déjame en paz, te lo pido por favor. ¡Vete!
-No te suelto hasta que no me lo digas. ¡¿Quién te ha hecho eso?! ¿Qué coño te has hecho en el puto brazo?
-¿Quieres saber que me ha pasado? ¿Eh? Pues mira aquí. Y aquí. Y aquí, joder. Y este. ¿Te gusta? ¿Has visto que no sólo es el puto corte de mierda?
-Qué... qué te han hecho... ¿De dónde vienen todos esos moratones? Por favor... ¿qué es todo eso?
-Tenías que verlo, eh...
-Vístete.
-A sus órdenes.
-¿Qué ha pasado?
-¿Sabes de lo que te reías siempre? De ese club al que iba. Niños retrasados, les decías... Mira que eres gilipollas. ¿Te acuerdas o no?
-Claro que me acuerdo. Estabas ahí todo el jodido fin de semana. Con los críos...
-Sí, con los críos.
-Bueno, ¿y?
-No dejaban de venir, ¿sabes? Venían a reírse, a meterse con todos... Todos los días. Al principio sólo de vez en cuando, pero debieron de encontrar un divertimento o algo y empezaron a venir cada puto día... Los niños sufrían, pero ya sabes cómo son, vamos, si antes me escuchabas... Se mantenían felices, en su mundo. Pero ni siquiera así dejaron de venir. Llamamos a la policía y no hicieron nada. Que los ignoráramos, que eran más estúpidos que nosotros y que eso era todo. Serán hijos de puta... ¿Qué coño nos importábamos nosotros? Los importantes eran ellos, ¿comprendes? Claro que eran estúpidos, por no saber mirar más allá de lo que eran esos niños... No sabían mirar. No sabían.
-¿Y luego qué?
-Comenzaron a sobrepasarse. Empezaron a saltar las vallas y a meterse en el patio, a meterse con los niños, hasta que los echábamos. Pero un día cruzaron el límite. Guarros de mierda.
-¿Qué hicieron?
-Comenzaron a tocar a las niñas a escondidas, y también a algunos niños. ¿Sabes lo que es eso? Hay que estar enfermo, joder. Al principio no nos enterábamos. Dios, esos niños no dicen nada de eso... Tienen miedo a que sea culpa suya y alguien se enfade. Pero los notábamos callados, reacios a las caricias, miedosos. Algo raro ocurría. Algo muy raro. Hasta que lo vi... Dios. Lo vi.
-¿Qué viste? ¿Qué narices viste? Me estás asustando.
-La estaba violando. En mis narices. Por favor, si hubieras visto su cara... Salió corriendo el muy cabrón. Claro, qué va a hacer sino correr. El caso es que no pude más. Me volví loca, fue algo fuera de lo común, no me reconocía a mí misma. Salí detrás de él y vi que los demás lo estaban esperando. ¡Salieron corriendo todos! Putos maricas, huyendo de una tía como yo. Pero los seguí. No había corrido tanto en mi vida. Sentía una fuerza superior, inagotable, y ni siquiera me cansaba. Sólo quería verlos sufrir.
-Eh... ¿qué-qué les hiciste? ¿Qué pasó?
-Se conocían el barrio peor que yo. Se encerraron ellos solos.
-¿Perdona? ¿Qué hiciste?
-No están muertos, no flipes. Pero tampoco sanos. Como bien has visto, yo también recibí. Ya me visto, ya voy.
-Joder... Ahora sí que me siento gilipollas. No sabía que eras capaz de hacer algo así. Es decir, tú... No sé. Qué huevos. No-no te habría imaginado.
-Bueno. Tal vez tú tampoco tienes ni puta idea de lo que es mirar más allá.

viernes, 7 de octubre de 2011

Zaragoza me hace pensar siempre y reencontrarme con la parte de mí que entierro cuando estoy en Getafe. Creo que no voy a ser capaz de tener otra relación así de intensa hasta que no abandone esta doble vida. Una de las cosas que más me matan es sentir una ausencia cuando estoy en una de esas vidas, y cuando llego a la otra y la ausencia se disipa... no es suficiente. He aprendido que necesito estabilidad con alguien e inestabilidad conmigo misma. Aunque me duela.

Pero el caso es que vuelvo a este zierzo y me hallo tranquila. He sido capaz de sacarme a mí misma de esta espiral, porque tú no ibas a hacerlo, y a pesar de notar un vacío en los cuatro años que llevo a las espaldas... ya sé estar más tranquila. El 30 de septiembre pasó sin que me diera cuenta, y si fue así fue porque en parte nunca quisiste que fuera especial. No te reconozco en muchos aspectos, pero supongo que es normal, que tú a mí tampoco, que yo ahora también soy más seca y más triste. Que los dos somos más locos, y eso antes estaba bien, pero por separado... ya no es tan divertido.

Aun así no puedo evitar entristecerme al no hallar en ti a esa persona que a ratos me hizo feliz durante casi cuatro años. Sin eso, se me olvida el sentimiento intenso, tanta locura temprana, todas las veces, las miles de veces, que el mundo sólo era importante porque estábamos tú y yo. Comprendo que ya no me pertenece a mí el deber de encontrarte, y de esa comprensión surge precisamente esta sensación de calma.

De que ya ha pasado. Ya has pasado. Y tal vez el tiempo vuelva a juntarnos de verdad y tengamos la oportunidad de volver a conocernos ahora que hemos cambiado. Pero que hasta ese momento me tengo a mí misma y al presente, porque ya no tengo fuerzas para reconstruir el pasado distorsionado y herido en mi mente, y el futuro es algo que todavía se me escurre de entre los dedos.

Que si esta doble vida conectada por un viaje en bus de cuatro horas va a incapacitarme para sentir determinadas cosas, siempre queda la posibilidad de sentir otras. De centrarme en aspectos vitales más aburridos y lineales, pero importantes y esenciales, al fin y al cabo. Ahora ya me no me tomo el tiempo como un aliado o un enemigo. Es un factor más, una manta que me cubre a mí igual que cubre a tantos otros. Es otoño gris, sin tonos marrones y naranjas, un apoyo para mi imperturbabilidad, tan positiva como negativa. Ya apenas siento las cosas malas; ya apenas siento las cosas buenas.
Una exhalación, muchos suspiros, lágrimas, labios mordidos. El miedo taponando las venas y los pulmones, la angustia trepando por la garganta, el saberse perdido y saber que nada ni nadie va a poder evitarlo. Un tiro. Y el silencio del vencido. Ya no importa si hubo fuga, si no, cuál fue el motivo. La plaza del pueblo se cubre de sangre y sólo hay una causa y una consecuencia: la muerte. Las palabras se matan desde el mismo pecho, acribillado a tiros de espaldas a una pared, y se cree que así se gana, pero solamente se pierde. Una vida más, una persona menos. El rojo es un color que despierta dolor y venganza, ceguera y estupidez.

Años y años más tarde un herrero forjará una placa que rece Parque de La Memoria. Con ese nombre se intentará honrar a todos aquellos que con su sangre tiñeron el pueblo de carmesí. Lo que no se sabe es que en el dorso del metal el mismo herrero graba unas iniciales que le salen directamente del corazón, de su corazón vivo y salvado. Iniciales de amigos, vecinos, compatriotas, compañeros, hombres libres. Iniciales que se perdieron en la lucha, pero no en la memoria de ese hombre. Ni de muchos más.

Homenaje que, también años más tarde, será descubierto de casualidad y eliminado por lo de siempre. Esas iniciales antiguas, brillantes, escondidas solemnemente, sin ceremonias, porque no hacen falta si el sentimiento es sincero. De nuevo muertas. Por una injusticia de bandos, desigualdad de ideologías, política absurda que hoy en día nada tiene que ver con la muerte.

(Inspirado en una historia real).

martes, 4 de octubre de 2011

Va a un cajero y saca todo su dinero. No es mucho, pero debe doblar los billetes en cuatro para que le quepan en la cartera minúscula que tiene, y al principio no le entran. Se pone nerviosa, maldice, y al final mete el dinero en la funda de las gafas de sol y sale casi corriendo. No mirar atrás, importante no mirar atrás.

Emprende la marcha. Jamás se encuentra a alguien, sino que deja que la encuentren a ella. Quiere ser anónima y por eso inventa nombres y vida que nunca tuvo ni tendrá, mientras no para nunca de caminar. No mirar atrás, importantísimo no mirar atrás. Se le van terminando los billetes que guarda en la funda de las gafas e intenta ocupar su tiempo en cualquier trabajo esporádico que encuentra y no la compromete.

A veces se acuesta con alguien, aunque su imperturbabilidad no mejora mucho. Si llega al orgasmo lo agradece, pero si halla a alguien que no se esfuerza mucho en conseguirlo tampoco lo lamenta. Agradece la respiración de alguien a su lado, pero sólo durante unos minutos, los suficientes para que se le erice tanto la piel que no quiera volver a sentirlo. Hasta la próxima vez. La próxima cama.

Quedan muy atrás el cajero, las gafas de sol, las ganas de correr, el frío, el calor esporádico. Ella misma. Ya no se reconoce reflejada en los escaparates y no se sorprende porque tampoco se reconocía antes de iniciar la marcha. Todavía no se le han desgastado las suelas de las botas y mira que tiene ganas de que eso ocurra. El tiempo ya pasa demasiado despacio y sin embargo ha perdido tanto... Que no se encuentra. Por mucho que recorre. Por mucho que se repita que es importante no vacilar en no mirar atrás.

sábado, 1 de octubre de 2011

Es singular el ser humano. Aprecia lo que tiene, pero no deja de querer más. De acercarse al vacío y anhelar precipitarse para echarle la culpa a un inocente tropezón. Siempre queremos más. Nos gusta bailar con peligrosidad y perder el control mientras dominamos más y más la cadencia de nuestras caderas.

Al final una quemadura, una mordedura, un moratón... Y el recuerdo de haberlo hecho, de habernos caído. De haber querido más y haber querido conseguirlo. Al menos sólo para darnos cuenta de que estábamos bien con lo que ya teníamos.