viernes, 29 de marzo de 2013

Despedida.

Se puso su mejor minifalda y se marcó con inusual precisión la raya negra de los ojos. Sólo para mirarlo fijamente unos segundos y que su mirada dijera

No voy a volver a ser tuya nunca.

viernes, 22 de marzo de 2013

Claro que no olvido esa sensación. Él llevaba varios meses deprimido y el trabajo de verano no estaba contribuyendo a mejorar su ánimo. Todo lo que yo intentaba hacer apenas servía porque cuando a uno le invade la apatía se aferra fuertemente a las paredes del cuerpo. Fue frustrante, pero confiaba en que pasar tiempo juntos en parte lo aliviara.

Un día volvió del trabajo y me contó que estaba contento. En mí se encendió una llamita de esperanza y sonreí con él porque llevaba días queriéndolo notar así. Entonces me dijo que había conocido a una chica preciosa, muy simpática y con un nombre exótico y evocador. Se llamaba Arabia, me dijo, y estaba contento por haber tenido ese breve encuentro. Fue en ese momento cuando la llamita creada hacía unos minutos se desbordó y quemó mi sonrisa por completo. No era la primera vez que tenía esa sensación, pero como ocurre con todo en las primeras relaciones ya estaba aprendiendo a reconocerla. En unos segundos mi autoestima se esfumaba, el sentimiento de inutilidad era demasiado inmenso para soportarlo a corto plazo. De repente me convertía en la persona más pequeña del universo y eso él lo sabía pero no importaba porque en ese momento él era feliz porque otra lo había hecho, de alguna manera, feliz. Imagino que experimentamos cierta excitación al salir de la rutina. En cierta parte lo ignoro, pero lo que sí sé es que este pretexto hiere a las personas que tenemos siempre cerca, porque precisamente por estar siempre no nos damos cuenta de que a veces las despreciamos. Obviamente ocurrió más veces. Comentarios en redes sociales, comentarios de soslayo, lenguaje corporal... En fin, el caso es que no olvido esa sensación.

Es precisamente esa sensación uno de los signos que me indican que aún no estoy curada. Porque cuando quiere volver a asomarse mi espíritu eleva la palma de una mano en señal de Stop. Vuelve a mí ese cansancio reiterado que me indica que aún no estoy preparada para experimentar esa sensación, ni tampoco otras que van unidas al mismo contexto. Se me debilita el alma en un instante en huelga. Porque no quiere seguir. Todavía no quiere seguir. Y entonces esos comentarios que minaban mi persona son apenas rugidos del viento que hieren de igual manera pero que no se instalan en mí. Simplemente pasan y me rozan, porque no dejo que penetren a costa de no dejar que penetren otras emociones.

Entonces sé que debajo de tantas y tantas suturas algunas heridas permanecen frescas y el agotamiento es tal que ni siquiera quiero preocuparme por la causa o su justicia. Simplemente dejo a mi espíritu, exhausto, sentado y sumido en la más burda inactividad. Dejando que las cosas lo rocen, lo inquieten, lo lleguen a arañar. Pero nunca sin que atraviesen su piel. Agrietada y anciana, pero firme. Dolorosamente firme.

jueves, 21 de marzo de 2013

- Era una canción chunga, ¿vale? Estaba caminando por la calle escuchándola como tantas otras veces pero nunca había reparado en lo que decía. Hablaba del amor que no es amor, ¿sabes? La cantante gritaba casi desgarrada que la estaban utilizando, que se iba a plantar, que no iba a dejar que volviera a pasar nunca, que iba... que iba-ba a ser fuerte. Fuerte. Lo decía, ¡lo decía varias veces! Que sería más fuerte y más valiente. Creo que decía eso, porque es una canción en inglés y a veces parece que las entiendo pero las palabras dicen algo diferente a lo que yo pienso. Bueno, es igual, es igual... El caso es ese, que la tía estaba jodida, jodida de verdad, y por eso cantaba así. ¿Y sabes en qué pensé? Joder, ¡pensé en mí! En mí y en ti, me cago en todo. ¿Cómo va a ser amor si oigo una canción de una tía puteada y pienso en nosotros? Me sentí horrible por pensarlo, pero no me lo pude quitar de la cabeza. No la volví a escuchar pero resonaba la música, y la letra, en mi cabeza. Dios... No se callaba. ¡No se callaba! Pero, ¿por qué de repente? ¿Por qué no me había dado cuenta antes? Vaya mierda. La tía jodida era yo, ¿entiendes? La que era utilizada, a la que le mentían y a la que le daban hostias por todas partes. Joder, joder... ¡Joder, que era yo! ¡Yo! Entendí que me estabas jodiendo, pero lo peor es que yo me había dejado durante tantísimo tiempo... ¿Lo entiendes ahora? Lo entiendes, ¿verdad? Tienes que entenderlo. La tía de la canción era yo...

Llegó un momento en el que su respiración nerviosa fue más fuerte que su confusa voz. La tía jodida de la canción era ella. Intentó calmarse, pero no pudo. Se miró las manos, encarnadas, cubiertas del rojo más intenso. Casi lo sentía palpitar todavía muerto en sus palmas. Se peinó, nerviosa, llenándose el cabello de esa sangre. Pero, de pronto, sonrió, río, se cubrió de carcajadas. El silencio le había revelado algo.

Había dejado de escuchar esa canción en su cabeza.

miércoles, 20 de marzo de 2013

¿Pero cómo podrán dormir por las noches aquellos que no tienen la conciencia tranquila? Los que manipulan, mienten, controlan, se comportan de manera egoísta y hacen daño a alguien bueno sólo porque así alivian sus demonios. Estoy seguro de que en ocasiones se despiertan jadeando en mitad de la noche y maldicen su suerte porque saben que no van a poder volver a conciliar el sueño. Aunque estén cansados, saben que no van a poder. Que si se despiertan y su cuerpo no da tregua es porque hay algo, o alguien, que pugna por que paguen sus pecados en sesiones nocturnas. Sé que ellos lo saben, Alan. Sé que saben que no se merecen dormir por las noches. Que si se despiertan sin poder hacer un pacto con el descanso es porque no tienen la conciencia tranquila. Y no porque tengan el sueño ligero, o una preocupación en las arrugas de su frente.

Pero eso no te ocurre a ti, ¿verdad, Alan? Sé que tú duermes bien por las noches. ¿Verdad que no te ocurre, Alan?
¿Qué haces que no estás en la cama conmigo?

lunes, 18 de marzo de 2013

No cambia la vida, sino las circunstancias. La vida sigue siendo lo mismo, sigue estando formada por esas partículas de energía que nos mantienen en pie a pesar de las circunstancias.

Sin pretenderlo mis circunstancias también han cambiado. El otoño empezó a teñirlas de castaño y ahora el color es más intenso a pesar de las hojas frágiles que cubrieron las calles. Un brillo pardo ha ido cubriendo con calidez mi invierno y ahora recurro a esos ojos en los momentos en los que necesito compartir mi felicidad o que alguien me ayude a desechar mi rabia o mi tristeza. Unas pupilas para hablar con ellas en silencio, en uno de esos silencios que podemos compartir con tan poquísimas personas.

Ojos de almendra, que les digo yo. El eje ante el cual ahora han cambiado mis circunstancias de la única manera en que pueden hacerlo. Sin pensarlo, sin pretenderlo, únicamente encarando lo que surge y actuando en consecuencia.

Noto cómo se va resquebrajando toda la piel de los parches que cubrieron mis cicatrices. Es una sensación extraña, desconocida, pero sin duda reparadora. Asusta porque aunque estuvieran adheridos de mala manera ayudaban a proteger, aunque fuera la misma máscara para lo bueno y lo malo. Pero me siento viva, agradecida, vencida ante una circunstancia de la que rehuí pero que ahora vuelve. Alguien que no me presiona ni intenta manipularme, que no cree que controlarme las veinticuatro horas signifique quererme y que me respeta, acude a mí, trata de ayudar a repararme aunque cada vez que se caen los andamios sea él el que reciba también el golpe.

sábado, 2 de marzo de 2013

Operación a corazón abierto.

Odio los hospitales. ¿Te acuerdas, Laura? Aquí fue donde me lo dijiste. En medio de toda esta luz artificial. Me miraste con tus pupilas vidriosas y me contaste que ya no aguantabas más, que habías esperado hasta ese momento y que ya no podías más con nada de esto. Cómo llorabas, Laura, mientras yo apenas podía moverme. El eco de tus pasos alejándose acabó en el pitido incesante que testimoniaba cruelmente que todo iba bien. Noté una quemazón en el punto exacto donde esa herida salvavidas me iba a dejar una cicatriz durante el resto de mi existencia. Me dolía el corazón. Los médicos me dijeron que era normal, que mi cuerpo debía adaptarse; pero yo supe que fuiste tú, Laura. Fuiste tú. Esperaste a que me trasplantaran un corazón nuevo para arrancarlo con tus uñas, sano, y llevártelo contigo para siempre.
Observo tu rostro cuando vuelves de trabajar y pienso que lloraría ahí mismo, nada más verte entrar por la puerta, porque no hay dolor que más me duela que el que siento a través de todos vosotros. Cuando pierdes tanto peso como ahora las arrugas de la cara se te hacen más profundas y me enfrento al espejismo de verte más anciano. Quiero creer que es un espejismo. No sé cuánto más durará, pero sé que aguantarás y aguantaremos y por ello si caes encontrarás de nuevos nuestros brazos para amortiguar la caída. Toda la distancia del mundo se recorta en el instante que duran mis temores enterrados en vuestras manos. Por eso sé que pase lo que pase, y llegados ya a este punto, vamos a aguantar todo lo que nos encontremos en este entorno que se ha empeñado en putearte y torcernos la sonrisa mientras nos afila las putas preocupaciones.

Sé que si me obceco en la justicia voy a acabar aturdida, pero a mi pesar es la palabra que me viene a los labios sin cesar cuando me los muerdo para aguantar, firme, como tú me enseñaste, y sonreír y hacer el tonto al verte y darte un abrazo. Porque sólo cuando te oigo una carcajada libero la tensión retenida en el pecho, sólo entonces. Como una alarma que, a pesar de todo, activa repentinamente la esperanza.