Claro que no olvido esa sensación. Él llevaba varios meses deprimido y el trabajo de verano no estaba contribuyendo a mejorar su ánimo. Todo lo que yo intentaba hacer apenas servía porque cuando a uno le invade la apatía se aferra fuertemente a las paredes del cuerpo. Fue frustrante, pero confiaba en que pasar tiempo juntos en parte lo aliviara.
Un día volvió del trabajo y me contó que estaba contento. En mí se encendió una llamita de esperanza y sonreí con él porque llevaba días queriéndolo notar así. Entonces me dijo que había conocido a una chica preciosa, muy simpática y con un nombre exótico y evocador. Se llamaba Arabia, me dijo, y estaba contento por haber tenido ese breve encuentro. Fue en ese momento cuando la llamita creada hacía unos minutos se desbordó y quemó mi sonrisa por completo. No era la primera vez que tenía esa sensación, pero como ocurre con todo en las primeras relaciones ya estaba aprendiendo a reconocerla. En unos segundos mi autoestima se esfumaba, el sentimiento de inutilidad era demasiado inmenso para soportarlo a corto plazo. De repente me convertía en la persona más pequeña del universo y eso él lo sabía pero no importaba porque en ese momento él era feliz porque otra lo había hecho, de alguna manera, feliz. Imagino que experimentamos cierta excitación al salir de la rutina. En cierta parte lo ignoro, pero lo que sí sé es que este pretexto hiere a las personas que tenemos siempre cerca, porque precisamente por estar siempre no nos damos cuenta de que a veces las despreciamos. Obviamente ocurrió más veces. Comentarios en redes sociales, comentarios de soslayo, lenguaje corporal... En fin, el caso es que no olvido esa sensación.
Es precisamente esa sensación uno de los signos que me indican que aún no estoy curada. Porque cuando quiere volver a asomarse mi espíritu eleva la palma de una mano en señal de Stop. Vuelve a mí ese cansancio reiterado que me indica que aún no estoy preparada para experimentar esa sensación, ni tampoco otras que van unidas al mismo contexto. Se me debilita el alma en un instante en huelga. Porque no quiere seguir. Todavía no quiere seguir. Y entonces esos comentarios que minaban mi persona son apenas rugidos del viento que hieren de igual manera pero que no se instalan en mí. Simplemente pasan y me rozan, porque no dejo que penetren a costa de no dejar que penetren otras emociones.
Entonces sé que debajo de tantas y tantas suturas algunas heridas permanecen frescas y el agotamiento es tal que ni siquiera quiero preocuparme por la causa o su justicia. Simplemente dejo a mi espíritu, exhausto, sentado y sumido en la más burda inactividad. Dejando que las cosas lo rocen, lo inquieten, lo lleguen a arañar. Pero nunca sin que atraviesen su piel. Agrietada y anciana, pero firme. Dolorosamente firme.
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