Cuando Arturo volvió a casa se sintió tranquilo entre las paredes de lo que consideraba su refugio. Dejó caer las llaves en un mueble al azar y se hundió en el sofá mientras se decía que debía ducharse cuanto antes, aunque su espalda dolorida se aferrara con fiereza a los cojines. Todavía olía a muerte. Aún podía sentir la tierra invisible de un entierro cubriéndole el abrigo negro y penetrando hasta sus adentros con crudeza. Había dejado a Andrés y al pequeño Carlos en su casa y se había marchado de ahí pausadamente, como siempre hacía, pero en su interior quería huir y llegar a su piso. Sólo llegar a su piso y dejarse caer en el sofá.
¿Cómo se sigue adelante cuando has perdido la mitad de tu vida?, seguía preguntándose. A pesar de ello, se negaba a convertirse en un recurso que lo revistiera de culpabilidad si no se quedaba demasiado tiempo haciéndole compañía a Andrés. Arturo sabía poco del duelo, pero estaba convencido de que era una prueba que había que superar por uno mismo. Además, él todavía sentía la herida fresca, infectada por el polvo que notaba adherido a las paredes de su alma, y sólo quería curarla.
Había conocido a Marta en el hospital. Y, aunque por aquel entonces trataban con mucha más muerte que la que lo había sorprendido esa inusualmente soleada mañana de diciembre, recordaba el momento con viveza. A veces volvía a ese día, y recaía en los ojos de Marta, y sólo lograba sincerarse con su silencio y admitía, una vez más, que durante años había amado a la mujer que luego se casó con su mejor amigo.
- Qué mierda de historia- musitó.
Echó una mirada a su solitario apartamento y no pudo mantener sus defensas por más tiempo. Se sintió derrotado. En su pecho fue abriéndose paso lentamente esa llaga y con la sangre aún palpitante comenzaron a mezclarse los recuerdos con Marta y en la familiaridad de su sofá se pensó más perdido que nunca.
¿Cómo se sigue adelante?
Se levantó guiado por una fuerza externa y fue a su viejo tocadiscos para rozar todos los vinilos con los dedos. En un arrebato filosófico, uno de esos momentos que solían invadirle cuando se sentía melancólico, en su mente se dibujó una frase que apenas comprendió en ese momento.
Puede que ya no exista nada que logre salvarnos.
Eligió uno de los discos que Marta le había regalado y dejó que la música comenzara a camuflar sus incipientes sollozos.
Allí, de pie, rodeado de la más absoluta nada, con esa herida supurando dolor y silencio, Arturo pensó en los ojos de Marta y se tapó la cara con las manos. La voz de Jeff Buckley sonó justo al compás del primer grito ahogado. Arturo por fin había roto a llorar.
(...)
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