Parece que todos los 17 de marzo acaban de una manera similar. Puede que sea una especie de condena que se materializa en mí en forma de rímmel corrido o tal vez, que supongo que es lo más seguro, la cercanía de la fecha en el calendario me predisponga inconscientemente a agarrarme sola las costillas con las dos manos y pasar el día confiando en el que las oleadas de dolor, ya muy sordas, no me dejen sin ningún hueso al final del día.
Vuelvo a casa con paso lento y al quitarme el abrigo y respirar aislada de miradas ajenas me percato de que apenas he mirado el cielo, como me prometí que haría todos los 17 de marzo.
Tecleo a la vieja usanza, como una adolescente que consuela sus penas en su blog, mientras no se me va de la cabeza una escena de una serie que hace poco revisioné y en la que la protagonista se moría de miedo ante la idea de olvidar cómo sonaba la voz de su pareja, que acababa de fallecer. Tecleo sin parar aunque borre frases enteras porque al menos el sonido me distrae del siguiente pensamiento. La chica tenía parte de razón. Porque ya apenas recuerdo tu voz.
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