Él siempre levantaba la vista de su libro y se topaba con ella. Entonces comenzaba lo que día a día se había forjado como un ritual y la observaba cruzar la estancia, día tras día de lunes a viernes; entraba por el lado izquierdo de su campo de visión y salía por el derecho, casi dolorosa, perdiéndose hasta el día siguiente, pero siempre envuelta en un ligero y al mismo tiempo aterrador halo de incertidumbre. Tal vez aquel fuera el último día que cruzara su vista. Se había acostumbrado a mirarla en silencio, apenas unos segundos al día, siempre prófugo. Siempre anónimo, creía.
Creía porque ella lo localizaba todos los días décimas de segundo antes de que él levantara la vista de su libro. Era en ese momento cuando miraba al frente, se fingía distraída, o preocupada, o apresurada, y cruzaba sus ojos día tras día de lunes a viernes. Ella sabía que al día siguiente volvería; lo que no tenía tan claro es si él seguiría ahí, o tal vez se le hubieran acabado ya los libros que fingir que leía. O quizás, sólo quizás porque ya sólo la mera posibilidad laceraba, hubiera encontrado a otra a quien mirar, y ya no la necesitara nunca más.
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