Miró sus ojos y sólo pudo ver el infinito más frío y desolador. Aun así ignoró el sentimiento invernal que le despertaba y apretó el botón de la cámara. Sonó el chasquido de rigor y la figura que estaba fotografiando no se movió un ápice. Tampoco cambió su expresión, y el fotógrafo tuvo que subirse la cremallera de la chaquetilla que se había puesto esa mañana simplemente por complementar el resto de sus prendas de ropa, no por pura necesidad. ahora, sin embargo, tenía frío de verdad.
Se le ocurrió decirle que tenía que cambiar el carrete para despegar su mirada de esos ojos gélidos, pero se acordó a tiempo de que tenía en sus manos una cámara digital, de esas que ya no necesitaban carrete. Aun así se excusó mediante la afirmación de que debía cambiar de objetivo para captar más profundidad de campo, y se agachó para rebuscar en su mochila. Intentó calmarse. Había hecho millones de fotos a miles de personas diferentes. ¿Estaba tonto o qué?
Se incorporó decidido y apoyando la idea de que estaba exagerando. Para cuando fue a sujetar la cámara y a mirar por el visor, la silla estaba vacía. No había modelo, ni signo de movimiento alguno, ni ningún eco de pasos que se alejaban. Sólo silencio y el nuevo objetivo precipitándose hasta impactar en el suelo con estrépito.
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