jueves, 2 de junio de 2011

-Nos has dado un capotazo, Inverna-. Lo dice y sonríe porque ya sabe cuál va a ser el final. Sin embargo, Inverna no puede controlar el temblor de su labio inferior y se maldice por ello. Sabe que va a romper a llorar en breves momentos, y lo único que se le ocurre al escuchar la frase es hacerse la débil sorprendida. Ni siquiera le ha dado por mantenerse firme.

***

Un par de días antes estaba en el pequeño estudio de la casa donde estaba alojada. Escuchó ruidos que venían de fuera y se inquietó. ¿Era ya la hora? En noches sin dormir había esperado que no ocurriera jamás, pero en el fondo sabía que iba a ser inevitable. Tocaron en su puerta y la abrió con la cabeza bien alta y el gesto aristocrata que escondía sus sentimientos reales. Lo que no pensó fue en quien iba a estar detrás de la pesada puerta de madera.

-Inverna...

-¿Qué haces aquí? ¿Por qué tú?

-Les he dicho que tenía que ver a una vieja amiga. Al final han cedido.

Inverna contempló uniformado al hombre que nunca había dejado de amar. Recuperó la compostura y se decidió a no volver a perderla por mucho que le doliera. Él la miró con infinita ternura, y en el fondo de sus pupilas tristes Inverna vio el futuro que le esperaba. Pero él no, por favor. ¿No había hombres a sus órdenes, sedientos de poder, faltos de escrúpulos? Parecía una broma sádica. Se sintió imbécil por sentir amor todavía. Habían pasado demasiados años, y los acontecimientos habían transcurrido de tal manera que ambos habían acabado en bandos distintos. Luchando para destruirse, pero evitando los rostros del otro cuando pensaban a quién estarían hiriendo.

Él se sentó en el otro sillón de la habitación y se miraron a los ojos unos minutos, sin decir nada. Finalmente, se levantó y se subió a un pequeño taburete para llegar a lo alto de la estantería, donde tanteó unos segundos. Bajó al suelo con un libro envejecido entre las manos, y sonrío con nostalgia mirando a Inverna. Ella fue incapaz de devolverle el gesto, aunque sí que los buenos recuerdos le suavizaron un poco el ánimo.

-Periodismo y libres formas de transmisión de conocimientos-leyó él en voz alta de la tapa del ejemplar.- Mira que diste mal hasta que lo escribiste...

Ahora Inverna sí que torció sus labios en una sonrisa y le quitó con suavidad el libro de las manos para acariciarlo con las yemas de sus dedos. Evocó tantos buenos recuerdos que por un segundo se olvidó de lo demás. Cuando volvió en sí, fue a devolver el volumen a su sitio, pero él la detuvo.

-No. Déjalo aquí, mejor-y le llevó la mano a una balda visible de la estantería pintada de azul.

Ambos dejaron el libro a la vista de todo el mundo, y en ese contacto de pieles revivieron todo un pasado. Inverna dejó su mano entre las de él sin oponer resistencia, porque era perfectamente consciente de que estaba perdida. Cerró los ojos con dulzura antes de ver un par de lágrimas en el rostro de él, y fue entonces cuando escuchó el cristal de la ventana hacerse añicos. ¡Está aquí! Un par de golpes secos, olor a quemado y la visión de él despegándose de su mano y yéndose de la habitación... Todo lo demás era negro. Ya no recuerda nada más de ese último momento.

***

Inverna contempla el resto de la fila y sus ojos grises se posan en los cuerpos que no han aguantado el cansancio y los golpes y están tendidos a un lado de la interminable cola. Hay varios niños, y se fija en uno que todavía lleva agarrado un bastón. Ella también está magullada y le han cortado la larga melena. Tiene la piel agrietada del frío, y lleva un par de días sin poder mover una de sus manos. El hombre canoso que tiene delante continúa hablando, y su labio inferior sigue queriendo rebelarse.

-Mira, chica. No te vamos a mandar a Comunicación porque no nos fíamos un puto pelo. Y lo cierto es que las plazas en Limpieza están cubiertas... Además lo tuyo no es limpiar, eh; tú eres más señorita, por eso te lo vamos a ahorrar.

Las lágrimas de Inverna se desbordan y nota cómo se desconfigura su rostro con la mueca de la desesperación. Mientras veía cómo no mandaban a nadie de los que tenía delante a la Sala, se había calmado un poco. Pero ahora se viene abajo y quiere huir. Huir, huir, huir.

-Eh, tú. Inverna. No llores. Sabes por qué estás aquí y seguramente no lloraste cuando escribiste todas esas cosas. ¿Qué esperabas? Si no ocurre todo el mundo va a pensar que tenemos piedad con vosotros o que os guardamos cierta simpatía. Es algo que no nos podemos permitir. Mírame, Inverna. Mírame, joder. Ahora vas a caminar recto, ¿vale? Ya sabes dónde tienes que meterte.

Ella asiente llorando desconsoladamente. Cuando echa a andar le ordenan gritar el nombre de aquel líder que responde ante toda esta barbarie, y oye risas a sus espaldas. Camina llena de dolores físicos que le importan bien poco y se sorprende de que no haya ningún oficial que vigile el breve trayecto. Una vez dentro, tampoco ve a nadie que se encargue de la vigilancia. Piensa en echarse a correr pero sabe que en su estado no duraría mucho, y que nada más atravesar la puerta de la Sala la atraparían sin mucho esfuerzo. Divisa a las dos funcionarias, que ríen entre ellas y la miran cuando entra. Una de ellas cambia su semblante, e Inverna intuye que la ha reconocido. No se le ocurre otra cosa que seguir llorando mientras pregunta:

-¿Escribís?

La que se ha puesto seria de repente asiente de manera fugaz y mira a su compañera. Su compañera se mantiene impasible, así que da un paso adelante y abraza a Inverna con fuerza. Inverna piensa que tal vez ella estuvo en su situación y tuvo la suerte de salvarse, que no tienen ninguna culpa de que les haya tocado la Sala como destino. Inverna se deshace entre los brazos de la funcionaria mientras sigue balbuceando.

-No lo dejes nunca. No te dejes asustar por todo esto. No dejes nunca de escribir, óyeme, que no te importe nada... No lo dejes, no lo dejes...

La otra funcionaria las separa y señala con la mirada la pila donde la gente como Inverna se pone de pie por última vez en su vida. Parece una ducha, pero es más grande y sale vapor de su base. Mientras le quitan la ropa, no puede despegar los ojos de la pila. Ya ha dejado de llorar, porque siente el terror más absoluto que haya sentido nunca. Sin embargo, una vez más la desorientación le hace mella y sólo se le ocurre preguntar:

-¿Es fuego o agua hirviendo?

-Agua hirviendo- contesta la funcionaria que ha cortado el abrazo minutos antes.

Inverna cierra los ojos mientras se abraza el abdomen con las pocas fuerzas que le quedan. El corazón le late con fuerza y anhela desmayarse y sufrirlo inconsciente, pero sabe que tienen órdenes de esperar a que vuelva en sí para que esté consciente cuando llegue el momento. Se deja conducir hasta la pila mientras una luz en su mente no deja de mostrarle su pequeño estudio, su libro y el rostro de él abandonándola para siempre.

1 comentario:

Roberto Corrales dijo...

Este enrevesado producto merece suspiros. Aunque no tengo más palabras ahora mismo que mandarte un fuerte saludo que espero que vuele con fuerza hasta llegar al Rincón Zierzo.