viernes, 31 de diciembre de 2010

Libélulas.



Octubre de 2007. Quince años. Poca incertidumbre en el cuerpo y muchas ganas de sentir, de conocer, de probar. El mundo podía estar en mis manos pero yo no me atrevía a mirar dentro de mis puños cerrados. Gran Vía. Atestada de gente que disfruta de las fiestas y busca algún capricho que agenciarse. Me paro ante un puesto porque me llama la atención el cartel: Acero quirúrgico, no da alergia. Y pienso que qué casualidad, voy a mirar a ver si veo algo. Rozo con los dedos muchos colgantes, y de repente me detengo en uno, todavía no sé por qué, y lo compro. Y lo deposito en mi cuello hasta hoy.





A veces pienso en por qué la llevo todavía. Y de alguna manera me contesto que lo importante es lo que simboliza. Porque a partir de ese octubre y de esos quince ha sido un torbellino, una prisa constante para crecer sin perderme nada. Era una niña que comenzaba a trastear en la vida, sin más.

Mi balance de 2010 es ese, libélulas. ¿Por qué? Porque ha sido el año del cambio, del recibir todo aquello para lo que nos estábamos preparando. He tenido que pensar, sin vuelta atrás, en un futuro que me quedara bien, y los dieciocho han comenzado a pesarme en la espalda. La transición, me imagino, a la vida adulta. Y yo con la libélula en el pecho, sintiéndome todavía una niña, sin asimilar que iba a marcharme, que había sido un año lleno de disgustos pero también maravilloso, y que todo eso se iba a quedar atrás, en Zaragoza.

Marcharme. Debía ser consciente de alguna forma que me recordara este paso, este cambio, y también que no me dejara olvidar a la niña de quince años que se moría de frío hace cuatro octubres. No sabía lo que me esperaba, pero sí era consciente de que no quería que toda esta vida tortuosa y llena de zierzo se me escapara entre los dedos. Una determinación, sólo un signo, una señal de esas tontas que me gustan a mí... Y vino a mi cabeza. Libélulas. La semana de mi marcha conseguí atreverme y construí esa señal.

-A mí no me gustan las libélulas. No me mires así, que no es por ti, es que en Argentina cuando va a llover siempre salen, y yo siempre he odiado la lluvia.

Fueron las palabras de aquel que me ayudó a erigir mi marca, mientras escuchaba el inconfundible sonido mecánico. Mi trozo robado al pasado, para que no fuera capaz de marcharse, al menos no enteramente. Así que aquí está. Aquí estamos mis libélulas y yo. Sobre y en mi piel. Recordándome que he cambiado de vida, que he evolucionado mucho, pero que sigue habiendo partes de mí que están intactas. Que este 2010 ha sido importante por tanto cúmulo de responsabilidades y despedidas.

Pero que siempre vuelvo. De una manera o de otra. Como mis ojos a los ojos de ese octubre frío, cuando se posan en mi tobillo, y recuerdan lo que esa marca significa. No me enfado cuando hay gente que me deja ver que es un dibujo tonto que no simboliza nada. Ellos no lo saben, pero yo sí.


Libélulas...


lunes, 27 de diciembre de 2010

Me gustaría que no fuera así pero no puedo evitarlo. De verdad. Es más, esta vez ni siquiera está todo en mi mano. El frío de estos días me está succionando el pequeño resquicio de conciencia que todavía me quedaba. No es que disfrute estudiando y volcando mi tiempo en esa labor, es que no me queda otra alternativa en estos días. No es cuestión de prioridades: es que toca, hoy y mañana y pasado, sin más. Es lo que ahora toca.

Me froto los ojos y se me quejan en silencio porque no puedo dormir bien estos días. Ojalá pudiera, pero el volcán en activo de mi pecho no me deja. Debería aprovechar cada segundo de libertad que me permito, pero llego a él con el alma cansada y los pies sin querer despegarse del suelo. Sólo busco dormir, y que se acabe este frío que mata. Este, y el de fuera también.

Me gustaría que no fuera así... Pero ya he dicho que no puedo evitarlo. Preferir ahora el silencio y la de mí misma la única compañía. Mientras los días pasan y los noto desaprovechados y, sin embargo, no percibo ningún síntoma de arrepentimiento.

viernes, 17 de diciembre de 2010

¿Qué queremos exactamente? ¿Qué es lo que nos mueve a buscar? Buscamos alguien para liberarnos una noche, o alguien para caminar con él de la mano. Buscamos un instante de consuelo etílico o evitar beber para que no podamos decir ni hacer nada de lo que luego podamos arrepentirnos. Buscamos redimirnos e intentar pensar en no salpicar a nadie de dolor o hacer lo que más alivie nuestra angustia, que crece, independientemente de quién esté por medio. Buscamos el hogar de aquí, o el hogar que dejamos reposar hasta Enero, sintiéndonos extraños.

Qué buscamos exactamente. Yo no sé si busco unos labios o los míos propios cortados del cierzo. Busco no hacernos daño y no enturbiar nada de lo vivido. Quitarme esta pesadez de encima y curarme un poco más las ojeras, porque tal vez si me duele menos por fuera también dolerá menos por dentro. Busco un tiempo muerto, una regresión en la memoria, para no tener tantos nombres y tantos rostros que me bailan mezclados con humo y sabor a ron. Busco momentos que ya viví, que se consumieron, y que me están abriendo las cicatrices. Para que no olvide que siguen ahí.

lunes, 13 de diciembre de 2010

La gente vende sus recuerdos. En cada esquina del rastro de Madrid había una mesa plegable mal puesta llena de pequeños detalles que otros disfrutaron y que ahora ofrecían al resto del mundo. ¿Necesidad? No lo creo. Mi sospecha fue, simplemente, que en lugar de acumularlo en un trastero y habilitarle el hogar a las motas de polvo prefieren dejarlo ir, sin más. Porque al fin y al cabo es lo mejor que podemos hacer, dejarlos ir. No son más que recuerdos, y el balance suele ser negativo cuando nos paramos ante ellos: duelen más que traen alegría.

Por un momento los he envidiado. Por saber desprenderse de todas esas viejas historias, y he recordado un relato del genial Carlos Castán -escritor destrozacorazones donde los haya-, en el que el protagonista narraba cómo cada cierto tiempo debía hacer limpieza de sus cosas antiguas y las metía todas en bolsas de basura negras. Un día, cansado de hacerle el amor a la que no dejaba de ser su exnovia, decidió romper también con ese recuerdo y ella misma acabó en una bolsa de basura negra. Decía que esas bolsas significaban la suciedad de su vida, los resquicios que ya de nada servían.

He pensado en qué pasaría si se rompiera la mía. Si borrara todos mis recuerdos hasta hoy, o no me diera tanto miedo dejarlos marchar. Me he imaginado en el rastro de Madrid, un domingo por la mañana, con mi vida desnuda encima de una mesa plegable.

O al menos una de ellas, porque estoy como perdida. Insegura, hecha un lío entre tanta vida simultánea. Por un momento olvidé Zaragoza y pensé en Carlos Castán, y en toda esa gente que vendía hasta el más mínimo fragmento de su alma este domingo. Porque simplemente querían hallar una nueva.

viernes, 10 de diciembre de 2010

A veces me ocurre, que me pregunto si con los años no estaré yendo hacia atrás en lugar de hacia adelante. En mi idioma personal, ir hacia atrás significa perder esos puntos espontáneos que me surgían antes y que me hacían escribir historias totalmente imaginativas. La verdad es que no quiero anquilosarme, ni sentarme con las piernas cruzadas a esperar a que me consideren una adulta y poder demostrarlo.

Me asusta, y mucho, caer en la rutina absurda de separar imaginación y capacidad de crear. De crear, de escribir, de narrar lo que me toque narrar y ese hecho arrincone otras capacidades. Ya apenas dibujo, pero sigo recordando la satisfacción de encontrarme los dedos llenos de carboncillo y mancharme la nariz -siempre y cuando el resultado fuera bueno-. Muchas veces pienso en comprarme un lienzo, o algo que me impulse, pero se me acaban, y esto es cierto, anquilosando las ganas.

Sonrío con las quinceañeras locas que desprenden ganas de todo. Porque me recuerdan a mí. Y no sabéis, sin más, lo congelada que se me queda la sonrisa en los labios cuando soy consciente, y me siento mayor.

Dios mío, dulces quince años llenos de sueños y de ganas y ganas de escribir...

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Están en silencio. En un silencio absoluto. Tienen todo el aula para ellos pero, aun así, cada uno ocupa una esquina de la estancia. Las persianas están bajadas, aunque todavía se cuelan un par de rayos del sol frío de noviembre. Se miran intermitentemente, como oteándose las curvas del cuerpo. Como si no conocieran el cuerpo del otro lo suficientemente bien como para dibujarlo con los ojos vendados.

Pero ahora se sienten desconocidos. Después de tanto tiempo, se les cuelan en estos momentos los segundos entre los dedos, como si nunca se hubieran tocado o nunca hubieran soñado con tocarse. La mirada de ella es triste, él apenas abre los ojos. No han llorado, porque ya lo hicieron a solas. Apenas han dicho nada tampoco, porque aún sienten que la magia puede existir y puede guardarse en un tarro de cristal. Sin embargo ambos comprenden que ese momento es demasiado doloroso como para querer guardarlo, y esperan con paciencia el momento de marchar y enfrentarse al otoño por caminos separados.

Ella toma la iniciativa. Se mueve, como por un escalofrío, y se baja de la silla donde estaba sentada. Él, acto seguido, piensa que la esperanza existe y que todo se va a arreglar. Pero ella solloza, y la realidad se rompe en pedazos. Qué agujero negro abriéndose en el pecho, piensan.

-Me tengo que ir-dice ella.
-Lo sé.
-Creo que te he dejado de querer.
-También lo sé...