viernes, 27 de junio de 2014

A veces puedo verte en las esquinas de Torino

Que las noches con sus lunas y las lunas con sus huesos nos secuestren a los dos.
Que las lluvias y los soles y las hojas en el suelo nos encuentren a los dos.
Que los años y el presente nos sorprendan a los dos…

lunes, 23 de junio de 2014

A veces la música en aleatorio daba en el clavo respecto a su estado de ánimo. Algunos de sus amigos se empeñaban en confeccionar listas de reproducción minuciosas que iban empleando según cómo se sintieran. Pero a Isabel le gustaba escuchar su música en aleatorio, sobre todo cuando cogía el metro, arriesgándose así tanto a la más grata sorpresa como a la más desagradable caída de su estómago.

Esta tarde no se sentía agotada, pero sí algo desconcentrada, alejada de la burbuja en la que procuraba protegerse a diario. Ni siquiera tenía ganas de escudriñar los rostros de sus compañeros de vagón; el temor a verse reflejada en alguna de esas caras cotidianas de cansancio y vida normal la echó para atrás esta vez. Y justo sonó la canción.

Lo primero que le vino a la mente fue por qué seguía estando allí. Por qué no la había borrado.

Lo segundo que supo es que iba a ser incapaz de saltarla, de ignorarla y meterse con la siguiente. Así que dejó que las notas le levantaran silenciosamente la piel mientras se preparaba para el chaparrón de ese día tan seco de Julio. Y tan lleno de nada.

Cerró los ojos sintiendo su peso cansado coronando sus mejillas y se dejó ir mientras a su cabeza volvían los interrogantes y esa voz ligeramente rasgada le traía con acento argentino una historia que se repite, el azar del que a veces parece depender una situación tan sencilla y tan compleja. La caída de la moneda. La cara de la soledad.

El pitido de la próxima parada aflojó la garra que notaba en ese momento en el pecho. Como un autómata, se levantó mientras se le caía el teléfono móvil al suelo y los cascos se le resbalaban de las orejas. Lo recogió sin apenas mirar y se colocó delante de la puerta. En el cristal se vio a ella misma. No necesitó ningún rasgo de vida normal. Mientras las puertas se abrían, se colocó de nuevo los cascos y echó a andar. En sus oídos, muy lejos de allí, unos siete años más o menos, sonaban las últimas notas. El dedo de Isabel pulsó el botón de repetición. Suspiró y siguió adelante.

miércoles, 18 de junio de 2014

No lamenta que dé malos pasos,
aunque nunca desea su mal.
Pero a ratos con furia golpea el piano
y hay algunos que le han visto llorar.

miércoles, 11 de junio de 2014

Atocha.

- Es una de esas personas que es mejor tenerlas cerca, como tú.


Las palabras de Astrid me hacen pensar. Me hacen pensar en una marquesina frente a la estación de Atocha en los inicios de una madrugada más en Madrid, una de esas que no conocen calles vacías siempre que uno no se mueva del centro de la capital. Entre los tonos amarillentos de luz artificial se me mezclan reflejos verdes que no son más que la mirada perdida en una lata de cerveza. De Mahou. Reflejos de incertidumbre y de ese malestar que provoca la apatía amarga de conocerla siendo tan jóvenes, estando tan llenos de vida y de oportunidades y, sin embargo, sintiéndonos tan deshabitados. Parece que los ruidos de la noche madrileña se amortiguan mientras en nuestras cabezas no resuena más que el vacío, y mi mente fija una instantánea del momento aunque no lo esté viendo exactamente.

No sé adónde nos conducirá esta desidia. A alguna decisión importante -quiero pensar-, a algo que nos haga mantenernos fieles a nosotros mismos pero que nos aleje de esta desgana que se nos antoja crónica sin serlo. No sé dónde estaremos en cinco años, pero coincido con Astrid. Una de esas personas que es mejor tenerlas cerca. Como tú.

domingo, 1 de junio de 2014

En los huesos.

Yo miraba cómo jugaban al futbolín. Sin más. Por aquel entonces, mis tardes solían reducirse al bar de siempre, futbolín y poco más. Yo no era mucho más que una chica de 15 años con vaqueros y camisetas de rallas casi siempre, el pelo largo y sin recoger y el semblante tímido. Ellos jugaban y yo observaba. Eso era todo. Pero estaba bien, me estaba entreteniendo.

De repente se acercó a mí y supongo que me daría un beso. Tal vez en la mejilla. No recuerdo exactamente eso. Se colocó a mi lado porque no le tocaba jugar y observó a la chica que estaba jugando en ese momento. La miraba esperando a que yo interceptara esa mirada, aunque yo no iba a decir nada. Los ojos eran libres, hasta donde yo sabía.

- Tú eres más guapa... Pero ella tiene mejor cuerpo. Está más buena.

Me giré y lo miré con el rostro entre la vergüenza y la interrogación. Esa es una de las cosas que nunca me perdonaré: que me avergonzara. De mi cuerpo, de mi ropa ancha, de mi cara lavada, de mi estómago cayendo en picado. De mí misma.

No dije nada. Creo. Mis palabras no las recuerdo bien. Conociéndome durante esos años, seguramente no dije nada.

- Ay... - dijo con una sonrisa enorme porque al parecer era lo que le inspiraba ese sentimiento de superioridad-. Qué buena vas a estar cuando des el estirón, Elena.

Y se fue porque le tocaba jugar, mientras le miraba el escote a aquella chica.

A día de hoy, todavía no puedo considerar que haya dado ese estirón que según él iba a trasladarme a ser una chica de 1.65 que pesara 50 kilos, con buen pecho y el vientre plano. Pero al menos ahora me quiero un poco más.