miércoles, 30 de enero de 2008

La noche me engulle con su frío envuelto en sueños. Y es cuando su mano recorre mi espina dorsal invitándome a un furtivo escalofrío cuando la noto más sincera, más mía. Escucho su silencio, aquel que pinta de soledad mi respiración, que no mis recuerdos. Ellos permanencen fieles a su figura recortándose en la misma noche que me insufla ganas de que apague ese efímero escalofrío que me recorría, apagarlo con tan solo rozar mi cuello con las yemas de sus grandes dedos o, tal vez, con esos labios rebeldes que aguardan traviesos a un descuido de los míos para adueñarse de mi boca y elevarme con los pies bien firmes sobre el suelo.

La noche sigue acunándome silenciosa, siendo la única que observa el absurdo intento de mis dedos de canalizar lo que turba mi mente, lo que mi alma ya anhela. Esos deseos correteando por la línea de mis pensamientos, desordenando todo cuanto me propongo hacer a derechas. Creo que si tuviera voz, la noche me preguntaría que qué es lo que retrasa la expresión de mi rostro. Que por qué no sonrío. Y no sabría qué contestarle, aunque pretendería que mis palabras, fueran las que fueran, reflejaran la verdad. Así que tal vez le contestaría que mis adentros arden pidiendo más palabras, pero que yo entera no soy capaz de dárselas. Que la preocupación va en aumento cuando sólo consigo vagar sin rumbo fijo por unas cuantas sílabas, pensando tal vez en las suyas, en las que me llenan, en las que me hacen despreciar las mías, pues son sus mundos los que me arropan en esta noche que hiela las ganas de adelantar la expresión de mi rostro. Hielo que, estoy segura, temblaría con la visión de sus iris de miel a dos centímetros de los míos, sonriéndome sus pupilas.

La noche es la única testigo de esta desazón que agita mis sentidos, llenándome de confusión y confianza. Creo que me entiende, creo que sabe lo que intento hacer saber que siento sin éxito. Está aquí, llenándome de frío e intentando vacíar estas ganas que me incitan a echarlo de menos en la soledad de la de negro. Salpicada de estrellas que no son más que puntos de miel que no dejan de sonreírme en la distancia.

miércoles, 23 de enero de 2008

Me pegó un susto del copón. A poco me arranco la cabellera cuando oí esos golpetazos en la puerta mientras me peinaba. Creo que el peine que estaba usando aún sigue temblando. Qué golpes, madre mía.

-Es que tardabas tanto... Y después de todo lo que ha pasado, no sé. Siento haberte asustado, pero estaba realmente preocupada. Llevabas dentro tanto rato...- me dijo cuando le pregunté sobresaltada que a qué venía esa entrada digna de los GEOs.

-¿Dentro de dónde? ¿Del baño?

-Sí.

Y miró al suelo como avergonzada mientras afirmaba. Le iba a contestar que seguía sin entenderlo pero, cuando me disponía a abrir la boca, lo comprendí todo. Después de todo lo que ha pasado, me había dicho... Mandaba narices. Sólo me faltaba eso.

-Pero, ¿tú estás ida de la cabeza o qué te pasa? ¿Creías que me estaba abriendo las venas o algo así? ¿De veras que me ves capaz de una cosa así?

Negó con la cabeza porque, lo que era hablar vocalizando, no podía. Había empezado a balbucear y cuando sus hombros comenzaron a sufrir sacudidas me temí lo peor y le metí un abrazo de esos que estrujan el alma hasta que la sientes clavándose en tu pecho. Dio rienda suelta a sus lágrimas y le revolví el pelo para que se calmara. Tenía los nervios a flor de piel y no tendría que haberle gritado... Pero no pude evitarlo. Con toda la tensión acumulada y las ganas de clavar cabezas en estacas que se iban formando en mis sienes me iba a volver loca. Y lo pagaba con ella, cuando sólo se estaba preocupando. Mira que era idiota yo también. Aunque he de reconocer que me jodió que pensara que me estaba suicidando o alguna historia de esas macabras. Tendría que saber que yo no escapo así de los problemas, que ni siquiera intento escapar de ellos.

Mientras sentía sus manos diminutas aferrándose a mi espalda, comprendí que la cosa no podía terminar así. Que tenía que hacer algo pero ya mismo porque no eran normales esos sustos que nos estábamos llevando ambas a diario. Decidí que saldría a por ellos, a por esos problemas que me venían acechando desde hacía tanto tiempo, echándome su aliento maloliente en la nuca pero sin llegar a acercarse lo suficiente. Que estaba ya hasta donde la espalda pierde su santo nombre de tantas trabas, de tanto punto y coma. Y más aún si la estaba afectando a ella de esa manera. Temía por mí, o eso me decía... De veras que se me encogió todo el cuerpo mientras oía sus sollozos. ¿Qué culpa tenía ella?

Suicidarme... Recordé todos los silencios y las caretas de piedra de esos días, pero... Es que había veces que no podía evitarlo. Que, si estaba jodida, estaba jodida y punto. No tenía ganas ni ánimo de esconderlo fingiendo cual actriz de teleserie. Pero el sonido de su preocupación me dio fuerzas, además de una colleja en la nuca que me encendió la mente. Nada de venirse a abajo, nada de intentar agachar la cabeza hasta que todo pasara. Había que luchar. Y luchar por mantenerse de pie y ver el suelo lo más lejos posible.

Luchar por que esas lágrimas se tornaran risas despreocupadas que me sanaran a mí también. Coser bocas con las palabras y deshacer actos con la rabia contenida de mis aspavientos. Mirar al frente y atarme bien el camisón, por lo que pudiera pasar. Estar preparada.

-Aún nos quedan muchas puertas que tirar abajo juntas, pequeña. Pero muchas...

martes, 22 de enero de 2008

De pequeña apenas hablaba, apenas podía hablar. Pero siempre le embargaba aquella extraña felicidad que, en ocasiones, se tornaba contagiosa para todos aquellos que la contemplaban. Los había que se mofaban de su sonrisa, tan perpetua, tan llena de esa magia que escapa a la percepción de muchos; otros, en cambio, veían en ella un mundo. Todo un mundo por conocer, del que empaparse. Un lugar para perder las penas adheridas a las paredes del alma era, sin duda alguna, sus risueños ojos negros. Su madre siempre le decía que no tenía que preocuparse, que ella era como todas las demás niñas aunque se empeñasen en decir lo contrario. Ella asentía mientras su madre la abrazaba en silencio.

Y esa chispa de niñez que aún conserva en su rostro, a pesar de que las curvas de su cuerpo ya estén bien definidas. Esas palabras que, quizás por el esfuerzo que debe hacer para pronunciarlas, provocan escalofríos en el corazón por la pura emoción de escuchar su voz. Incluso los que antaño se reían de ella y le tiraban de las coletas en el patio del recreo, bajo el pretexto de que era demasiado diferente, envidiarían la sencillez con que viste su compleja personalidad. Ahora trabaja y no hay cosa que le haga sentirse más orgullosa que vestir el uniforme de su empresa. Ella no sabe que es distinta, pues es libre. Se siente libre. Y cada vez se supera más; habla más, ríe más, contesta más y más respetuosamente a los que le dedican lúcidos insultos como “retrasada”, fruto de una mentalidad que deja mucho que desear. Se siente totalmente dueña de su vida, dentro de sus posibilidades. En sus ojos, hermanos de la noche, reside aún esa chispa de magia que la diferencia de los demás, sobre todo cuando sana el desaliento con su energía. Su madre sigue susurrándole palabras de aliento y abrazándola en silencio. Sigue siendo una niña, aunque crezca, aunque no se le dé del todo bien transmitir sus sentimientos con las palabras. Para eso ya tiene su sonrisa, más que suficiente.

sábado, 19 de enero de 2008

-Dime que suba. Y te juro que subo.

Le contestó el viento, corriendo vertiginoso a su alrededor, levantando los cabellos de ella y encogiéndole el corazón a él con ese frío que se le colaba en las entrañas cuando ella lo miraba. La contempló mientras la chica dirigía sus ojos al horizonte, tal vezluchando con las rudas lágrimas que amenazaban con plantarle una revolución allí mismo. Ambos bebieron del silencio hasta que ella, entre roturas de sus cuerdas vocales, volvió a romperlo.

-Dímelo...

A su alrededor, todo era caos. Personas que corrían de un lado a otro, manos agitándose, sonrisas melancólicas, gritos alegres pero devastadores, recuerdos que no cabían en las maletas. Pasados que se quedaban allí, quizás a las puertas de un futuro que vendría mordiendo para después lamer las heridas entre agua y sal. ¿Cómo iban a saberlo? Hoy estaban allí, pero mañana... Mañana podría ser una princesa soñando plácidamente o un monstruo que aguardara escondiendo las garras.

Y, sin embargo, ambos se sentían como en una foto en blanco y negro. Detenidos, condenados a permanecer allí por siempre. Y, es que, en parte, iban a estar retratados el resto de los días que le quedaran a sus memorias. Allí, en blanco y negro. Ya no se oían los gritos de Pasajeros al tren; faltaba poco para que su traqueteo característico agitara los nervios de todos los que se acomodaban dentro. Y ella seguía bajo la mirada de él, apretando sus manos contra la pared del frío vagón, como si así pudiera retenerlo. Seguía diciéndole con los ojos que se lo pidiera, pues sus dudas no tardarían ni una milésima de segundo en disiparse, lo mismo que saltar al vagón y abrazarse a él.

Pero no hubo respuesta, aparte del tren poniéndose en marcha y la ligera visión de algún pañuelo agitándose que se le antojaba a años luz. No hubo respuesta. Y el tren ya se iba. Se iba... No pudo mirarlo más y agachó la cabeza mientras se iba sintiendo minúscula. Él la observó hasta que no fue más que un punto difuso en la lejanía, aunque seguía palpando la visión de su rostro en mil pedazos. Hasta que desapareció en la distancia pero no en sus pensamientos.

-Ven aquí, conmigo.

La respuesta llegó tarde, tan tarde que ni el viento pudo recogerla y llevársela a ella. Tuvo que conformarse con las faldas de su vestido bailando al son de su presencia, así como que le secara las lágrimas que iban por fuera. Las de dentro no iban a poder secarse, no después de permanecer en ese andén. En blanco y negro.

miércoles, 16 de enero de 2008

Le digo la verdad y llora. Y se me esconde en esos ojos confusos que ya no sé si creer, que ya no me transmiten nada bueno. Agacha la cabeza mientras solloza y me dice que no le diga esas cosas. Pero, bueno, ¿en qué quedamos? Me ha pedido la verdad. Y yo entiendo por verdad la verdad verdadera, no esa verdad que cuelga de sonrisas adornándolas de hipocresía. Esa se la dejo a los que la disfrutan, que no son pocos.

Pretende derrumbar mis defensas y no se lo pienso permitir, por mucho que me acaricien sus espesas pestañas. Procuro seguir alimentando la firmeza en mí, y parece que, de momento, todo marcha bien. A lo lejos se oye el fútbol. Y ella sigue allí, oye, intentando que decaiga. ¡Que no, vamos a ver! Que esta vez no. No pienso decir nada más y aún así me veo a mí misma pidiéndole disculpas por mi tono. Pero, ¿qué me pasa? Y le devuelvo la sonrisa. ¡¿Qué pasa aquí?!

Deja de llorar. Por fin, pensaba que sus lágrimas iban a acabar inundando mi determinación y no es plan. Me dice que se alegra de que haya recapacitado. No la entiendo, de veras que no la entiendo. ¿A qué juega? Recapacitar dice... Y una tortilla de ajos tiernos, también. Le vuelvo a repetir lo de antes. La verdad. Me mira desconcertada y noto como una chispa de decepción iluminando su cara. Pero por qué me conoceré su rostro tan bien... También percibo la sangre acudiendo a paso ligero a mis sienes, palpitando bien ahí, ensordeciéndome por si no era poca la juerga que llevo encima.

¡Sorpresa! Que no me entiende, me dice. Por favor, que no empiece a llorar de nuevo. Que no lo soporto, vaya, que no quiero que lo haga. Se queda en silencio y le tiemblan los labios, no sé si de los cero grados que cuelgan de la nariz de los habitantes de la ciudad radical esta o de la congelación de sus sentidos. Me pregunto si le habré chafado su felicidad y no sé si me da gusto o repulsa pensarlo. ¿En qué me estoy convirtiendo? No, nada de eso, hay que seguir impasible. Eso es.

Parece que va a decir algo pero decide guardar silencio. De verdad que la ausencia de palabras me está quemando. Que diga algo, que me insulte, que chille, que me monte una bronca allí mismo. ¡Que me tire de los pelos si lo hace hablándome, que me da igual! La contemplo y esta vez sé que no voy a decir lo siento. Me habla con los ojos antes de volver a llorar. Creo que se va a deshacer en lágrimas si sigue así. ¿No puede parar o qué le pasa?

Consigo apartar mi mirada de su persona y escucho gritos mientras me alejo del espejo. Alguien ha metido un gol y mi padre defiende que ha sido fuera de juego.

domingo, 13 de enero de 2008

Titilantes, las luces parecen sonreír mientras las observo. Poderosas, saben que tan solo puedo hacer eso: encandilarme con sus formas cambiantes, preguntarme adónde van a llevarme esta vez. Me revuelvo entre las sábanas de inconsciencia que me cubren y procuro no moverme. Hace frío y me encanta. Me encanta que los escalofríos aguarden a que, inquieta, gire sobre mí misma y poseerme de la mano de un estremecimiento. Pero yo seré más rápida y huiré de ellos, me cobijaré en esas luces que me susurran, traviesas, que las siga. Y yo espero a que comiencen a tomar forma. ¿Qué forma, esta vez? Pues no siempre adquieren la que yo deseo, no se tornan parajes que no puedo visitar y cuya hermosura me arrebata las palabras y me llena el alma de abrazos de Mamá Natura, ni se metamorfosean en esos ojos que, mirándome desde arriba, me retan a ponerme de puntillas e intentar moderle la barbilla, empleando su pecho de punto de apoyo y provocando, tal vez, que liberen una lágrima que quieran secar mis labios.

No siempre es lo que deseo, o lo que creo desear, ya que muchas veces esas luces toman formas inesperadas que me llenan de incertidumbre, de gozo, de temor. Y siguen sonriéndome, ofreciéndome su mano. A veces creo que puedo ver más allá de mis ojos en su compañía, y así es. Esas luces tiemblan y me acarician con ternura, para después convertirse en poesía palpable y decirme que esta noche también sueño, pero que no me prometen si el recuerdo de esas imágenes será guardado en mi memoria y acudir a él cuando así lo quiera o, por el contrario, se quedarán en mi almohada, soplándome suavemente y consiguiendo que me estremezca mientras un prófugo escalofrío recorre mis adentros.

Esas luces siempre son las mismas. Cierro los ojos y allí están, enseñándome sus labios curvados mágicamente. En cambio, sus formas varían cada día. Pues acaban convirtiéndose en sueños, caprichosos y alentadores, fármaco inmejorable para matar las horas que me separan de los ojos que, con suerte endulzada, derivan de esas luces fascinadoras.

domingo, 6 de enero de 2008

El gris ha quedado totalmente limpio, sin fisuras, cubierto en su totalidad por una capa espesa de nubes que, al mismo tiempo que no deja pasar ningún rebelde rayo de sol, cubre las calles con un manto inclemente de negrura, amparando tal vez los corazones con frío que se lanzan a la aventura solitaria en un atardecer de domingo. En el ambiente flota el olor nostálgico de la lluvia cuando ya sólo se escucha su golpeteo contra los cristales en la memoria. No muy lejos bizquea, creyéndose estrella marchita, una vieja farola.

-Ya no llueve.
Parpadea, pues mi frase le sorprende, manchándole el silencio que la estaba llenando de paz.

-Lo sigue haciendo, ¿no te das cuenta?

Ahora es ella la que impulsa mis pestañas, alentadas por el misterio que connotaba su última frase. Miro al cielo de nuevo y parece que el gris pretende engullirme mientras me lleno de la calma que su presencia me ofrece. Mi piel ya no siente ni una sola gota de agua, pero aún tirita del chaparrón que ha dejado a los charcos simbolizando su presencia. El gris es plomizo, ya que noto su peso sobre mi persona, como si quisiera susurrarme que la lluvia se ha ido pero volverá cuando se le antoje. Aún no entiendo sus palabras, por más que lo intento.

-No, creo que no me doy cuenta-contesto por fin, sin atreverme a mirarla por si mis palabras le hacen mella.
-Sí que te das cuenta. Quédate en silencio y asústate de la tempestad de tus adentros. Date cuenta de que cada estremecimiento que sufres es un rayo que impacta impertinente contra la barrera que intentas construir. ¿No lo vas notando? El revuelo del aire provoca que las olas rompan hurañas en tu interior. Quieta; se acerca la tormenta. Y sigues permaneciendo impasible ante lo que se te viene encima. ¡Date cuenta! No puedes frenarlo, ya hueles la lluvia. Y te asustas, por supuesto que te asustas. Empiezas a empaparte. No puedes frenarlo...
-¿De qué estás hablando?-. Me asusto de veras. Nunca la había visto así.
-De que llueve. Que tengo el corazón inundado de lluvia. Que me ahogo y no para de llover. No para...
Dejo de contemplar el cielo y la miro, después de un rato sin atreverme, la miro. Tiene los ojos arrasados en lágrimas y tiembla ligeramente. Casi me veo reflejada en sus lágrimas, que ahora vuelven a mojar mi hombro mientras ella se convulsiona.
Que tiene razón. Y, a pesar de los paraguas cerrados que pasea la gente, la lluvia sigue golpeando su alma con fiereza salpicando también la mía.