Se contempló en el espejo como si fuera la primera vez. Rozando la condena a la eterna mueca de felicidad, se retocó la pintura de los ojos y se vio reflejado en sus pupilas. Seguía igual. Igual de hermoso, exactamente igual de horrendo que su primera vez. Tantos años atrás... Suspiró y apagó las luces que rodeaban el espejo desde el que ese desconocido lo estudiaba de arriba a abajo. Otra función más, otro día que tachar en su calendario. Decidió guardarse su sonrisa sincera para cuando de verdad la sintiera, cuando fuera totalmente pura; esa tarde sacaría del bolsillo la falsa, la perfecta, la que le llenaba los oídos de gritos y aplausos. Escuchó la voz del de todos los días, su viejo amigo, su mentor, aquel que, aún hoy, le arañaba el alma con su incansable simpatía.
- ¿Estáis preparados?- Un coro de voces blancas le respondieron a pleno pulmón. Saboreó la ilusión de cada uno de esos pequeños.
Con una destreza envidiable, echó a andar hasta sentir la arena bajo sus zapatos verdes, reluciendo, vivos. A oscuras, se imaginó las caras que lo iban a estar observando, con cautela al principio, para romper en armonía con su esencia al final. Su esencia… ¿Era de verdad ésta su esencia?
La luz lo cegó. Como cada actuación. Segundos antes de iniciar su número, observó al público: los niños, expectantes, le sonreían esperanzados o le lanzaban miradas de temor que escondían a medias detrás de sus mejillas sonrosadas; una madre aprovechó para peinarle las coletas a su pequeña; mientras, alguien tosió en la vieja pero imponente carpa. Decidido a no continuar con esa monotonía que iba carcomiendo su existencia, comenzó a trepar por su espacio de protagonismo. Sin embargo, todos los focos del recinto se apagaron al mismo tiempo, apenas segundos después de cobrar vida, sumiendo a todos los presentes en una penumbra casi espectral. Los niños cerraron los ojos, gestando el temor por dentro, pugnando por hacerse real a través del llanto cristalino de la infancia; la madre dejó de peinarle las coletas a su hija y la abrazó con fuerza; alguien gritó alertando hasta a los animales que, en sus jaulas, vivían el momento con tranquilidad aparente. Y las luces no volvían. ¿Qué ocurría? El ajetreo comenzó entre bambalinas. ¡Había que encender las luces, como fuera!
Se percibió el atisbo de un destello de luz. En medio del escenario del oscuro circo, el joven payaso estaba sonriendo. Se deshizo de sus zapatos verdes. Ahora, justo ahora, iba a ser capaz de romper esa rutina desquiciante.