jueves, 27 de marzo de 2008

Se contempló en el espejo como si fuera la primera vez. Rozando la condena a la eterna mueca de felicidad, se retocó la pintura de los ojos y se vio reflejado en sus pupilas. Seguía igual. Igual de hermoso, exactamente igual de horrendo que su primera vez. Tantos años atrás... Suspiró y apagó las luces que rodeaban el espejo desde el que ese desconocido lo estudiaba de arriba a abajo. Otra función más, otro día que tachar en su calendario. Decidió guardarse su sonrisa sincera para cuando de verdad la sintiera, cuando fuera totalmente pura; esa tarde sacaría del bolsillo la falsa, la perfecta, la que le llenaba los oídos de gritos y aplausos. Escuchó la voz del de todos los días, su viejo amigo, su mentor, aquel que, aún hoy, le arañaba el alma con su incansable simpatía.

- ¿Estáis preparados?- Un coro de voces blancas le respondieron a pleno pulmón. Saboreó la ilusión de cada uno de esos pequeños.

Con una destreza envidiable, echó a andar hasta sentir la arena bajo sus zapatos verdes, reluciendo, vivos. A oscuras, se imaginó las caras que lo iban a estar observando, con cautela al principio, para romper en armonía con su esencia al final. Su esencia… ¿Era de verdad ésta su esencia?

La luz lo cegó. Como cada actuación. Segundos antes de iniciar su número, observó al público: los niños, expectantes, le sonreían esperanzados o le lanzaban miradas de temor que escondían a medias detrás de sus mejillas sonrosadas; una madre aprovechó para peinarle las coletas a su pequeña; mientras, alguien tosió en la vieja pero imponente carpa. Decidido a no continuar con esa monotonía que iba carcomiendo su existencia, comenzó a trepar por su espacio de protagonismo. Sin embargo, todos los focos del recinto se apagaron al mismo tiempo, apenas segundos después de cobrar vida, sumiendo a todos los presentes en una penumbra casi espectral. Los niños cerraron los ojos, gestando el temor por dentro, pugnando por hacerse real a través del llanto cristalino de la infancia; la madre dejó de peinarle las coletas a su hija y la abrazó con fuerza; alguien gritó alertando hasta a los animales que, en sus jaulas, vivían el momento con tranquilidad aparente. Y las luces no volvían. ¿Qué ocurría? El ajetreo comenzó entre bambalinas. ¡Había que encender las luces, como fuera!

Se percibió el atisbo de un destello de luz. En medio del escenario del oscuro circo, el joven payaso estaba sonriendo. Se deshizo de sus zapatos verdes. Ahora, justo ahora, iba a ser capaz de romper esa rutina desquiciante.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Para convencerme de que todo acabará siendo poco, que los minutos pasarán trayéndome aroma de más, de que cuanto más conozco más quiero conocer. Y así embriagarme sin necesidad de mover un dedo, ni de introducir en mi cuerpo nada que acabará pasando factura si me despisto. Embriagarme, sin más, de la manera más extraña y más fantástica que voy a comparar con tantas otras que se me quedarán pequeñas.

Descubrirme, perpleja, a mí. Reflejada en el espejo de sensaciones que me recorren, encontrarme sin proponérmelo ahí, delante de mí, mirándome a los ojos mientras los suyos me sirven para verme. Estoy ahí. ¿Estoy ahí? De algún modo, soy yo. Siempre que yo quiera.

Para tirar abajo el universo. Y diseñar otro, valerme de mi espíritu creador mientras elevo cordilleras y soplo sin miedo sobre la superficie azul que cubre mis ideas. Vivir por otros. Sintiendo de manera distinta la destrucción del mismo universo.

Para comprender lo que se me brinda. Para poder ver con otros ojos, sin olvidarme de los míos. Para esuchar en silencio. Para acercarme. Y, finalmente, sonreír.

Para todo esto. Y más. Para todo ello me haces falta, incansable creador de palabras, así que no me sueltes. Yo sola no puedo.

lunes, 24 de marzo de 2008

Lo miro. Parece ajeno a todo. Ajeno incluso al hecho de que su respiración calmada cayendo en mi cuello va a acabar por enloquecerme. Son los locos los que cometen locuras.

Lo observo. Adivino detrás de sus párpados cerrados el tono ambarino que refulgirá en la habitación si despierta. Recorro su espalda sin que me tiemblen las manos, quiero que sienta cómo me poseen las ganas de dibujarle, sin lápiz, construyendo una copia exacta a él con las yemas de mis dedos aventurándose en sus facciones. Siento que si me decido a besarle en ese punto exacto donde tengo clavada la vista es posible que se mueva, que reaccione, y no quiero que la atmósfera se quiebre por el momento. Quiero seguir observándolo. En la penumbra está misteriosamente más hermoso.

Se agita. Y me encanta. Sería capaz de convencer al tiempo para que frenara las manecillas de todos los relojes conocidos, que acallara su sonido condenador, pero para eso tendría que moverme. Y no quiero. Quiero quedarme ahí mientras afuera el atardecer se dispone a ir muriendo vestido con mortaja de tonos púrpura. Quiero seguir sintiendo su aliento calentándome la piel, alimentando esa sonrisa que él no ve pero yo sí siento y a la que no le encuentro otra explicación que el ahora.

¿Sabrá por qué le acabo de apretar la mano? No quiero que se aleje, pues sería muy complicado calmar este hambre con su ausencia. No me quedaría otra que tragar poco a poco recuerdos. Como el de esta tarde, mientras el frío se cuela sigiloso por la ventana entreabierta, equilibrando la temperatura de la habitación. Llevándose el sabor de lo pasado, renovando el aroma de su cuerpo al mismo tiempo que pienso que tengo que escribir esto. Me pregunto si de verdad dormirá. Y, si así es, qué mundos estará surcando su alma para tener esa expresión. Me quedo a su lado, confiando tal vez en que cuando se decida a darle luz a sus ojos, estos mismos apaguen mi curiosidad por saber de qué color se visten sus sueños.

Lo miro. Parece ajeno a todo. Con la respiración calmada, entre mis brazos. La ocuridad me revela con total claridad el niño que nunca ha dejado de ser.

sábado, 22 de marzo de 2008

Y te vas. Dejando las palabras suspendidas en el aire y hasta el último cimiento temblando. Dices que es lo de siempre y callas. Y miras imaginando tal vez lo que va a pasar cuando salgas cerrando con un portazo. Pero no dices nada. No hablas. Cruzas el pasillo y te marchas mientras sigues mirándome desde el quicio de la puerta. Pero el portazo ya ha sonado. Y te vas.

Y me dejas mirando al vacío. Ya no veo la puerta. Mientras todo tiembla. Con esta sensación de volver a ser niña sin serlo, de necesitarte, de volver a sentarme en tus rodillas cuando cruzas las piernas sólo para que me cojas en brazos. Estando a años luz de fusionarme con esa sensación, añorando algo que se me escapa. Que se me escapa. E incapaz. Temo que seas la única con la que no me salen las palabras.

Todo sigue temblando. No obstante, la calma se adueña de todo. Comprendo entonces que son mis ojos. Los ojos que tú me diste y que siguen dependiendo en cierto modo de ti. Son ellos los que tiemblan, y no los cimientos de esta casa que se me antoja vacía.

viernes, 21 de marzo de 2008

A veces no puedo evitar creerme humo. Agitándome incansable entre las imágenes que cubren las paredes de mi memoria. Y tampoco puedo evitar cuestionarme si lo que hago sirve de algo. Si lo que estoy haciendo es lo correcto.

Es altamente turbador. Preguntarme si ha merecido la pena dejar a todas esas personas en el camino, cuyas voces aún resuenan de vez en cuando en mis recuerdos, engañándome para que intente transportarlas a mis realidades de nuevo. Pero a veces no puedo. No soy tan poderosa, a veces no. Y tengo que conformarme con seguir oyéndolas, cada vez con menos intensidad, cada vez más lejos, mientras yo sigo recorriendo el camino que se extiende delante de mí para que me aleje y aprenda, una vez más, a encontrarlo.

Me aferro al viento que corre vertiginoso a mis espaldas mientras sigo siendo humo. Paseando entre tantas y tantas preguntas, no ansío encontrar respuestas tan pronto. Quiero exprimir cada pregunta, analizarla, fusionarme con ella. Aunque, cierto es, ya soy yo.

Sin embargo, aun siendo humo, soy consciente de que depende de mí. De que la mayoría de los puntos que componen esa turbación dependen de mí. Que soy la pregunta pero también la respuesta. Y, abriendo los ojos, me desperezo y dejo de ser humo. Me doy cuenta de que nublo vistas, que ensombrezco incluso semblantes. De que soy aspirable. Y quiero mantenerme entera hasta dar con todas las respuestas y después verme ante miles de preguntas más. A pesar de que haya veces en las que vuelva a creerme humo.

miércoles, 19 de marzo de 2008

El atardecer va adquiriendo protagonismo mientras las calles se vacían de frenesí y se van plagando de caminantes que adoptan un paso más pausado. Los comercios van cerrando y eso se hace notar en el ambiente. En una esquina, la soledad del envejecido muro de la avenida se ve mermada por una presencia. No obstante, pocos parecen verla.

Se encoge sobre sí misma dejando sus labios a escasos centímetros del suelo. De repente, se pone erguida y observa a su alrededor sin ver nada que le saque de su apuro. Cierra los ojos brevemente y decide continuar en esa posición. Lleva rato manteniendo silencio, pero nadie se ha percatado de ello o está ahí para incitarla a romperlo. Lo que sí se oyen son los lamentos que lanza su ser, en silencio de nuevo, hambriento de algo que está por llegar y parece no llegar nunca.

La gente pasa a su lado sin dedicarle un minuto a llenar sus ojos con los propios. Con los cuellos tiesos, miran al frente creyéndose poseedores de un mundo que en realidad no pertenece a nadie. Sin embargo, ellos son felices en su universo paralelo. En su placenta de mentiras y falsos sueños. La presencia agacha la cabeza tras el nuevo escalofrío. Tanto frío le va a volver loca. Se abraza para darse calor, pero es en vano. Sus brazos no le sirven.

Algunos le miran con desprecio y le dedican palabras poco rumiadas, salidas directamente de la espontaniedad para poner de manifiesto el gran vacío que deja la falta de inteligencia. Se sienten afortunados por lo que tienen y, en efecto, sin conocerlos, la presencia los envidia. Envidia su soltura al caminar. Su seguridad aparente. Deja que pasen de largo y sigue agazapada en su esquina, esperando que alguien se apiade de una vez por todas y le haga amar este atardecer que se consume.

Y sigue allí. Vestida con jirones de recuerdos y de los pocos que le lamen las heridas y le susurran que no está sola. Dispuesta a recibir lo que pide, entre cartones donde están escritos a mano los días que tiene que acudir a esa esquina. Con los labios agrietados y sucios del humo gélido de la ciudad y las manos temblorosas con las palmas hacia arriba para que no se le escape nada. La presencia sigue allí. Mendigando palabras de aliento.

lunes, 17 de marzo de 2008

No era un día cualquiera puesto que en los días cualquiera no sucedía nada que se saliera de lo común. Tampoco era un día cualquiera porque Ella estaba triste. Tan inmensa y majestuosa como era, se sentía sola.

Estaba replanteándose qué hacía allí, en medio del universo, con sus cabellos blancos desparramándose por la nube donde tenía apoyada la cabeza, cuando se fijó en un punto diminuto azul terroso.

-Ah, la Tierra… -. Suspiró. Y, cuando lo hizo, los insignificantes habitantes del planeta a cuyo nombre acababan de darle forma sus labios se estremecieron mientras el viento les azotaba de improviso.

Qué hacía allí… Acababan de romperle el corazón de nuevo y tan solo quería que el nudo que hacía trizas su garganta pudiera aflojarse. Cerró sus ojos cristalinos y dejó que una brillante lágrima, símbolo del dolor que sentía, corriera lentamente por su mejilla. Su piel estuvo saboreándola hasta que resbaló del rostro y se precipitó al vacío. Curiosa, se asomó al borde de su nube y observó cómo la lágrima impactaba contra la cumbre más alta de ese pequeño planeta que había estado observando. Pudo ver, con toda claridad, cómo lo que para ella era una gota minúscula se rompía en mil lenguas acuosas que cubrieron el punto azul terroso. Y las mismas gentes que se habían quejado del viento lanzaron clamorosos gritos de alegría al cielo, haciéndole saber a Ella que eran de agradecimiento.

Sonrió, satisfecha. Ya no se sentía sola. Pensó un minuto y les puso un nombre a cada una de esas lenguas de agua. Quiso que este nombre le recordara que prefería sonreír a volver a llorar por su corazón roto. Ya sanaría, se dijo. Y por ello los llamó ríos y los hizo dulces, para que la fuerza de la erre y el azúcar que encerraban ayudaran a que cicatrizaran bien sus heridas.

sábado, 15 de marzo de 2008

Le dije que quería que escribiera mucho, que quería tener mucho que leer a mi vuelta. Para calmar la sed de palabras que vaticinaba que iba a tener. No me equivoqué.

La imagen de una Venecia cadenciosa mientras el vaporetto nos trasladaba allí me dejó muda. Me sentí afortunada al comprender que estaba en un rincón único en el mundo, en un universo dentro de este tan inmenso, un lugar recóndito que no es comparable a ningún otro. La piedra de sus calles se hermanó con el frío viento apretándome las mejillas, pero sin cortar ni una sola de las sonrisas de fascinación que me producía todo aquello. El suave balanceo de la góndola me trajo el eco de las palabras que andaban esperándome en mi hogar, en ese hogar que se situará siempre donde se sitúe él. Noté la sed entonces y volví a sonreír mientras fotografíaba el paisaje pensando en él. También había estado allí, en mis adentros, acariciándome desde lo más profundo. Deseé con todas mis fuerzas volver a ese edén accesible a nuestros sentidos, volver a recorrer sus calles y sus vistas. Con él.

Luego vino Florencia, un cúmulo de arte y de belleza que hizo que me sintiera minúscula entre tanto nombre en mayúscula y tanta naturaleza fosilizada en majestuosas esculturas que te observaban desde arriba. Me sentí la reina del mundo en lo alto de la Cúpula de Santa María del Fiore. Cubierta por el incesante golpeteo de la lluvia en mi piel, entreabrí la boca para ver si ese agua calmaba mi sed. Miré al horizonte contando los días. Ya estábamos más cerca, aunque él seguía dentro. Sabía que tendría mucho que leer.

También Verona, con su romanticismo y sus parejas intentando plasmar a gritos desgarradores de bolígrafo su amor en la pared del túnel de la casa de Julieta. Y Pisa y su foto típica, con Milán y sus miles de tiendas no aptas para bolsillos agarrotados.

Los días echaron a volar y volví, volvimos, a casa. Escuché sus palabras antes de que las que forman sus mundos me cosquillearan el alma. No me había equivocado. Tenía mucho que leer y ocasiones para descubrirme, ruborizada, entre los caminos que forma con cada sílaba y cada parte de él que otorga a todo lo que escribe. No había fallado, no me había fallado. Se convirtieron en el bálsamo que apagó el sabor salado que había tenido la ducha posterior a la tormenta interna. Me curó su voz y limpió los grumos que se habían adherido a mis entrañas mientras lo echaba de menos.

Volvimos. Con miles de imágenes frescas en la memoria. No me arrepiento de que la gran mayoría lleven su nombre, de que fuese él quien me acompañaba en cada trecho que recorría. Tampoco me arrepiento de ninguno de los besos que han hecho enmudecer a sus ojos y a los míos. ¿Sabéis qué? Tengo que volver a Italia.

sábado, 8 de marzo de 2008

Con la sensación de que me dejo mil cosas, o quizá no tantas, pero sin el menor interés en ponerme a pensar qué me puedo estar dejando. La maleta ya está hecha, esperando a que venza la última prueba, la de cerrarla. Creo que por aquí todos están nerviosos menos yo. Tal vez cuando esté sentada en el asiento del avión, tranquilizando a los intranquilos, me dé cuenta de que me marcho y que esta ocasión no se va a volver a repetir.

Estoy segura de que en ese momento, en el momento de estar sentada y en calma, recordaré lo que me he dejado. Aunque intentaré no darle importancia, al fin y al cabo los días pasan como siempre y lo que me haya dejado estará aquí.

Además, si echo de menos lo que no puedo llevarme a pesar de que me haya acordado de hacerlo, puedo cerrar los ojos y recordar cómo olía él mi pelo, sintiendo su nariz curioseando entre mis cabellos. Tal vez el cierzo, este zierzo rebelde y revoltoso, me traiga parte de él. Y pueda pasearlo por todas esas calles desnudas que aguardan a que las cubra con mis ojos.

Si lo echo de menos lo sentiré conmigo, dentro de mí, manteniendo su imagen fresca en mis pensamientos hasta que pueda tocarla mi mirada.

Me marcho. Dicen que esto va a ser irrepetible y que lo recordaremos toda nuestra vida. Yo no lo sé, aún no puedo decirlo.


Abrázame fuerte, tu olor me tiene que durar cinco días.

martes, 4 de marzo de 2008

Sóplame en las manos, a ver si tu aliento me sirve de combustible para encender este frío que las deja quietas. Ya no me choco con los témpanos de hielo que surgen a mi paso, ya no me desplazo, la inmovilidad es tal que apenas se hincha mi pecho a cada respiración. Qué frío tan repentino, ¿verdad? Cuando creíamos que la lengua de fuego del sol nos iba peinando por las mañanas... Se desata la tormenta.

¿Y mi bufanda? Dónde se ha quedado mi bufanda... Este viento helado se me cuela por la nuca y me recorre la espalda, no sé si voy a poder soportarlo sin sufrir otro escalofrío. Susúrrame bien cerca de la oreja, que tu voz recorra mi cuello y lo saque de esta agonía de carámbanos de hielo. Date prisa, por favor, date prisa. Se me está haciendo insoportable este constante temblor.

¿Cómo puede hacer este frío? Las palabras se quedan bailando en este halo de incredulidad condensada. No puede hacer este frío. Me arrebullo bien en las mantas. ¿No hay más? Vaya, no quedan más... Y sigo teniendo frío. ¿No me ves? Abrázame. Tal vez contigo no me haga falta ni el calor de las mantas. Estoy segura de ello. El calor... Empiezo a olvidarlo. En serio, ¿es posible que haga este frío?

¿Y mis pies? No sé siquiera si siguen aquí, sujetándome. Espero que sí, no obstante. Tienen que llevarme a ti de nuevo. Espera, aún no te vayas, espera.

Abre las ventanas, anda, por favor. Me han dicho que afuera hace un día espléndido.