Con el chisporroteo callado recorriendo cada rincón a la intemperie. Poco a poco se despereza, despertando los susurros anaranjados, la voz maliciosa que traerá la desgracia de los rincones negros de carbón, borrachos de preguntas. Se va sintiendo ya el calor devorando todo lo que coja de improviso, lo desprotegido.
No quiero entornar la mirada. No quiero entornar la mirada porque sé que va a ver el fuego que se me come por dentro y me llega hasta la lengua, incitándome a escupir las palabras encendidas que van haciendo cola en mi garganta, aumentando la presión, las ganas de clavarle los ojos a ver si también se quema. Como yo. Y es que estas llamas pegadas a mi piel desde dentro van a traspasarla, desatándolo todo, desclavando mis labios, que callan. Ahora todo es caos en mis adentros, un desorden candente y sin sentido que gira en torno a la misma forma de mirar, en la recámara, preparada para encender crispaciones. Sé que si me mira va a ver fuego asediando mis iris castaños, reflejos de la alienación que sufre mi alma con sus palabras, con los ojos acristalados que en mí despiertan admiración.
Pero debo esperar a la calma, al agotamiento de esta revolución que se gesta sin aviso. A las gotas de lluvia nacidas en mis pensamientos, que grisean y se agolpan y alcanzan mayor peso hasta que explotan, justamente, en lluvia salada que me limpia por dentro, que purga las dudas de este corazón encogido. Porque nunca viene mal un incendio interno que caliente esta frialdad que a veces se nos enquista, olvidándonos de ella, aceptándola, sumiéndonos en la terrible equivocación de creernos completos.
Y vuelvo a probar mis ojos, que ya no muerden, a atreverme a mirar al frente y encontrarme con esos otros que van a leer en ellos esta batalla, este fuego que se calma, poco a poco, pero que no cesa. Que se sigue mezclando con el marrón, haciéndolo brillar ligeramente.