La cabina acristalada hizo que me diera cuenta de que no quería barreras. Sonreí cuando casi pasé de largo y pensé si era cierto lo que dice, que le gusta tanto mi sonrisa. A mí no me entusiasma; resalta mis pómulos y no es algo que me agrade demasiado. Sin embargo, sí sé que me encanta la sensación de estar sonriendo de verdad, sentir cómo se cae a pedazos la capa de monotonía que había cubierto mis labios cuando los estiro en esos momentos. Cuando sonrío de verdad siento que me lleno de luz, y esas sonrisas son siempre las que toman la luz prestada de otras almas, otros dientes, otras voces.
Él sonrió también. Efímeramente, porque estaba atendiendo a un hombre en un asunto que al uno, por lo que oí, se le antojaba grave. Y debía mantener el rostro serio. No obstante se le escapó esa sonrisa fugaz y supe que me hacía falta.
Cuando por fin pudo desembarazarse de su puesto me encontró con la cara rozando el tono de los tomates de huerta maduros, el sofoco del calor tan horrible que no había añorado nada y la sonrisa enfocada al sol que ya le iba dando un poquito de luz a mi polvorienta noche. Y ya mis mejillas le susurraron a la comodidad de su pecho, y acabé cerrando los ojos y accionando la parada de emergencia de mi tren.
Los reproches y ver en otros ojos que creen que les estás mintiendo, el sabor a rabia y la impotencia de ser eternamente diminuta se quedaron en él. Rumbo a la siguiente parada estipulada.
Me pregunté para qué quería siempre viajar al percatarme de que estaba en un viaje constante. Grité interiormente y comprendí que lo que de verdad quiero siempre es parar, parar, parar. Bajarme de este tren caluroso y frío al mismo tiempo, romper los billetes, acampar en sus ojos y esperar a que me sujeten sus brazos cuando salto en marcha. Lo demás que siga su curso; puede que tenga que aceptar que este es mi tren pero mis paradas no son las mismas que las suyas.