¿Cuánto dura un viaje en ascensor? Depende de los pisos robados al aire, claro. Pero, ¿cuánto puede durar? Lo que dure un orgasmo, o las ganas de él.
Si nos descuidamos acabamos saliendo despedidos de los raíles del elevador que nos va acercando al ansia palpable de descamisarnos para que se hable la piel nada más. Y los dientes, y las marcas posteriores, y las miradas tan cercanas que se chocan. Pulsemos el botón que pulsemos creo que acabaríamos en el mismo sitio, en contarle las pecas a tu espalda con los iris agarrados a mis uñas.
Cuando el tiempo persigue puede ser que sea cierto que se aprovecha mejor cada respiración, por eso intento compartirla y verterla en tu boca a ver si así le arranca un suspiro a tus pulmones, donde puedas volcar la locura angustiosa que a veces se arremolina en el puente de nariz -porque lo sé, que reside ahí- y que ya no vuelva. Que deje sola a la que convive con tu sangre en una armonía caótica, haciéndote a ti, desde la partícula más esencial que pueda encontrar en cualquiera de mis incursiones cuando duermes. O cuando disimulas que sí has escuchado el chasquido de la cámara.
Y en el último instante fijarme en tu sol, en el sol que reposa en tu pecho ejerciendo una odiosa competencia con mi pelo cuando osa desparramarse por el mismo lugar.
Aunque no sepa cuánto dura, a pesar de que mi cabeza se monte sus historias de soñar despierta en cada momento y me puedan parecer escuetos segundos empujándote contra la pared. Le reservo al tiempo otros ratos de protagonismo; no es amigo del egoísmo pero estoy segura de que no va a parar sus pasos para detenerme, para detenernos. En uno de nuestros bailes de lujuria.
Si nos descuidamos acabamos saliendo despedidos de los raíles del elevador que nos va acercando al ansia palpable de descamisarnos para que se hable la piel nada más. Y los dientes, y las marcas posteriores, y las miradas tan cercanas que se chocan. Pulsemos el botón que pulsemos creo que acabaríamos en el mismo sitio, en contarle las pecas a tu espalda con los iris agarrados a mis uñas.
Cuando el tiempo persigue puede ser que sea cierto que se aprovecha mejor cada respiración, por eso intento compartirla y verterla en tu boca a ver si así le arranca un suspiro a tus pulmones, donde puedas volcar la locura angustiosa que a veces se arremolina en el puente de nariz -porque lo sé, que reside ahí- y que ya no vuelva. Que deje sola a la que convive con tu sangre en una armonía caótica, haciéndote a ti, desde la partícula más esencial que pueda encontrar en cualquiera de mis incursiones cuando duermes. O cuando disimulas que sí has escuchado el chasquido de la cámara.
Y en el último instante fijarme en tu sol, en el sol que reposa en tu pecho ejerciendo una odiosa competencia con mi pelo cuando osa desparramarse por el mismo lugar.
Aunque no sepa cuánto dura, a pesar de que mi cabeza se monte sus historias de soñar despierta en cada momento y me puedan parecer escuetos segundos empujándote contra la pared. Le reservo al tiempo otros ratos de protagonismo; no es amigo del egoísmo pero estoy segura de que no va a parar sus pasos para detenerme, para detenernos. En uno de nuestros bailes de lujuria.