Hacía quinientos días, por lo menos, que no había silencio en el terreno. Ni un momento de paz, de calma robada al frenesí de una vida media. Medio vacía, medio llena. Los gritos dejaron paso a los disparos, a la tensión, a la condena de la espera. Ya no había revolución. Ya no quedaban canciones de aliento mientras cualquier herida sangrara todavía. ¿Qué esperábamos? La muerte y la libertad a veces deben mezclarse, pero esto era demasiado. Teníamos tanta muerte pegada al cuerpo que no había sitio para la utopía. ¿Qué utopía, joder, qué puta utopía nos quedaba después de esto? Las manos nos temblaban mientras sujetábamos los naranjeros porque la rabia era demasiada. Y el miedo. El cansancio. El echar de menos. Queríamos tiempos mejores, una promesa de unidad y de sacrificio colectivo, pero a qué precio. Olemos a sangre mezclada, de buenos y malos. De todos. De seres humanos que luchan por algo, por un motivo.
-¿Por qué lloras, hombre libre?-repitió.
-Este dolor...
-Debemos permanecer.
-¿Permanecer?
-Todos y cada uno de nosotros. Flaquear es dar paso al desaliento, ¡a la eterna sumisión! No soy más importante que tú, ni tú lo eres más que yo, y cualquiera de los dos, de todos nosotros, puede tener en su mano la victoria. ¡La victoria, compañero! Somos el pueblo, y sobre la sangre del pueblo se erigirá el nuevo mundo. Debemos sacrificarnos si es preciso por los que vienen, los que vendrán. Mira a tu alrededor, camarada. ¿Cuántas familias aguardan la libertad anhelada por generaciones de trabajadores, de gente libre que estaba encadenada? Aférrate a tu arma y estáte dispuesto a disparar si surgen en el horizonte sombras enemigas. Yo lucharé por ti, como lo harás tú por mí y por todos los que apoyamos la revolución.
Qué bien hablaba la hija de puta. Siempre comiendo orejas y transfiriendo ese latido, esas ansias de triunfo. Sus palabras me parecieron por un segundo pura esperanza. Pero no contesté, esperé a que volviera a preguntarme alarmada por mi silencio.
-¿Lloras por la revolución?
-Sólo tengo sangre entre las uñas y pesar en el rostro, compañera-. Me miró, interrogante.- Ya no sé por qué lucho.