A través del cristal contempló muchas despedidas, pero sólo se fijó especialmente en las que incluían besos en los labios. La había acompañado a la estación, pero, sin saber todavía muy bien por qué, esta vez no se habían besado. Y ahora ya no lo veía. Ya no esperaba en el andén a que el bus se marchara y los dejara con un nudo en la garganta, se había ido antes que ella; en realidad se habían ido los dos hacía mucho tiempo.
Sintió ganas de que a su lado se sentara un desconocido, que la mirara con ojos profundos y se convirtiera de repente en el hombre más misterioso del mundo, en el único que pudiera quitarle esa pena tan agarrada a la piel. Esa ausencia de él. La eterna pregunta de por qué si antes sí, ahora ya no se querían.
Eran una maldición esas estaciones. Llenas de cadenas rotas y de gente que se va, que viene, unos tristes y otros ya sin tristeza. Fantaseó con la idea de no volver nunca más, y cerró los ojos sabiendo que era imposible, mientras seguía esperando a ese desconocido. La sobresaltó un cuerpo a su lado y vio a un niño que se acurrucaba en el asiento de al lado. Contempló a su compañero de viaje y el bus se puso en marcha.
Lo que no llegaba a sospechar es que él sí que la estaba observando. Esperando que el bus se fuera. Como siempre, aunque ya no se besaran en los labios.