A veces la otra línea cruza justo a la vez las vías que se rozan y es como estar en una película de ciencia ficción. Por un par de segundos el sonido se hace ensordecedor y parpadean las luces que se cuelan por la ventana, como si fuera a llegar el fin del mundo.
Pero sólo dura unos segundos. Luego continúa el frenesí pausado de las paradas que se suceden, la gente que viene cargada, los que no se han quitado el abrigo y se mueren de calor, y también aquellos que se han entregado a Morfeo y seguramente ya se hayan pasado de parada. Ayer unos chicos sentados a mi lado hablaban sin parar en árabe, para de vez en cuando, y sin saber por qué, soltar un par de frases en castellano. Intercalaban los idiomas con una facilidad pasmosa, y a mí me pareció totalmente mágico. Cómo me gustaría controlar así una lengua propia, en lugar de chapurrear unas cuantas palabras en aragonés.
Yo me entretengo observando a la gente, intentando adivinar los títulos de los libros que leen y recordando el sabor del metro de París. Cuando no está concurrido y se sortean codazos para llegar a las puertas, la cosa está mejor. No obstante, me sigue pareciendo un escenario maravilloso para un montón de historias. Como las estaciones de autobús o los aeropuertos.
Me gusta ir en metro, a fin de cuentas, porque se me antoja como una novedad constante, con intimidades muy aisladas, muchos pares de ojos... Y ya sabéis cómo me gustan las miradas.