La clave es acostumbrarse a tener dos vidas. No la doble vida de un agente secreto de película cutre o de ninfómano profesor de colegio, sino dos vidas. Dos. Cada una con sus cosas, su gente y sus días, sus espacios y sus rutinas. Cuando me acostumbré a tenerlas dejé de sufrir por que mi gente estuviera separada por una brecha que no podía llenar ni con palabras que explicaran la vida desconocida del otro lado. Por eso ahora es tan extraño cuando se me juntan y me hallo en el mismo plano con personas de las dos vidas. Se me hincha el alma porque por fin puedo permitirme no deshacerme en palabras que no servirán de nada sin un golpe de vista, pero al mismo tiempo me aterra una invasión excesiva.
Mi Madrid se queda en Madrid y lo mismo ocurre con Zaragoza. La independencia de una se compensa con la tranquilidad balsámica y conocida de la otra. Los paseos por una Gran Vía helada conmigo misma con las tardes sepultada bajo la manta de siempre viendo películas con mi madre. Mis idas y venidas a teatro o a francés por las calles de Getafe con la cerveza y el futbolín del bar de siempre con ellos, los que puedo llamar los de siempre. Un alma de doble cara, pero cohesionada en torno a la idea de que no puedo permitirme ser otra persona por tener dos vidas. Siempre la misma, que no la de siempre.